La Habana-París-NYC (en cualquier orden, desde cualquier lugar)

Ese es el verdadero secreto de todas las ciudades: su ritmo interno. Somos de ellas cuando nuestros cuerpos lo siguen sin que alcancemos a pensarlo.

“La luz, bróder, la luz” (La Habana). Foto de Flavio Clermont

Y se borrarán los nombres y las fechas

y nuestros desatinos

y quedará la luz, bróder, la luz

Y no otra cosa

Sigfredo Ariel

Quisiera hablar o más bien especular acerca de las elecciones presidenciales, que es lo que últimamente muchos tenemos en mente todo el día y a todas horas; pero se atoran las palabras en mi garganta —tal es el espanto que inspira la posibilidad de caer aún más en el infierno recalentado por tanta gente rancia y con gorrita punzó. Por eso, quienes cuentan con el privilegio de votar, úsenlo hoy. Mañana será tarde.

Entretanto, acudo a las ciudades, me refugio.

Las ciudades se escogen y por ellas somos escogidos.

Parecen regalarse a quien pasa por ellas, acunando por igual al turista y al habitante bajo su manto de anonimidad. New York y París, Tokio y Casablanca, allá adonde viajan los amantes buscando esconderse, que la explosión que son no retumbe y no tumbe.

Pero es todo engaño: no son de todos y para todos las ciudades.

No basta con escogerla, a una ciudad hay que ganársela.

Hace muchos años a Ginebra preferí París. En una sólo conseguí permanecer algunas horas taciturnas, sin jamás regresar; a la otra también la he caminado triste, pero hasta el día de hoy no he logrado desprenderla de mi piel (tampoco lo he intentado).

Era verano, no tenía dinero y en lugar de tomar el metro iba andando a todas partes. Cierta tarde desemboqué en Chateau Rouge, al pie de la colina de Montmartre. Ni la Tour Eiffel, ni los Champs Elysées, ni el Louvre o las vitrinas de las boutiques en Saint Germain-des-Près me habían convencido del todo. En el otro extremo de la ciudad, medio escondido, el Marché de Chateau-Rouge. Sólo precisa, sin embargo, el turista extasiado en la escalinata de la Basílica de Montmartre torcer sus pasos a la derecha y en nada se plantaría en pleno mercado africano. Plátanos maduros para freír, incienso, dátiles, carne halal; el vocerío en lenguas desconocidas haciéndome tomar una decisión que definiría quien hoy soy: París, no Ginebra.

Rue Vielle du Temple, 1994. Foto de Peter Turnley

Mas cuando al verano siguiente volví, para definitivamente instalarme en la ciudad, comprendí desde el primer día que no sería fácil sobrevivir en París: en el quiosco de la RATP de la Cité Universitaire, la empleada se resistía a comprender mi francés —excelente según mis maestros de la Alliance Française— y a duras penas conseguí que me vendiera un ticket semanal para el metro. Luego fueron las largas colas en escaleras de frías buhardillas que esperaba alquilar: sin prueba de domicilio, no podía presentarme a la prefectura de policía de la rue Miollis y solicitar el permiso de estadía como estudiante. Pero nadie me alquilaba apartamento: tan niña, tan negra, tan caribeña… ¿cómo podían los propietarios de aquellos cuchitriles que rentaban a precios exorbitantes confiar en mí? Finalmente, gracias a mi madre, encontré un minúsculo estudio (13 metros cuadrados). También hubo que buscar trabajo: pero ni los administradores de los McDonnalds me tomaban en serio. Con una vecina argentina tan desesperada pero de buen humor como yo, nos levantábamos antes del amanecer para repartir periódicos gratuitos a la salida del metro. Temblando de frío, hambrientas.

Al final, sin embargo, me gané la ciudad.

Hace dos años, en mi más reciente visita, comprobé que a pesar de haberla abandonado quince años atrás, aún me acogía; que se alegraba de recibirme otra vez: ya sin hambre ni frío, aunque siempre mi cuerpo dejándose llevar por sus ritmos internos, ágil y libre y libertino como el de una rata cualquiera del metro de París.

Estación Bastille (París). Foto de Flavio Clermont

Ese es el verdadero secreto de todas las ciudades: su ritmo interno. Somos de ellas cuando nuestros cuerpos lo siguen sin que alcancemos a pensarlo.

Nos sorprende, entonces, el cuerpo arrastrándonos escaleras arriba en el metro haciéndonos tomar por una salida que nos deja más rápido frente a la puerta de la panadería a la que nos hacen entrar y comprar un pain aux raisins, del que solamente nos percatamos tras la primera mordida, una vez tragado el primer pedazo.

¿Cuándo volveré a París?

Volver es un verbo tramposo. Mucho más ahora, en días de transiciones. ¿Volver? ¿Adónde? ¿Quiénes? ¿Qué y quiénes quedarán después de todo lo que ha sido, lo que es, lo que viene llegando? Es noviembre, y sea cual sea el veredicto electoral, después, todo puede cambiar. Ni siquiera imaginamos cómo.

Hay quienes vaticinan la hecatombe; asumiendo que el virus, el confinamiento, la crisis, nadie sabe realmente siguiendo qué lógica, le han quitado la razón de ser a las ciudades. ¿De qué sirve vivir en Manhattan si los teatros, los restaurantes y museos están cerrados; si no hay fiestas en las azoteas y uno tras otro los comercios se declaran en bancarrota? —se quejan así quienes han dejado la ciudad, regresando a los suburbios. Insisto, regresando, porque sólo el que no es urbano de verdad confunde NYC con Manhattan y se apresta a empacar y abandonar la ciudad en cuanto le cierran el Starbucks de la esquina.

World Trade Center Station (NYC). Foto de Flavio Clermont

New York era el sitio al que todos antes de la pandemia iban o querían ir al menos alguna vez. New York y París, que siempre me han parecido una de esas viejas parejas cuyas querellas ya no escuchamos más que como ruido de fondo, pues sabemos que se amarán y odiarán con la misma intensidad por una eternidad. Porque de eso sí no dudábamos, en toda circunstancia, la ciudad nos sobreviviría. Y ella nos convocaba y sin remilgos comparecíamos, pagando lo que hubiera que pagar, turistas, artistas, empresarios o aspirantes a lo que sea o wannabes sin rumbo, o gente de provincias como yo, que vive lo suficientemente cerca de New York como para despertar cualquier sábado y sobre el desayuno, tras un bostezo y corroborar que ese día no nevaría, echarse un trapo encima, correr a encender el carro y llegar al George Washington Bridge en dos horas. ¡Respirar! Sí, respirar la malsana argamasa de hollín y suciedad, soltada en precisos ramalazos, despertándonos.

Ya no.

Se llega a NYC ahora como debe ser, con nariz y boca cubiertas, a lamentar la ausencia de la carcajada y el grito que solían sorprendernos al cruzar una avenida, a darnos de bruces con la puerta clausurada del restaurante preferido, recorrer con la mirada los anaqueles vacíos de una tienda a punto de cerrar para siempre.

Ausencia, silencio y duelo; pero igual se vuelve a la ciudad. Porque yo también lo creo: NYC no muere. New York cambia, se reinventa, pero no desaparece. New York vaciado de turistas y apresurada gente de negocios es otro New York: el de sus incondicionales, los que la conocen de veras —sea por decisión propia o por no quedarles de otra— y no han querido alejarse de ella o no tienen otro lugar adonde ir. Los unos y los otros, son estos los elegidos por la ciudad. Y allí están. Sobreviviendo y haciendo perdurar la ciudad que los aplasta y sostiene a la vez: energía circular.

World Trade Center Station (NYC) Foto de Flavio Clermont

Aunque va y tienen razón los apocalípticos y puede que mueran todos los cines, los teatros, los restaurantes y museos y cafés y las tiendas y hasta los parques donde solíamos hacer picnic algún que otro domingo de julio. Quizás le queden a la ciudad los días contados, destinada a ser recordada apenas como un vestigio del siglo XX.

¿Permanecerá algo en pie? Con suerte, nuestros cuerpos. Guiando a los fieles descerebrados que persistimos en volver a la ciudad fantasma, resbalando sin sentido Broadway abajo. Extraña esta New York sin cláxones de buses ni literalmente arrolladores cabs ni gente gritándole a su iPhone, o a quien estuviera del otro lado de la línea, salpicando de saliva la pantalla y todo lo demás. Nada de eso ya. Seis pies de distancia. Máscara obligatoria. Miedo. Mucho. Y la muerte.

Fue la pasada primavera que conocimos de la existencia de aquella isla desierta, no lejos del Bronx, Hart, donde sepultureros cubiertos de trajes protectores negros y blancos cubrían de tierra cajas con cadáveres desconocidos, de gente no recordada por nadie, sólo reclamada  por el coronavirus. De basta madera eran los ataúdes para los desahuciados neoyorquinos. En Guayaquil, solamente los menos desafortunados consiguen de cartón.

Parece también más sucia ahora New York. Tampoco es que me importe. Soy habanera. Y si, en París, fueron el sabor de los plantains y la suavidad que en mi pelo dejó el beurre de karité vendidos por marroquíes y senegaleses, los que me hicieron escogerla; sería en New York la causa aquel vaho de la primera noche que pasé en ella. Hedor a gas y alcantarillado prendidos del aire lo mismo en Union Square que en Williamsburg, en verano. Excrecencias en justa dosis combinadas con el salitre del Atlántico cuando se le junta el agua de los ríos. Como en La Habana, que no está exactamente en el Atlántico o en el Caribe porque no está exactamente en ningún sitio pues ninguna ciudad está exactamente en un único lugar. Las ciudades verdaderas existen en un emplazamiento propio, enigmático, sin coordenadas que las sujeten a un modo específico de ser. Y es tal vez por eso que los mandamases de todas las estirpes suelen mantener una relación tan ambigua —más bien de odio, dirían quienes los conocen de cerca— con las ciudades. Llegar victoriosos a su centro, mostrar que las han doblegado, sella como absoluto el triunfo. Pero los mandamases son poco hábiles en escrutar el aliento más íntimo de las ciudades, que al final se burlan de ellos. Son eternas; y los mandamases, esos vanidosos, no perdonan la inmortalidad ajena.

Como a París, a La Habana no sé cuando volveré.

Por ahora he de quedar, justo en el umbral de noviembre, pendiente y pendiendo de las transiciones del momento. Me agarro entonces de la luz filtrada por las escuálidas hojas de un arce, ni en La Habana, ni en París, ni en New York; solamente en New England. Lenta luz de un sol otoñal. Sol cansado de ser sol. Porque, aquí, ni la demasiada luz forma otras paredes con el polvo ni nadie se va a detener, en medio del bosque, a soltar como quien no quiere las cosas un verso así, “la luz, bróder, la luz”. Con acento en la o y con d. Dicho en cubano. Aunque no en cualquier cubano, sino en el justo tono en que en Centro Habana habla un cubano de cualquier provincia de la Isla o de su más allá, un mediodía o una tarde o casi llegando a las 12 de la noche —la hora es lo de menos, pues en La Habana como todo el mundo sabe siempre es igual el sopor. Así es que sólo importa eso, que sucedan en Centro Habana estos hechos.

Y nada más.

La Habana. Foto de Flavio Clermont

 

 

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