Andante con moto

El tejido social cubano de los 60 estaba atravesado por sus propias contradicciones, expuesto a políticas generadas desde el poder revolucionario, e impulsaba la transformación cultural de la gente.

Foto: Kaloian Santos Cabrera.

Si cuando me serví de mis experiencias como alfabetizador, y mencioné el cine que veíamos en mi pueblo —con el fin de ilustrar el momento político y cultural en aquella transición temprana — di la impresión de evocar una “década prodigiosa,” no me expliqué bien. 

Como apunté anteriormente, la sociedad cubana estaba entonces librando una guerra civil en montañas y llanos, con una contrarrevolución bien armada y numerosa. La fiereza de EEUU, lejos de apaciguarse después del fracaso de Girón, los había convencido —a los miembros de esa contrarrevolución— de ir por mucho más y esta vez de verdad, con sus propias fuerzas. Caminábamos, sin saberlo, hacia la Crisis de octubre de 1962, que los EEUU llamarían luego “de los misiles;” y que en Cuba tuvo ese otro nombre, porque crisis y movilizaciones no faltaban casi cada mes.

Mirar ese momento con los espejuelos de la nostalgia, como “nuestros años felices,” sería una fantasía. A no ser que andar mojándose en trenes de vacas para ir a recoger café o cortar caña, chupar latas de leche condensada, masticar carne rusa de la lata, dormir en hamacas conviviendo con arañas peludas y alacranes, “padecer” la cocina de becas y albergues, marchar y coger sol en prácticas de milicia, y esperar el bombardeo —nuclear o convencional— de la fuerza aérea estadounidense, fuera, parafraseando a un poeta amigo mío, como la vida misma.

La transformación cultural que estaba en curso no era tampoco ningún paseo. Cuando los campesinos que fuimos a alfabetizar se vinieron a enterar, ya estábamos en la puerta de sus casas. “Aquí solo tenemos eso para comer,” dijo el que me tocaba a mí, señalando para un saco de mazorcas de maíz y otro de boniatos. “Él va a comer eso mismo,” le respondió el responsable de mi brigada. En la segunda casa adonde alfabeticé, meses después, el dueño de la finca dijo que él sabía leer. “Pero su mamá y sus trabajadores no,” dijo mi responsable, y dio media vuelta.

A algunas familias de aquellas montañas tampoco las hacía precisamente felices que sus hijas adolescentes se fueran a aprender corte y costura a La Habana, o a convertirse en maestras en Minas del Frío, lejos de sus hogares. Ni a muchos habituales de la Colonia española, la sociedad solo para blancos de mi pueblo, les caía muy bien que en sus bailes pudieran entrar los negros y mulatos, que tenían su propia sociedad, “El Progreso”, frente por frente. La iglesia católica, justo al lado de “El Progreso”, rechinaba los dientes contra aquel gobierno comunista, y orientaba a las madres que no dejaran a sus hijos irse a alfabetizar.

Algunos de mis compañeros de aula de primaria, donde había un solo estudiante negro, y de mis amigos católicos, habían empezado a hacer las maletas para irse para el “Norte”, acompañados por sus padres o solos. Mi abuela se hacía la que no me oía, cuando yo regresaba de mis movilizaciones diciendo malas palabras, y contagiado por el acento atroz de los barrios de La Habana, luego de haberme mezclado con aquella “plebe” bullera. Ella, que había recibido una medalla por 50 años como maestra de primer grado en escuelas públicas, decía que ningún gobierno había hecho tanto por la educación como este. Pero no le gustaba el comunismo ateo, en especial su efecto sobre las reuniones familiares de los domingos, ni tenerme a mí zancajeando por las lomas.

La iglesia tampoco estaba contenta, desde luego, con las películas que se estaban poniendo, en especial con las que venían de “aquellos países”. Ni con los carnavales de la Revolución, cuando la calle era tomada por “la crápula,” como decía una tía mía, o los espectáculos de danza moderna, donde unas bailarinas con mallas ceñidas color carne encarnaban a Sensemayá, la culebra del rito Palo Monte.

Ese tejido social en tensión estaba atravesado por sus propias contradicciones, expuesto a políticas generadas desde el poder revolucionario, e impulsaba la transformación cultural de la gente. Entender aquellos debates intelectuales e ideológicos en el campo de la cultura como emanaciones de un totalitarismo embrionario, influencia de Moscú o presagios sobre el “Quinquenio gris”, es una manera de eludir el examen de aquella circunstancia histórica. Aunque analizarla en su complejidad requiere más espacio que el disponible aquí, resulta clave diferenciar entre ese enfoque y una mirada de anticuario, pero también de una teleología que se limite a percibirla por el espejo retrovisor del presente.  

¿Cómo había cambiado el patrón de exhibición a la altura de 1961, cuando Fidel se reunía con los intelectuales y artistas en la Biblioteca Nacional? ¿En qué medida ese patrón continuó?

En la Cuba de 1959 había 519 salas de cine de 35mm, 134 (25%) concentradas en la capital. Las administraba un conjunto de 21 empresas distribuidoras, casi todas norteamericanas: Columbia, United Artists, Rank, MGM, Paramount, RKO, Universal, Warner, entre otras (Douglas, 1996). No es extraño que la mayor parte de la exhibición en 1958 (56%) fueran películas estadounidenses. Muy a la zaga se encontraban las de México (15%), y Gran Bretaña, Italia, Francia (23%). La suma de exhibiciones de estos 5 países equivalía al 94% de todo lo que se vio en aquel año en Cuba, según indica el Centro Católico de Orientación Cinematográfica.

FIGB=, MAL=México+Argentina+Latinoamérica, ESRFA=España+Suecia+RFA, PHCH=Polonia+Hungría+Checoeslovaquia, YRBRDA=Yugoeslavia+Rumania+Bulgaria+RDA.
Fuente: Cálculo del autor sobre datos de CCOC, 1959; Douglas, 1996; ICAIC, Estrenos,1961-83 (Nota 1).

Aunque la Ley de creación del ICAIC en marzo de 1959 no le otorgaba la distribución del cine que se exhibía en las salas, el nuevo Instituto debía organizar y desarrollar la industria atendiendo a “criterios artísticos enmarcados en la tradición cultural cubana y en los fines de la Revolución que la hace posible.” La diversificación de la exhibición a partir de 1961, reflejada en el gráfico anterior, pudo ocurrir en la medida en que las casas distribuidoras se nacionalizaron, y se impusieron patrones que proscribieron el anticomunismo, la banalidad y el mal gusto.

Con las crecientes nacionalizaciones, parte del escalamiento del conflicto con la clase alta cubana y el gobierno de EEUU entre junio-octubre de 1960, pasaron al control del ICAIC los circuitos cinematográficos más importantes. Aunque la incautación de las distribuidoras no se completaría hasta mayo de 1961, ya apenas un mes después de las nacionalizaciones de octubre, el Consejo de Dirección del ICAIC dictaría prohibición de exhibición sobre 87 películas extranjeras que se estaban viendo en los cines del país, el 16 de noviembre de 1960. Esta resolución se fundamentaba en su “ínfima calidad técnica y artística, cuyo contenido y tendencia reaccionarios resultan de la apología del colonialismo y el imperialismo y de la deformación de la historia y la realidad”, “promueven la discriminación, el prejuicio y la ignorancia”, y “unen a la mediocridad y la perversión de la técnica y el arte, un total rebajamiento de los medios expresivos” 2 .

Estos filmes narraban historias de indios racistas o asesinos (Choque de razas y El hacha india, oestes, 1959), salvajes africanos o árabes (Watusi y Timbuktú, aventuras, 1959), despiadados soldados coreanos, chinos y japoneses (Operación Korea, 1959; Paralelo 38, 1960), thrillers de propaganda anticomunista (La prisionera del Kremlin, FBI en acción, El médico de Stalingrado, La bestia de Budapest, Yo fui comunista para el FBI, 1960), y una larga lista de películas de guerra donde los héroes eran los estadounidenses, remakes de vampiros, Frankensteins, hombres-lobos, y todo tipo de monstruos de bajo nivel. Como botón de muestra de esas cintas prohibidas, Santiago (Gordon Douglas, 1956), distribuida por Warner Bros., contaba la historia de un contrabandista de armas (Alan Ladd), convertido en suministrador de unas tropas mambisas que se comunicaban mediante tambores, y salvaba la vida de un José Martí que vivía en una mansión como la de Lo que el viento se llevó, localizada en medio de la manigua cubana.

Esta prohibición de filmes racistas, propagandistas de la Guerra Fría, que falsificaban la historia, o eran simplemente horrorosos, según corroboraba el juicio artístico del Centro Católico (CCOC), no marcó una pauta restrictiva en la exhibición de cine extranjero en la Isla. La columna de 1961 (ver gráfico) refleja esta diversidad. A pesar del decrecimiento en el número total de películas exhibidas —ya que las de EEUU pasaron de 210 (1960) a 10 (1961)— en ese “Año de la Alfabetización” se pusieron no solo numerosas películas de la URSS, sino también de la República Democrática de Alemania (RDA) y la República Federal de Alemania (RFA), Yugoeslavia, el mejor cine de Europa del Este (Polonia, Checoeslovaquia, Hungría) y Europa Occidental (Italia, Francia, Gran Bretaña, Suecia, España), de China y de Japón. Hubo una alta proyección de cine mexicano, e incluso algunos filmes de Argentina, Colombia y Venezuela.

Los espectadores cubanos pudieron ver por primera vez cine de Grigori Chujrai (La balada del soldado), Mijail Kalatozov (Cuando vuelan las cigüeñas y La carta que no se envió), Andrzej Munk (Heroica), Otakar Vavra (La barricada silenciosa), Jerzy Kawalerowicz (El tren nocturno), Jiri Weiss (Romeo y Julieta en las tinieblas), Jindrich Polák (La quinta sección), Frank Beyer (Cinco casquillos), Jiří Trnka (Sueño de una noche de verano). Recuerdo que fue el año de Hiroshima mon amour (Alain Resnais), En el umbral de la vida y La noche de los titiriteros (Ingmar Bergman), Los desarraigados (Gilberto Gazcón), Los amantes de Montparnasse (Jacques Becker), Escupiré sobre sus tumbas (Michel Gast), La aventura (Michelangelo Antonioni), Moderato Cantabile (Peter Brooks), El rojo y el negro (Claude Autant-Lara), La gran guerra (Mario Monicelli), Honorables delincuentes (Basil Dearden), El general de la Rovere (Roberto Rossellini). Esa era la cartelera en los cines de barrio el año en que Fidel les dijo a los artistas e intelectuales: “Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución, nada”.

¿Escondía esa programación un patrón donde se privilegiaba el cine de los países socialistas? ¿Se había entronizado una política que promovía el realismo socialista? Fueron precisamente las películas exhibidas en 1963 y 1964 las que propiciaron el primer debate público en el campo de la cultura donde se enfrentaron concepciones políticas diametralmente opuestas, dentro del liderazgo revolucionario. Todo aquello aceleró la historia e hizo su tempo más movido; con moto, dirían los músicos.

¿Entonces qué significó, en aquel contexto, la prohibición de un documental que presentaba escenas de la vida nocturna en Regla y la playa de Marianao, donde un grupo de gente se emborrachaba y bailaba hasta altas horas de la madrugada? ¿Era esta obra una expresión de oposición a la Revolución? ¿Sus realizadores provenían de una corriente excluida de las instituciones de la cultura? ¿Marginados o ajenos a la familia revolucionaria? ¿Lo que hoy llamamos “disidentes”? ¿Fue una película que estremeció la conciencia de los que la vieron por la TV? ¿Qué dividió a la mayoría de los artistas y escritores?   

Quizás se requeriría una perspectiva más amplia. Acaso, ¿el temor ante la perspectiva de un realismo socialista, contra el que el Che seguiría precaviendo cuatro años después, provenía de un gusto encarnado por ciertos dirigentes de la Cultura que rechazaban la experimentación artística en favor del didactismo; recelaban de estéticas como el arte abstracto, o de sentimientos, como los religiosos? ¿Eran tendencias sectarias que favorecían un tipo de arte y promovían grupos de artistas, entre viejos comunistas? ¿O también entre militantes del propio M-26 en posiciones de poder?

¿Fueron esas las cuestiones que animaron las palabras de Fidel en su diálogo con los artistas en la Biblioteca Nacional, el 30 de junio de 1961? ¿Nada más? Veremos. 

 

Notas:

1 Centro Católico de Orientación Cinematográfica (CCOC), Guía cinematogràfica1959-60, Imprenta Nacional de Cuba, 30 de junio de 1961; María Eulalia Douglas, La tienda negra. El cine en Cuba 1897-1990, Cinemateca de Cuba, 1996; Archivo ICAIC, Estrenos 1961-1983, meca.

2 Ivan Giroud, La Historia en un sobre amarillo. El cine en Cuba (1948-1964), Ed. ICAIC, 2021, p. 346.

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