Allegro bárbaro

"En este contexto cultural insólito por su diversidad, vibración, democratización de la cultura, donde todo se aceleraba, tuvieron lugar los encuentros en la Biblioteca Nacional donde artistas y escritores dialogaron con el liderazgo revolucionario."

Desfile escolar en La Habana, 1960.

La objeción de Alfredo Guevara al documental PM, de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, en 1961, se interpreta por algunos como el gérmen de una larga marcha de conflictos en torno a la libertad de expresión en el arte, la literatura y el pensamiento, que llega hasta hoy.

Antes apunté que la nacionalización de las distribuidoras extranjeras había puesto en manos del ICAIC la exhibición de todo el cine, y que su primera decisión significativa había sido excluir de circulación 87 películas extranjeras, calificadas de colonialistas, racistas, falsificadoras de la historia, anticomunistas, o simplemente muy malas. Esa decisión, cinco meses antes del affaire PM, no provocó ninguna reacción alérgica en los medios culturales, más bien al contrario.

Lo que ocurrió a partir de entonces, según revelan los datos sobre la exhibición cinematográfica, fue la formación de un espectador de cine que aprendió a ver películas diversas en las salas de todo el país. Como en las demás áreas de la cultura y la educación, esa transformación en los espectadores no respondió al libre juego de la producción y el mercado, sino se generó desde el poder, como suele ocurrir en las revoluciones.

Si la prohibición de aquel documental no puso un candado al consumo cultural, sí fue el fulminante de un diálogo mayor entre política y arte, protagonizado por escritores y artistas, dirigentes de la cultura, y Fidel Castro. Según numerosos intérpretes de la historia, ubicados en orillas opuestas, ese discurso encerraría, como una lámpara, el genio de la política cultural a lo largo de la Revolución cubana.

Los que califican a este genio de maléfico, afirman que aquel acontecimiento expresó cómo una entidad denominada el Poder, con mayúscula, se empezó a ejercer sobre la libertad de expresión artística de unos inermes creadores; y puso en marcha la estigmatización ideológica y la marginación de los escritores y artistas nucleados en torno a Lunes, el semanario cultural del diario Revolución, que había respaldado el documental.

Puede parecer extraño, sin embargo, que esto ocurriera, cuando el ICAIC y el periódico Revolución estaban dirigidos por militantes del mismo Movimiento 26 de Julio. Una ecuación Poder-Arte no parece explicarlo tanto como una matriz de diferencias dentro de ese mismo “Poder.” De manera que su desenlace posterior, incluido el cierre de Lunes, no tendría causas relacionadas con el rango de patrones estéticos admisible, tipo realismo socialista soviético, sino con conflictos políticos que no han escaseado en 60 años.

De manera que aquel no fue un pugilato en torno a la exhibición de una película efímera y sin mayor trascendencia artística, donde un grupo de noctámbulos bebían, bailaban y se gritaban, en bares de Regla y el Coney Island de Marianao. Tampoco resultan explicables, a partir de eventos puntuales, otros enfrentamientos  que han seguido atravesando instituciones académicas y culturales, y también organizaciones de la sociedad civil, iglesias incluidas, desde entonces hasta hoy.

A riesgo de redundante, señalo de nuevo que racionalizar actitudes y situaciones actuales a partir de una imaginación retroactiva forma parte de hábitos y mentalidades que construyen el pasado como representación teatral, y que no merecerían la pena considerar si no fueran pan nuestro de cada día.

Desde esta construcción del pasado desde políticas de la memoria más bien maniqueas, se tiende a caracterizar al grupo de Lunes, sus posiciones y comportamientos individuales como un bloque, y confundirlo con el reconocimiento de su lugar en la literatura cubana.  Si así fuera, los pichones de escritores que, en 1962, nos bebimos la épica revolucionaria de los cuentos reunidos en Así en la paz como en la guerra , y en los poemas de El justo tiempo humano, o las escenas de Electra Garrigó, donde se arrancaba el pellejo a la oligarquía cubana y sus maneras, habríamos tenido que simpatizar con las personalidades, gustos y modos de actuar de Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y Virgilio Piñera. Créanme que no.

La Cuba de 1961, incluso después de que los medios de oposición se retiraran, mantenía una diversidad de periódicos, con más estaciones y receptores de radio que el resto de América Latina y el Caribe, y hasta había inaugurado el uso de la TV, desde 1959, como medio para hacer política, lo que solo estrenaría en su campaña electoral de 1960 el candidato John Kennedy. 

En el campo de la producción editorial, la literatura, la historia, la política, el pensamiento, protagonizaron un boom de consumo. Este boom, ligado a la facilidad de adquisición de libros y revistas, en medio de un auge del empleo y el ingreso de las mayorías, era alimentado por una gama inaudita de editoriales e imprentas, librerías e instituciones educativas y culturales. Estas eran incomparablemente más que las distribuidoras cinematográficas, casi todas nacionalizadas a la altura de 1961, según mencioné. En aquel panorama había editoriales estatales, paraestatales, comerciales o privadas, y de organizaciones e instituciones, cubanas y también extranjeras.

Resulta reveladora la comparación entre la estructura de la exhibición cinematográfica que vimos antes y la de la producción editorial, en 1959-1962.

En contraste con la exigua circulación de películas cubanas entonces, las librerías ofrecían una cantidad de títulos nuestros que duplicaba la suma de obras del resto del mundo. Al mismo tiempo, la presencia de obras de Europa Occidental (60), América Latina y el Caribe (58) y el campo socialista (52) era muy pareja. Si se añaden las de Estados Unidos (13), Occidente le sacaría una moderada ventaja a esas otras regiones.

Predominaban los libros sobre la Revolución cubana (344) e historia de Cuba (97). El pensamiento crítico y la política, especialmente sobre el imperialismo y los movimientos de liberación nacional (38), y de marxismo (53), sobrepasaban con mucho a los de filosofía y ciencias políticas (33), tan temprano como en 1962. Este patrón reflejaba la radicalización del proceso desde sus primeros años, que también referí antes. 

Nada menos que Alejo Carpentier dirigía la principal institución editorial, la Imprenta Nacional (más tarde, Editorial Nacional de Cuba), creada por la Revolución en marzo de 1959. Como veremos, su catálogo no se limitó a literatura y política revolucionaria, ni a autores cubanos y latinoamericanos. 

Diversos organismos del nuevo Estado publicaban libros. La guerra de guerrillas (1960) del Che tuvo su edición príncipe por el INRA. El Manual de capacitación cívica del MINFAR, con casi 400 páginas, y un grabado de Carmelo en la portada, se convertiría en libro de referencia para la educación política en todo el país. Todavía los guardo.

Entre las universidades, que operaban con mucha autonomía, la Universidad Central de Las Villas (UCLV) descollaba por la revista Islas, dedicada a humanidades y antropología, y por sus títulos de historia, filosofía, psicología, folklore, literatura, y otras materias, con autores como Federico de Onís, Juan Marinello, Manuel Moreno Fraginals, Samuel Feijóo, Onelio Jorge Cardoso, Fernando Ortiz, Antonio Núñez Jiménez, Manuel Pedro González, Carlos Felipe, Marcelo Pogolotti.

Las numerosas editoriales e imprentas privadas producían de todo. La Tertulia puso en circulación Cuba no debe su independencia a los EEUU (Emilio Roig, 1961) y Los pasos perdidos (Carpentier, 1961 ); Nuevo Mundo editaría Cuentos negros (Lidia Cabrera, 1960) y casi toda la obra de Pablo de la Torriente Brau; Lex publicaría Azúcar y población en las Antillas y Manual de Historia de Cuba (Ramiro Guerra, 1961), así como las leyes del Gobierno revolucionario, junto a antologías de José María Heredia, Domingo del Monte, José Martí; Pensamiento político, económico y social de Fidel Castro (1959). Otras como Faro, Antena, Cenit, Luz-Hilo, Minerva, Orbe, Prensa Libre,  P. Fernández, Torres Aguirre, Ucar García dejaron obras que todavía llenan las bibliotecas del país.

El periódico Revolución respaldaba a Ediciones R, mientras Hoy lo hacía con Vanguardia obrera, Doctrina, y otras. En estas últimas aparecieron Los comunistas no ocultan nada (1959), de Blas Roca,  junto a recopilaciones de sus artículos de prensa; y el famoso discurso de Nikita Jrishov en el XX Congreso del PCUS de 1956, que contenía la crítica a Stalin. También pusieron en circulación, curiosamente, el marxismo chino: Liu Shao-Chi (Cómo ser un buen comunista y Sobre la línea de masas del Partido), así como a Mao Tse-Tung (Sobre la contradicción y Contra el liberalismo), en 1961.

Ediciones R y El Puente, muy distintas en filiación literaria, homogeneidad política, manejo de recursos y representación generacional, permiten ilustrar la amplitud de aquel entorno editorial.

Ediciones R publicaría a escritores que ya tenían un camino recorrido, algunos en el campo del periodismo, y en muchos casos, con años de aprendizaje fuera del país. Además de cuentistas como Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey (El regreso, 1962), Onelio Jorge Cardoso (Cuentos Completos 1962), novelistas como Edmundo Desnoes (No hay problema,1961), Jaime Saruski (La Búsqueda, 1961), Noel Navarro (Los días de nuestra angustia, 1962). También poetas ya reconocidos, y que siguieron apareciendo en antologías, como José A. Baragaño (Poesía, revolución del ser, 1960), Pablo Armando Fernández (Toda la poesía, 1961), Rolando Escardó (Libro de Rolando, 1961), Oscar Hurtado (La seiba, 1961), Fayad Jamis (Los puentes, 1962), el haitiano René Depestre (General negro, 1962). Y teatristas consagrados como Virgilio Piñera (Teatro completo, 1960).

La sofisticación y cosmopolitismo de los autores de Ediciones R, y su alineamiento con la política de la Revolución, contrastaban con la diversidad de los jóvenes de El Puente. Conservo mi ejemplar de Novísima poesía cubana (1962), compilado por Reinaldo Felipe y Ana María Simo, animadora de la editorial, junto a José Mario Rodríguez, que reunía a Miguel Barnet, Nancy Morejón, Belkis Cuza Malé, Isel Rivero, Georgina Herrera, Joaquín G Santana, y al propio José Mario. Entre ellos había diferentes estéticas y también posturas personales ante la Revolución. Pero sobre todo, cuestionaban “la piña” de grupos (como el de Lunes y Ediciones R), que se presentaban como el rostro de la literatura cubana de entonces. Aunque los recursos disponibles para los libros de El Puente eran mucho más escasos que los de Ediciones R, su presencia era visible en los estantes de librerías dedicados a poesía en aquellos años. 

Algunos investigadores han examinado el conflicto político en torno a este grupo de jóvenes poetas y su editorial. Me limito a referir aquí al debate, en 1966, entre Ana María Simo y Jesús Díaz, quien descalificaba al grupo como “estética e ideológicamente erróneo,” en las páginas de La Gaceta, y que trascendió más que el documental PM en su momento.  

Antes de que la Imprenta Nacional publicara textos de Marx y Engels, en 1961-1962, las librerías habían empezado a vender El capital (1960) y El Manifiesto Comunista (1960), Anti-Duhring y Dialéctica de la naturaleza, impresas por Lex y Orbe. Solo de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (F. Engels) hubo tres ediciones, todas de 1961, hechas por Editorial Luz-hilo, Orbe y Prensa Libre.

En 1961, la Imprenta Nacional publicaría obras de Lenin y también los primeros manuales, entre ellos, Los fundamentos de la filosofía marxista, de F.V. Konstantinov; Manual de marxismo-leninismo, de Otto. V. Kusinen; Sobre el materialismo dialéctico y el materialismo histórico, de Stalin —casi todos con traducciones mexicanas del ruso original, editado por la Academia de Ciencias de la URSS.

En este contexto cultural insólito por su diversidad, vibración, democratización de la cultura, donde todo se aceleraba, tuvieron lugar los encuentros en la Biblioteca Nacional donde artistas y escritores dialogaron con el liderazgo revolucionario. No estaría mal que quienes analizan aquel momento supieran algo de ese contexto cultural concreto, que les permitiera abordarlo como aquella extraordinaria película húngara, Allegro bárbaro (Miclos Jancso, 1979), para recuperar sus complejidades, utopías, resistencias, durezas, forcejeos de poder, sueños, violencias, sin aplanarlas en blanco y negro, ni con los cristales polarizados de hoy.     

¿Qué significó aquel momento no solo para la política cultural, sino para construir consenso, en diálogo con el disentimiento? ¿Qué sentido tiene releerlo de esta otra manera? Veremos.

 

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