¿Y ahora qué?

Pero amanecemos, un día más. Nos levantamos y preguntamos ¿Y ahora qué?

Foto: Otmaro Rodríguez

Ya no hay esperanzas. Ni rastro de ellas. Las arrasó el fuego. Todas. No podemos rememorar cómo eran, cuántas teníamos, qué esperábamos, mucho menos recordamos si acaso hacíamos algo para cumplirlas.

No quedan esperanzas, pero no es en verdad culpa del fuego, porque todo no ocurrió de golpe, como dicen que ocurren las revoluciones, de un día para otro, sin esperarlas. No. Nuestras esperanzas las hemos ido perdiendo día tras día. Y no podemos contar tampoco cuántos días y cuántas noches hemos pasado viéndolas escurrirse, como agua sucia, por la alcantarilla. ¿Adónde habrán ido a parar? Y, ¿acaso importa, si ni siquiera nos es posible recordarlas?

No fue sólo el fuego. Mermaban poco a poco y bien que lo sabíamos: entre golpe y porrazo, a mentira limpia, mucho silencio, algo de incomprensión por allá, una pizca de olvido, otro tanto de desidia por acá, a granel la intolerancia. Desde una orilla y la otra, encontrándose a medio camino para desconocernos y apalearnos los unos a los otros, con más saña cada vez. Unos cuantos derrumbes, aquella terrible explosión de gas, huracanes, pandemia y recelo, la carencia, la protesta y su represión, el desatino, una sarta de leyes incongruentes, el insoportable embargo, la oscuridad de las calles, todos escapándose, en balsa y a pie, las colas, las colas, las colas, el calor… y un día, cuando ya no creíamos que se pudiera aguantar más, que no sería posible que ocurriera algo peor: ¡el incendio!

Inesperado. Tan inexplicable. Y no estamos acostumbrados a no tener explicaciones.

Por eso muchos han pensado en Changó, orisha del fuego, dueño de los relámpagos y el trueno. ¿Cómo no hacer responsable al orisha más pendenciero? No es difícil asociar la furia conque suele castigar a sus desobedientes hijos con el rayo que el viernes 5 de agosto cayó sobre la Base de Supertanqueros de Matanzas, provocando un incendio que tardó 160 horas en ser extinguido. A pesar de la valentía y el sacrificio de los bomberos cubanos, las consecuencias del incendio —el más devastador jamás ocurrido en la Isla— son todavía incalculables: además de los dos fallecidos oficialmente reconocidos y más de un centenar de accidentados, de los desaparecidos, cuyos cuerpos comienzan a ser descubiertos por los médicos forenses y el desplazamiento de la población matancera; además de la total destrucción de cuatro de los mayores depósitos de combustible del país y del drástico recrudecimiento del déficit energético; se prevén perjuicios a causa de la contaminación resultante. Sabemos que mucho más puede suceder. Ya estamos seguros de que nunca podemos creer que hemos llegado al tope del infortunio. Siempre habrá una nueva catástrofe al acecho.

¿Changó, de veras?, me pregunto. ¿Están ahí las respuestas? ¿Absolutamente todas las respuestas?

Y replican en letanía los que saben o creen que saben o dicen que saben:

Changó lanza rayos Changó quema Changó alerta Changó está harto Changó descontento Changó está cansado.

Pero, sigo indagando, ¿quién estaría más cansado? ¿Changó o el pueblo? De qué sirven los rayos de Changó si al final no es la alerta de que estamos haciéndolo todo mal lo que realmente importa, sino los muertos, los quemados, los desplazados, el petróleo que ardió y se perdió, los gases tóxicos ahora ahí, contaminándolo todo. Fuego y azufre derramó el dios de los cristianos sobre Sodoma y Gomorra como castigo; y dicen los informados que así también es el infierno: fuego y azufre por doquier.

Ah, ¿qué querrá entonces Changó? Y ya a estas alturas tampoco creo que valga la pena enterarnos. Tal vez ya caímos, ya desaparecimos. En definitiva, en el infierno no es posible abrigar ilusiones. No hay nada que esperar.

¿Será Changó de los nuestros? ¿Está con nosotros? Pero, ¿quiénes somos nosotros? En esa pregunta se esconde quizás el meollo de la cosa. ¿Qué cosa? “¡Que cosa la costurera!”, no puedo ni en estos momentos evitar el recuerdo del estribillo de Los Van Van. Pero la costurera no va a coser más porque no tiene electricidad. Y todo, según algunos, por Changó y sus truenos. ¿Una advertencia? ¿De qué? ¿Qué es lo que deberíamos hacer? ¿Hay algo que podamos hacer? No tiene sentido especular en torno a las razones de Changó, que de seguro le sobran.

También están los que alcanzan a leer el rayo y el incendio en clave política y extienden con aplomo sus argumentos. Esos, son los intransigentes. Unos culpan al gobierno y los otros al embargo. Lo tienen todo pensado. Saben quién tiene la culpa y qué fue lo que falló. Conocen las respuestas y nos dicen qué tenemos que hacer. Debe ser mucho más simple todo si sabes que hay dos bandos y uno es siempre el culpable y el otro es siempre el inocente. Que uno erra y el otro actúa correctamente. En todo momento. En cada circunstancia. Capaz de que me convenzan. Tal vez, en el fondo, deseo que ocurra un milagro y lograran convencerme. Convertirme, a una secta. Cualquiera, los de un lado o los del otro. Los que están a favor de una cosa o la otra. O en contra de esta cosa y no de la otra. Los que saben de la cosa cuando yo vuelvo a preguntarme: ¿qué cosa? Y ya sabemos qué pasa con la costurera que debía coser y arreglarnos el asunto de la cosa.

Lo peor es que la costurera, aunque le pongan la luz dos horas al día, no coserá más; porque a la costurera también se le agotaron las esperanzas.

Cuando has perdido las ilusiones no quieres o no puedes pensar. Algo muy fuerte duele adentro y no hay razones contra eso. Cada cual trata de curarse como puede. Si es posible la sanación. Tal vez no. Pero lo intentamos, somos porfiados. De todas las opciones, la única que me parece loable es la de aquellos que consiguen hacer realmente algo: los que salvan a los demás, apagan el fuego, recogen los escombros, donan sangre, curan a los enfermos; los que desde lejos recogen medicinas y alimentos y los envían o se montan en un avión y los llevan a la Isla, aliviando penuria y angustias. Luego estamos los demás, los menos heroicos o decididos. Hay quienes se sumergen en la Cábala, leen la Biblia, revisan la Letra del año tratando de interpretar los exabruptos de Changó, los que se suben a un podio y se deshacen en invectivas contra aquellos y estos aquí y allá; otros se empinan una botella de ron o de whiskey o de vodka y los hay que se fuman un pito de marihuana o inhalan unas rayitas de más. Yo, después de dar lo que pude dar, bailé. Para no pensar. Ni lo bueno ni lo malo. Estúpidamente, bailaba. Para que no doliera tanto. Sudaba. Fui sólo un cuerpo sudando. A ver si se derretía. A ver si se gastaba. A ver si se caía. A ver si dejaba de aguantar. A ver si no veía nada más: ni noticias, ni discursos, ni plegarias, ni conversatorios, ni pronósticos, ni lamentos ni chistes fuera de lugar. Y cuando termina la música y ya no queda nadie con quien seguir dando vueltas, pretendo que estoy cansada y me tiro en la cama, sin ganas, sin ilusiones. Para no dormir.

Pero amanecemos, un día más. Nos levantamos y preguntamos ¿Y ahora qué? Es un gesto que sabemos inútil, porque tan hartos de todo estamos que hemos terminado por convencernos de que no obtendremos respuesta: ni de Changó, ni del dios de los cristianos, ni de los políticos y los politógos, de los comentaristas y los influencers, los poetas y los adivinos; de ninguno de esos que todavía creen que se las saben todas. Pero ya no. Ya nadie sabe nada. Ya no hay más. Al contrario, somos cada día menos. Tampoco hay petróleo. Se calcinaron las esperanzas. Ni la imaginación de lo que deberíamos esperar nos queda. Apenas cenizas. El vacío.

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