La Habana no es una granja: vagabundeo en la ciudad

No soy de las que ahora mismo en esta ciudad conocen su destino: lo he perdido en el momento mismo en que decidí hacer del malecón mi camino.

Foto: Kaloian.

Todos mis caminos en la ciudad conducen al malecón. Mas, a pesar del sol pegando fuerte, lo he tomado ahora no como destino sino como camino mismo. Sin mucha convicción me dejo entonces arrastrar por una invisible pero inevitable corriente de vapor, rumbo a La Habana Vieja.

De ir por dentro y no pegada al mar, en las calles de La Habana del centro habría encontrado siempre la acera de la sombra; pero en el malecón de las diez de la mañana, por estos días de junio no hay manera de escapar a la sensación de sentirse aplastada, ya derretida casi alcanzando el destino, si se tiene destino. De hecho, no soy de las que ahora mismo en esta ciudad conocen su destino: lo he perdido en el momento mismo en que decidí hacer del malecón mi camino. Camino de vagabunda.

Con ese andar sin aplomo es como paso ante la estatua de Maceo. Al pie de su zócalo, se aglomera un puñado de hombrecillos. Desde el malecón parecen todos un poco viejos, cargando con barrigas prominentes, o tal vez no tan prominentes y solamente están apretadas dentro de guayaberas blancas. Bajo el mismo sol que a mí me aplasta, brillan sus calvicies. Recuerdo haber escuchado antes de salir de casa, en la radio, que se celebraba hoy el natalicio de Antonio Maceo. También el del Che. Ernesto Guevara, me corrijo. Yo insisto en llamarlo así. No sé por qué. Tampoco sé bien o prefiero no explicarme por qué me sobrecoge pensar en Maceo y no tanto en Guevara.

Una fuerza incierta impulsa mi cuerpo a unirme al grupito que seguramente deposita flores o lee un discurso ante la estatua, pero antes de cruzar la avenida no puedo comprender si es el sol o la imagen de las abultadas guayaberas lo que me ata al muro del malecón, dejándome allí plantada. Tampoco miro ni una sola vez al otro lado de la bahía, hacia la Cabaña, donde tuvo Guevara comandancia. Continúo prendida de la estatua de Antonio Maceo, el general mulato al que, hacia el año 1900, se le dedicó un panfleto titulado El cráneo de Maceo: Estudio antropológico, en el que unos supuestos científicos rendían sus conclusiones tras el examen del cadáver del héroe: dicen que buscaban explicar cómo era posible que alguien que no fuera blanco había podido ser un guerrero y estratega excepcional, fundador de la nación. Y ese es, por encima de otros, mi héroe. Así es que me alegro de que me hayan traído hasta aquí mis vagabundeos, y de que hoy sea 14 de junio.

Estatua de Antonio Maceo, vista desde el malecón. (Foto de la autora).

Mi hijo lleva su nombre. ¿Cómo no desear que los hijos nos salgan como Maceo? No me gustaría, sin embargo, que se inmolase. Menos aun en los tiempos que corren, cuando razones no faltan para hacerlo. ¡Qué desastre!, nos sorprendemos pensando cada día, en cualquier país, a toda hora. Pero no hallamos una solución, un camino verdaderamente justo. En definitiva, cada buena causa por estos días se difumina en la nada. O bien es aplastada por los inescrupulosos y poderosos, o bien se disuelve sola por la inercia y la inepcia de otros, o pronto es olvidada. Hay mucho por qué inmolarse, pero ¿vale la pena? ¿Hay alguien en quien confiar lo suficiente para seguirle en campaña? ¿Algún héroe por ahí, como Maceo? Yo, además, no soy Mariana. Ya lo he dicho, no tengo destino.

Aun así, a la estatua no dejo de mirarla. Permanezco allí, recostada al muro, sin importarme si el sol termina por convertirme en una mancha de chapapote sobre el concreto. Me da igual si, encima de no contar con un destino, ni siquiera pueda moverme, ni hacia La Habana Vieja ni a ninguna otra Habana. Yo sólo quiero estar donde ahora estoy, ante Maceo. O ante su espalda y la grupa de su caballo. Porque Maceo no mira al Norte, al mar, ¿y a Yemayá, la madre? Maceo reta a Cuba, poniéndole frente a su manigua, ¿acercándose al guerrero Oggún? Le rindo honores, aunque no me decida a cruzar y mirarle el rostro, sólo las espaldas. Saludo al general Maceo, como si me dispusiera a seguirlo, no con el grupito inmóvil junto al zócalo, sólo a su esbelta figura en lo alto, isla adentro, a través de montes que desde la orilla, ante el mar, no conseguimos ni ver. Sigo sin comprender lo que hago y siento. Igual, no es tan importante. Sólo estar en el sitio preciso en el momento preciso guarda algún valor.

De mantener por tanto tiempo la vista alzada hacia la estatua, el sol sobre mis ojos llega a volverse insoportable y me torno al azul. Una figura en el agua. No llevo mis gafas y es demasiada la pereza para buscarlas dentro del bolso. Es un buzo, supongo. ¿Pesca? Leí en alguna parte de la llegada a Key West de un hombre montado en su tablita de windsurf. Seis horas y 33 minutos había durado la travesía desde Varadero. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Qué hará después? ¿Se cumplirán sus sueños? Él tenía destino, llegó a su destino. No camina por el malecón rumbo a ninguna parte.

Todos los días alguien se va. Todas las noches. El bulto que se mueve en el agua, ¿habrá pensado alguna vez en irse? ¿Lo estará pensando ahora? Por el momento, sólo pesca. Parece. Pero por estos días y a estas horas y con tanto sol sobre nuestras cabezas nada de lo que parece puede tenerse por cierto. A cada momento pueden acontecer lo mismo el milagro que el apocalipsis.

Sin percatarme he recomenzado a andar. Sigo rumbo a La Habana Vieja. Sigo pegada al muro. Tengo que apartarme para no importunar a una muchacha sentada en él, si paso demasiado cerca. Andamos todos muy desconfiados últimamente. No sabemos quién es quién. Lo que digo, nada es lo que parece. Ni el difuso puñado de hombrecitos ante Maceo, ni el bulto que parece un buzo que parece que pesca pero que no sabré nunca lo que hace, ni esta muchacha que conversa con las olas mientras sostiene un ramito de flores blancas. Sus labios se mueven, pero ella no lanza las flores. Al menos no ahora, que yo camino tan cerca de ella, observándola de soslayo. Serán flores para Yemayá. Ya Maceo supongo que estará recibiendo las suyas. Cuando al fin las tire al mar, ¿será en agradecimiento, pidiéndole algo, lanzándole una pregunta? Y lo que murmulla, ¿serán rezos? ¿Estará rogando por ella o por alguno que partió o desespera por partir? Quizás no es nada de eso y apenas escudriña el horizonte esperando una señal, un regreso. Que solamente aguarde al amante, o que no lo quiera ya.

Casi llegando a La Habana Vieja un artista ha colocado una gran estatua de hierro, que también pudiera ser un buzo, en posición de loto. Digo, un artista, un buzo, una escultura, y es a tientas, porque por más que miro alrededor no hallo cartelito alguno con los datos de la obra. He decidido también que es una obra, porque cuenta, a pesar de su anonimato, con un guardián que como buen guardián dormita desenfadadamente a sus pies: un perro negro bajo el sol de todos, que, aprovechando la excepcional, mínima brisa ya en la Avenida del Puerto, hace su siesta. No puedo preguntarle a un perro callejero con ínfulas de guardián si aquello es una obra de arte, qué representa, quién la hizo. Google tiene que acudir a ayudarme y, sí, es una obra de arte. Pero no se trata de un buzo en posición de loto sino, según su autor, el español Xavier Mascaró, de un guardián, “un guerrero en actitud de meditación, inspirado en los guardianes de los templos antiguos”. ¡Otro más! La escultura de hierro, el perro, y cualquiera que se le ocurra aquí y ahora puede ser guardián. Me alejo. Sospecho que ya hay demasiados guardianes. Y muy pocos héroes. Como Maceo, al menos, ya no se fabrican.

Decido entrar ya en La Habana Vieja.

Xavier Mascaró, Serie “Guardianes”, Avenida del Puerto, La Habana. (Foto de la autora)

Y de alguna manera me sorprende la brisa. Todo depende de qué acera se toma, cuál calle eliges, la hora y el ritmo que imprimes a tu andar. Esta ciudad fue originalmente concebida para caminantes. Sabiamente ideada para que los habaneros jugásemos con sus sombras y luces, con el agobio y la brisa. La Habana es una ciudad, no una granja. A pesar de que pollos, gallos y gallinas ahora se paseen libremente por calles tenidas por céntricas, residenciales. Recuerdo que, en los noventa, cuando comenzó el Período Especial, unos gruñidos aquí o allá delataban al cerdo que escondía algún vecino en su bañera. Pero no tengo memoria de haber visto entonces al gallinero completo deambulando con descaro, tan seguros todos de sí, desafiando por igual a gatos flacos, bicicletas y hasta guaguas —como veo cada tarde a dos pasos de la calle Línea, en El Vedado. Con todo, yo insisto en querer creer que La Habana no es una granja.

Calle D, El Vedado, Habana. (Foto de la autora)

Al menos eso confirmo cuando ya en la calle Obispo entro a una de las pocas librerías funcionando como lo que son que nos queda: La Fayad Jamis. Voy a por libros, pero me quedo fascinada junto a una veintena de niños de primaria que aun más fascinados están respondiendo a curiosas adivinanzas, cantando y siguiendo el hilo de historias que con mucha gracia les cuenta una maestra que no es maestra sino un hada. Ella da todo de sí allí, en el calurosísimo salón de la librería. Los niños lo reciben todo y se entregan todos a su magia. Y yo me dejo envolver por el calor y el entusiasmo. Saco abanico y por debajo de la máscara que todavía llevo, sonrío.

La última actividad requiere que tres de los niños improvisen cuentos. Escucho historias de un rey taimado, de una hermana bondadosa y otra egoísta, de hacer el bien y derrotar a los malvados. Tan simple y tan total. Hay que aplaudir. Quiero aplaudir. Hemos todos olvidado los celulares, la carencia y las esperanzas rotas, por unos minutos. La fantasía está ahí. Sigue ahí. No importa cuánto calor haya afuera ni cómo proliferan los guardianes; si el buzo es un buzo, si pesca o se aleja; si la muchacha reza o llora o espera o abandona sentada en el muro del malecón; y si, a sus espaldas, los viejitos de guayabera blanca pronuncian un discurso breve por el natalicio de Maceo u organizan la cola del pollo. Y yo quisiera entonces preguntarles a estos chicos en la librería que me digan, con toda esa fantasía en sus cabecitas, cómo ven, cómo imaginan a La Habana.

La Habana no es una granja, no.

Tampoco es París o la Tegucigalpa del Caribe, como poco antes de la Crisis de los Misiles de octubre de 1962 la comparara el Sergio Malabre de Memorias del subdesarrollo.

¿Qué es, entonces?

El amigo Erick Mota, escritor de ciencia ficción, me ha dicho con su lucidez afrofuturista que La Habana no existe, que ha sido inventada por gente de otras provincias porque en algún lugar había que depositar todos los males de la nación. Yo pienso en la mulata fundacional, Cecilia Valdés, en cuyo cuerpo Villaverde depositara, concentrados, los mayores perjuicios coloniales contra la posibilidad de inventarnos como país moderno, independiente, “civilizado”. E imagino, o tal vez escucho de veras, por sobre el cacareo de las gallinas y el tronar de los discursos, el perpetuo chancleteo, un vaivén imperturbable pero sin rumbo por las calles de La Habana.

Y es que no, esta ciudad no es una granja. Y a mí, que en sus calles y junto a su mar pierdo el destino, a mí la verdad que, sea lo que sea, adentro o afuera, a mí me encanta ser habanera.

 

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