Consenso y disentimiento (I)

Es en la sociedad civil donde se hace efectivo y se realiza el consenso político, y donde se generan realmente las condiciones del cambio.

Foto: Fernando Borges

Somos animales políticos, según dicen Aristóteles y una amiga mía. El griego basaba su argumento en que, a diferencia de otras bestias, los humanos hablamos. Mi amiga dice que las redes sociales son la expresión eminente de nuestra capacidad de acción política comunicativa. No niego que ambos tengan su razón, pero les falta un tanto.

Apreciar la naturaleza del consenso requiere ir más allá de los razonamientos sobre la esfera pública y la circulación de los discursos; así como del entramado de preceptos que articulan derechos como la libertad de expresión, manifestación, reunión, asociación. El consenso se define en el campo eminente de lo político.  

Cuando Hanna Arendt decía que el primero de los derechos humanos, por encima de la libertad y la justicia, era “el derecho a tener derechos”, se inspiraba en la experiencia atroz de la masa de refugiados de la II Guerra Mundial, en particular, los judíos alemanes como ella, que se habían quedado sin ciudadanía, porque no tenían un Estado que la reconociera. Esa visión suya, dirigida a rescatar la dignidad y los derechos de los refugiados, se representaba lo humano como condición inmanente a la vida, previa a la política. De ahí surgió la llamada aporía o paradoja de los derechos humanos, que la filosofía y la sociología política han debatido luego intensamente.

En efecto, imaginar un reclamo de humanidad, que pueda expresarse en un discurso de protesta ante la injusticia y el sufrimiento, como un ente separable de la condición política implica un ejercicio de abstracción. Lo humano en la lucha por los derechos no es una condición previa, despolitizada, sino que adquiere sentido respecto a un orden político determinado, pues se dirige a hacer valer la igualdad entre los que intervienen directamente en la política y los que participan en ella, o se quejan de no poder participar, desde su condición ciudadana. Tanto si se trata de una acción que pone a prueba ese orden (reafirmándolo en sus propios términos y reclamándole consecuencia) como que se rebela contra él (impugnándolo y negándose abiertamente a acatarlo, sea de modo violento o no), es el campo de lo político el que le otorga sentido social, o sea, humano. Construir los derechos humanos y su extensión repartida como preexistentes al proceso social y al campo de la política los convierten en una visión, que estoy casi tentado a llamar metafísica. Digo casi.

En otra parte, he argumentado la condición política de la sociedad civil, y la limitada manera de explicarse la política cubana constreñida al poder del Estado y los discursos de los dirigentes, como una esfera flotante sobre la sociedad real, o como puesta en práctica de un entramado de normas y leyes, por fundamentales que estas sean.

La biblia de la libertad de un pueblo

La política y lo político no se confunden, ni aquí ni en ninguna parte, con ese conjunto institucional o instrumental, ni se pueden entender integralmente como una burbuja de poderes y disposiciones, sino en su implantación en la sociedad civil, donde se hace efectivo y se realiza el consenso político, y donde se generan realmente las condiciones del cambio.  

La Revolución cubana produjo un consenso instantáneo. No solo, ni primordialmente, porque emitió leyes pendientes desde la Constitución del 40, sino porque instauró un campo de lo político radicalmente nuevo, que ensanchó el espacio participativo de los ciudadanos en una escala descomunal, lo que transformó radicalmente la esfera pública. En ese campo político, desde el principio, se ilegalizaron los partidos del antiguo régimen, y el nuevo Estado confiscó propiedades de batistianos y corruptos, como los Díaz-Balart, redistribuyó tierras privadas entre campesinos pobres, impuso límites a grandes propiedades, precios a la canasta básica y alquileres, y nacionalizó empresas privadas por causa de utilidad pública. En esa esfera pública, la prensa conservadora se fue clausurando entre 1959 e inicios de 1960.

A pesar de todo, esos tiempos fueron más democráticos (en términos de participación ciudadana y transformación de la cultura política establecida a favor de los más pobres) que nunca antes. Aquella cultura política renovada se expresó en una frase clave: “Hemos hecho una Revolución más grande que nosotros mismos”.

Esa Revolución, que no era propiedad de nadie ni se encarnaba en una institución u organización particular, había reconstituido el horizonte de la nación, y había hecho que en sus confines cupieran los jodidos de la tierra, que en la verdad de la vida anterior se habían quedado más bien fuera. Al hacerlo, y al poner la justicia social y la libertad, en contra de la prédica de Arendt, por encima de todo, había restringido los derechos de los privilegiados. Como todas las revoluciones anteriores y probablemente con muchísimo menos costo humano y material que ninguna. Aun así, los restringió.

Para que eso ocurriera, se requirió, claro que sí, un poder revolucionario, que un viejo amigo ha llamado hace poco “el ojo del canario”, capaz de implantarse a fondo en la sociedad civil, es decir, de fomentar un consenso insólito, inaugurado con el castigo a los criminales de la dictadura, en enero de 1959. Para comprobarlo, basta revisar la prensa de la época, la de ese periodo que ha seguido llamándose “agrario-antimperialista”, en una terminología que los franceses llaman lenguaje de palo.

El consenso de la Revolución se implantaba en una experiencia vivida, ligada a la acción participativa, y no meramente ideológica o discursiva, como la entienden los catedráticos de historia de las ideas. Claro que esta actividad política de la gente transformaba la imaginación y el lenguaje, pero lo hacía en tanto se desplegaba en relaciones sociales reales, y se jugaba no solo en los espacios públicos, sino en las relaciones laborales y el acceso masivo al empleo, a las escuelas, a las instituciones de los privilegiados, en los sindicatos y las demás organizaciones, así como en la vida familiar y del barrio, las relaciones entre distintas generaciones, blancos y negros, mujeres y hombres, gente del campo y de la ciudad. Es decir, en lo que es realmente la sociedad civil. 

Sí, porque en el tiempo, el concepto de sociedad civil se contaminó con el discurso ideologizado de la guerra fría. El derrumbe del Muro y los regímenes estalinistas en Europa Oriental nos legó una noción espuria, proyectada por los grupos disidentes, sindicatos e iglesias anticomunistas, entre otros protagonistas visibles de aquel derrumbe, que hoy suplanta el concepto, propio del pensamiento ilustrado y revolucionario, con una imagen más bien banal, donde se reduce a lo privado o subversivo. Al punto de que un pedagogo de la ideología llegó a declarar una vez: “Nos quieren meter aquí la sociedad civil”.

Naturalmente, aquella sociedad que acababa de descubrir la participación, donde la nación y la democracia se confundían con el proceso mismo, liderado por una vanguardia y una doctrina que demandaban de cada ciudadano un compromiso de acción política y de transformación liberadora, quedó atrás.

Tampoco sigue siendo la misma aquella vanguardia política, que encarnaba al “ojo del canario” y su enorme influencia intelectual sobre las visiones y los conceptos de una cultura sometida a los intensos debates de la época, replicada no solo en la producción artística y literaria, sino en las creencias y la conducta real de la gente, es decir, en la cultura política. “La especial confianza que otorga el pueblo al líder fundador de una revolución, no se transmite como si se tratara de una herencia a quienes ocupen en el futuro los principales cargos de dirección del país” dijo Raúl Castro siendo todavía vicepresidente.

Sin embargo, examinar los requisitos de aquella vanguardia, más allá de su genio y dotes carismáticas, o de la condición irrepetible de aquella circunstancia, resulta útil para identificar desde hoy la capacidad política para construir consenso. 

No sobra recordar que esa capacidad se ejerció entonces en medio de un antagonismo político y una polarización social que escalaban cada día, manifiestos no solo en el debate ideológico, sino en la guerra real en curso, que poco se compara con el zipizape de las redes y la confrontación simbólica que algunos llaman hoy una especie de guerra.

Si de construir consenso se trata, entre las características de aquel liderazgo se me ocurre un puñado, que apunto sin orden de prelación. 

Una de ellas es la convocatoria que rebasa la esfera de los convencidos, mediante una prédica que busca incluir a todo el que no esté irremisiblemente en contra. Nada de lo que la Revolución se proponía o de lo que construyó ha sido obra solo de los revolucionarios. Ninguna de las conquistas del socialismo pertenece en exclusiva a los socialistas. Reconocerlo así no es un gesto bonito o magnánimo, sino el sentido mismo de una política que dice representar a la Nación. Ahí está el detalle, diría Mario Moreno.  

Otra característica es la capacidad para convencer y conseguir reconocimiento y apoyo, es decir, seguidores, motivados por lo nuevo, por intereses diversos, propios y ajenos, pero sobre todo por la expectativa de lo nuevo, que no tiene sentido si no es porque va a ser mejor. Incomparablemente mejor. 

Luego, interactuar con la cultura heredada, lidiar con la tradición, pero innovándola de manera creativa, sin trasplantes traídos por los pelos. Un diálogo político con el pasado no puede tomarse por un libro de historia, pero, si es original, en vez de un sonsonete de lugares comunes y frases hechas, convierte a la historia en parte del presente. Porque la historia como efemérides, o como historia de las ideas, antes o después de 1959, no es más que una disertación aburrida. Y falsa.  

La Revolución solo puede pensarse hacia adelante. Ello implica reinterpretar el pasado para interpretar el presente, e imaginar el futuro, pero no mirándolo por el espejo retrovisor. Nada anterior es más importante. Reemplazar la falta de imaginación por la razón tecnocrática, por mucho que esta prometa y parezca rigurosa, es un esfuerzo inútil para fomentar el consenso y representarse ese futuro. La razón revolucionaria no construyó el futuro como un momento remoto, sino como algo que se iba a poder tocar con la mano. La lucha por una vida más justa y plena no estaba en un viaje a otra galaxia. O no por mucho tiempo.

El cambio, la política y la postpandemia

Los valores nuevos no son un fin en sí mismo, que la política pueda fabricar, sino que se derivan de la práctica social. Sin participación no hay pertenencia, y sin pertenencia, los valores nuevos son una abstracción, limitada a calcar el pasado, o más bien, el espectro del pasado. Digamos, la imagen de una antorcha que otros encendieron, y que se lleva adelante, por una ruta ya trazada por los ancestros, como en el Antiguo Testamento. En el sentido de fomentar valores, el significado político de esa antorcha radica en fabricarla a la medida de los nuevos tiempos, encenderla y correr con ella de manera diferente, y por rutas que se descubrirán.

Last, but not least, el éxito o la frustración de una política dirigida a fomentar el consenso depende de un ingrediente clave: la imaginación, sin la cual no hay política revolucionaria. Tampoco política económica, por cierto.  

A todas estas, ¿qué rayos es el consenso? ¿Lo contrario del disentimiento? ¿De la disidencia? ¿De qué sirve toda esa evocación histórica sobre tiempos remotos para entender lo que le pasa ahora mismo al consenso? ¿Cómo se relacionan ese pasado y los estilos de liderazgo con las características y condiciones de reproducción de la cultura política en Cuba? ¿Con la política a secas? ¿Cuántas áreas de problemas pudiéramos distinguir en esa interacción? Se me ocurren siete, que trataré en el próximo texto.

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