Pasando por blancos o los verdaderos colores del mestizaje cubano

El mestizaje, además de feroz y mágico, doloroso o romántico, tormento, sabrosura, según se le quiera interpretar, es uno de los fenómenos más insidiosos que existe.

Foto: Kaloian Santos.

Negra soy, en toda circunstancia y escenario. Nunca podría pasar por otra. Quizás por eso me han resultado siempre curiosas las estrategias desplegadas por muchos en lo que podría considerarse otro deporte nacional: “pasar por blancos.”

Hay abundante magia y tragedia en cada eslabón de un complicado engranaje que, desde tiempos coloniales, funciona implacable en las sociedades latinoamericanas. En los territorios colonizados por las metrópolis ibéricas, el mestizaje rebasaría su primaria dimensión biológica para, independientemente de su intensidad, devenir importante instrumento de movilidad social, propiciando el progreso según se aclare la piel y se desdibujen las facciones negroides o, como suele decirse comúnmente, se “mejore la raza”. Entretanto, en el norte anglosajón no fueron acordadas iguales oportunidades al sujeto mestizo. Es por eso que aquello que muchos llaman “la raza”, pues escogen considerarla una realidad y no una construcción histórica, política y socio-económicamente determinada, no puede en apariencia ser “mejorada” en los Estados Unidos.

Sin embargo, el mestizaje, además de feroz y mágico, doloroso o romántico, tormento, sabrosura, según se le quiera interpretar, es uno de los fenómenos más insidiosos que existe. El mestizaje ha sido siempre pandémico: se da en todas partes cuando menos se le espera y propicia. Así es que, aunque mucho menos estructurado que en Latinoamérica, el mecanismo de “pasar por blancos” también tiene escuela en los Estados Unidos.

Passing | Official Trailer | Netflix

Nella Larsen en 1929 titularía Passing (Pasando) a la novela en cuyas páginas recrea la complejidad del fenómeno. Noventa y dos años más tarde la realizadora británica Rebecca Hall retomaría el drama de Irene y Clare, dos amigas mestizas que sea muy ocasionalmente o en permanencia escogían pasar por blancas en la entonces estrictamente segregada sociedad estadounidense. Subyace entonces de una escena a la otra la cuestión de la elección posible y la angustia subsiguiente, dirigiendo silenciosamente miradas, pasos, gestos y destino. La sutileza con que Larsen llevaba al lector la trágica experiencia que envuelve tanto a estas mujeres mestizas como a su inmediato entorno permanece en la película de Hall. Como las protagonistas, la escritora y la cineasta han sido también mujeres mestizas de clara complexión, el fruto de parejas birraciales en las que la historia afrodescendiente nunca fue completamente conocida por ellas. Los personajes de Irene y Clare fueron interpretados por las actrices afro-estadounidenses Tessa Thompson y Ruth Negga y, respetando la sugestiva delicadeza de Larsen, para la producción de Netflix Hall recurrió al filme en blanco y negro, al expresivo minimalismo en la banda sonora y la fotografía, buscando trasmitir la ambivalencia y la subjetividad esenciales al proceso de “pasar por blancos”, del mestizaje en general.

Del blanco al negro hay tantas tonalidades, tantas posibilidades e imposibilidades. ¿Dónde estaría entonces la verdad? ¿Nos es acaso dado acceder a ella? ¿O será el mestizaje en sí la única verdad a cuyo conocimiento podría aspirarse, como han persistido en convencernos los ideólogos del mestizaje nacional desde hará cosa de un siglo, más o menos?

Afirman los cubanos que “el que no tiene de congo tiene de carabalí”, pero también suelen preguntarse “¿y tu abuela dónde está?”. Y la afirmación y la pregunta circulan ampliamente, en un y otro sentido, se entrecruzan, se anudan y separan y se muerden la cola la una a la otra, mientras recorren una infinitud de vericuetos existenciales en los que aboca el mestizaje: de lo blanco a lo negro, en ida y vuelta, del orgullo a la vergüenza, entre la aceptación de lo que se es y el miedo al desenmascaramiento. Un complicado balanceo entre el poeta Plácido y la chancletera Cecilia. Los dos Valdeses repetidos ad libitum en la Wunderkammer cubana.

Estatua de Cecilia Valdés en La Loma del Ángel, La Habana.

Nos recordaba recientemente la historiadora Ada Ferrer en su indispensable Cuba: An American History los orígenes de Diego Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), abandonado en 1809 en la Real Casa de Beneficiencia de La Habana por su madre —una bailarina española— a los dieciocho días de nacido. Su padre era un barbero mestizo y posiblemente la bailarina no podía o no quería cargar con la deshonra de reconocer un hijo no blanco. Pero el padre lo recogió y llevó a vivir con su madre y sus tías. Reconocido poeta de corte romántico, es sin embargo el trágico destino —el fusilamiento en 1844— que le depararía su supuesta implicación en la Conspiración de La Escalera, el suceso que sella la entrada de Plácido en el panteón histórico insular.

Por su parte, meneando la bata y dando chancleta, desde el siglo XIX se pasea Cecilia Valdés por el imaginario nacional, venerada, su rostro repitiéndose en cuanta imagen de la cubanía que dentro y fuera de la Isla se nos ofrece. Esa es la mujer cubana, “la mulata blanconaza”: trigueña, voluptuosa, de piel blanca sin ser pálida, mestiza pero más europea que africana. Porque es innegable que la teoría del mestizaje nacional ha sistemáticamente promovido la imagen de una Cuba mestiza donde lo más oscuro de ella permanece como lejano aporte, raíz cultural, rezago del pasado. Curiosamente, llegó Nicolás Guillén a formular su concepto del “color cubano” desde una inequívoca postura exaltadora de lo negro. “Como soy un yoruba de Cuba,/ quiero que hasta Cuba suba mi llanto yoruba (…) Negros y blancos, todo mezclado;/uno mandando y otro mandado,/todo mezclado”, alega en su “Son número 6” (El son entero, 1947). Pero esos cuerpos negros, sobre todo los cuerpos de las mujeres negras, cuyos muslos y vientres sabían más que sus cabezas (“Madrigal”, Sóngoro Cosongo, 1930) y cuya presencia, repetía el poeta, habría de limitarse al meneo sobre la pista de baile, eran relegados a la sombra. Aceptar la aparición de su cuerpo en el centro del escenario equivaldría a reconocer el protagonismo de la mujer negra en el celebrado mestizaje; afirmar abiertamente que este no habría podido ocurrir sin ella; y que esa participación estuvo signada por la extrema violencia cometida sobre ese cuerpo: la violación sistemática. ¿Y tu abuela dónde está? La mujer negra permanecería entonces en la popa del barco del mestizaje —cierto, sin timonel— pero el hombre blanco quedaba en la proa. Así presentaba Nicolás Guillén el mestizaje en “Un son para niños antillanos” (El son entero). Eso aprendimos, eso repetimos, eso creen muchos que somos; y la mujer negra entretanto se queda escondida detrás del gran espectáculo del mestizaje. Un espectáculo entronizado como la definitiva fábula de lo cubano.

Porque, en Cuba, “pasar por blanco” no es la anomalía que constituye el passing en los Estados Unidos. En Cuba y el resto de Latinoamérica se han con paciencia construido andamiajes sociales que sólidamente lo soportan. El passing, podría decirse, es ya estructural, parte de la naturaleza nacional.

Conciencia negra en Brasil: el tránsito de “mulatico” a cubano negro/afrodiaspórico

Mas, sigamos repasando -sólo a modo de ejemplo- algunas reincidentes curiosidades por aquí, por allá: nadie olvida en Memorias del subdesarrollo, la película de Tomás Gutiérrez Alea de 1968, el aturdimiento que consiguen las escenas iniciales, ritmadas por el constante estribillo pachanguero, “¿Dónde está Teresa? ¿Dónde está Teresa?”, que ni siquiera es acallado por los repentinos tiros, la caída de la víctima y la recogida del cadáver por las fuerzas del orden. En pantalla queda fijo entonces el rostro sudoroso de una mujer muy negra, a la que sucederán las imágenes de ricas familias blancas partiendo al exilio en los tempranos sesenta. Imágenes como la de esa mujer negra —cuya presencia en el filme es atribuida, aunque no ha sido debidamente acreditada, a Nicolás Guillén Landrián (sobrino del Guillén del “color cubano”)— no volverá a aparecer, ni en Memorias ni en casi ninguna otra película cubana. En la misma cinta se destacaría una jovencísima pero ya talentosa Daisy Granados, interpretando el papel de la bella Elena, que representa una Cuba ante y dentro de la cual el protagonista Sergio se extravía, entre fascinación y rechazo. Años después (1982) Daisy Granados encarnaría a la mulatona fundacional y abanderada del blanqueamiento, Cecilia Valdés, bajo la dirección de Humberto Solás. Otra vez, siempre, Cuba, porque es innegable que su físico de “mulata blanconaza” rinde a la perfección la imagen de la nación preferida por los cubanos: la mulatez ideal que no traiciona la africanía latente, necesaria para la consecución del producto final pero hábilmente invisibilizada y silenciada. A Daisy Granados la han llamado “el rostro del cine cubano”; lo cual induce a preguntarnos a quiénes representan actrices como Hilda Oates, Asenneh Rodríguez o Monse Duany. ¿Quiénes son esas mujeres negras? ¿Será otro el cine que les corresponde? ¿Son entonces, oficialmente, las otras? No han sido en todo caso ellas regularmente escogidas para interpretar papeles protagónicos en el cine o la televisión.

Así es cómo en 1999 a nadie sorprendería ver, en la cinta Las profecías de Amanda, a Daisy Granados en el rol de Amanda Fernández, una carismática y por supuesto cubanísima vidente que gustaba además de disfrazarse de cantaora española. Lola Flores era su ídolo: porque si Lola era la Faraona de España, Amanda era la Faraona de Cuba —explicaba el personaje. Y así vamos alcanzando el presente. Presente que tanto parece pasado.

Recordemos cómo, a un tiempo que Eusebio Leal organizaba en los noventa la restauración de La Habana Vieja, devolviéndola a la era colonial —para bien o para mal, que todo tiene su pro y su contra, en dependencia de quien lo goce o lo sufra— resurgió una constelación de sociedades y asociaciones ibéricas, reclamando el legado de inmigrantes procedentes de las diferentes regiones en la antigua metrópoli, pero también de pueblitos e insignificantes villorrios; las autoridades españolas registran oficialmente casi un centenar de instituciones de este tipo en la Isla). No corrieron igual suerte, desafortunadamente, las antiguas sociedades de color que existían en La Habana y otras ciudades hasta que fueran cerradas en 1961. Han de ser indudablemente múltiples las causas de este desbalance en el reconocimiento contemporáneo de las supuestas raíces de la cultura nacional; mas lo cierto es que los que se identifican como descendientes de españoles cuentan con estas organizaciones de ayuda mutua en el presente. Fue en fin de cuentas con tal propósito que los negros y mulatos que no podían pasar por blancos crearon y mantuvieron durante la República sus propias sociedades. Quizás hoy debería estarles permitidos reabrirlas, crear sus asociaciones independientes. Y, no, ni la Casa de África ni la Sociedad Yoruba de Cuba ni el Conjunto Folclórico Nacional cumplen con esas funciones.

Pero, regresando a las sociedades españolas de La Habana: dicen que se come bien en algunas de ellas y se organizan actividades culturales más o menos interesantes en otras. En la Asociación Canaria de Cuba “Leonor Pérez Cabrera”, solían hace unos años celebrarse, el tercer miércoles de cada mes, unos bailables famosos: salsa, timba, merengue, bachata y reggaetón. ¡Qué manera de sudar! Todo mezclado. Todo mezclado…

También a partir de los noventa florecieron las academias y compañías de baile español. ¡Qué orgullosas se veían las madres mostrando a sus niñas disfrazadas de bailarinas españolas! ¡Ah!, la bailarina española, ese tropo tan resistente, hasta en el siempre presto arsenal martiano encuentra apoyo. “Hay baile, vamos a ver, la bailarina española”, y al recordar los versos de “El alma trémula y sola” recupera también la memoria el poderoso canto de Annia Linares, otro rostro de la mulatez más conveniente, también célebre por su actuación como la negra liberta Dolores Santa Cruz en la zarzuela de Gonzalo Roig. Por cierto, ¿no es el suyo un blackface, en la puesta en escena de Cecilia Valdés de 1989 en el Teatro Nacional de La Habana? Y, para los nostálgicos del Bufo y otras experiencias coloniales, el blackface se repitió en Miami veinte años después en el show televisivo “La descarga con Albita”. Musicalmente magistrales son las interpretaciones de Annia Linares, sin dudas; pero ¿en blackface? ¿Aún? En fin, de Miami a La Habana, un solo pueblo. ¡Pó-pó-pó! y ¡Ole con ole con ole! Todo mezclado…

Todo mezclado: la lentejuela, el mantón de manila, la bandera cubana. ¿Se perciben ya las infinitas complicaciones del “pasar por blancos”? No es extraño entonces que se haya celebrado tanto en ciertos ámbitos la imagen de la madrileña Beatriz Luengo, envuelta de cubanía simbólica en el acto de premiación de los Grammy Latinos. Bien abrazada a su negro, a la bandera, a Celia Cruz y Gloria Estefan y Dulce María Loynaz, todo en una misma frase y en un mismo tono, porque, ¡todo mezclado! ¡todo mezclado! Porque, si no se le pregunta al espíritu atormentado y atormentador del poeta Plácido —ese aguafiestas de la idílica fantasía nacional del mestizaje—, ¿qué diferencia podría encontrarse entre la bailarina española y Cecilia Valdés? Se parecen tanto. Todo mezclado. Todo mezclado. Las dos se confunden en una única imagen, inspirando el arquetipo legitimador de una conciencia nacional donde “pasar por blanco” es la imperecedera, implícita estrategia para cotidianamente ser.

Y una vez más, quienes no pasamos por blancos permanecemos fuera del gran espectáculo nacional. Dos posibilidades nos son sin embargo dadivosamente ofrecidas. Una sería quedar al borde del camino viendo pasar la carroza que exhibe en su más alto estrado, aceptando reverencias, la “mulata blanconaza” que termina siempre siendo la reina del carnaval, aun si es sólo el ideal insistentemente recordándome que una mujer negra es la “otra” cubana, la de la popa. La segunda opción que nos es reservada es la de resignarnos a ser aplastados bajo el peso de la carroza cargada de íconos nacionalistas que no representan a los negros cubanos; llevándola en andas, un montón de cuerpos negros que nadie menciona y todos confunden. Siempre fuera y abajo. Nunca nosotros.

Y es que, para ser realmente nosotros, los negros y negras de Cuba, quizás, habría que olvidarse de una vez y por todas del carnaval, la carroza, sus reinas y reyes y, sobre todo, de la comparsa que aplaude y los sigue, de una orilla a otra, de siglo en siglo.

 

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