Consenso y disentimiento (III)

Si se trata de caracterizar el fenómeno de la disidencia en su naturaleza social, cultural y política concreta, se requiere analizarlo y discutirlo desde sus propios antecedentes y contexto, tanto nacionales como internacionales.

Foto: Otmaro Rodríguez

En un reciente artículo sobre la doctrina de política exterior de EEUU, un comentarista afirma que debería pasar de America First a Dissidents First. Según esta lógica, esa sería la manera no solo de “reanimar su liderazgo moral,” sino de reconstruir su fundamento estratégico frente a “potencias que no pueden ser derrocadas militarmente,” como Rusia, China, Irán, Venezuela y… Cuba.

Este columnista de opinión del New York Times, sostiene que “si no hubiera sido por Sájarov, Solyenitsin, Sharansky, la URSS seguiría ahí.” Así que si los chinos quieren que se disminuyan las tarifas comerciales, deben soltar a sus disidentes presos; lo mismo que los iraníes si aspiran a renegociar el acuerdo nuclear; igual que los rusos, si quieren que saquen a sus empresarios de la lista negra. Porque todos esos disidentes presos (incluido José Daniel Ferrer, de Cuba), bien valen la pena para “forzar a nuestros adversarios a elegir entre su interés material y sus hábitos de represión,” lo que “proveería un margen de seguridad y maniobra para los disidentes que quisiéramos un día ver en el poder. Si de doctrina de política exterior se trata, es más que decente. Es inteligente.”

He citado en extenso este reciente texto, no precisamente del National Enquirer o cualquier libelo, porque se presta como “material de estudio,” por sus rasgos peculiares al abordar este tema tan controvertido como poco investigado.

Un primer rasgo es que se refiere a los disidentes como si fueran una raza planetaria de roedores o insectos. Me pregunto, con todo respeto, ¿cuáles son los términos de comparación posibles entre el brillante físico nuclear y pensador político socialista Andrei Sájarov o el gran narrador Alexander Solyenitsin, ambos galardonados con el Premio Nobel,  y los disidentes mencionados? El segundo es el que apunta a las cualidades políticas atribuidas a estas figuras, y que harían deseable “un día ver en el poder” a alguno de ellos. Me pregunto si este periodista realmente los conoce como para estar tan seguro. 

Ante estas preguntas, sin embargo, se podría objetar que realmente no se trata de las personas, sino de los principios. En otras palabras, del principio cívico y la norma jurídica que les otorga a todos los ciudadanos, a reserva de si son o no modelos éticos a seguir, de su integridad, o como dice una declaración reciente de clérigos y laicos católicos, “de sus posturas e incluso de sus pecados personales,” el derecho a expresarse y conducirse según su conciencia, creencias, preferencias ideológicas, ideas morales. Este argumento, sin embargo, no diferencia a la disidencia realmente existente de otra expresión de disentimiento, como la que puede ejercer un ciudadano cualquiera. Me pregunto hasta qué punto, políticamente hablando, esto es exactamente así.  

Consenso y disentimiento (I)

Una segunda objeción podría señalar, por ejemplo, el doble rasero con que se trata a los disidentes respecto a otras expresiones de oposición. Si en vez de ser disidentes políticos, fueran, digamos, clérigos o líderes religiosos, ¿se les negaría el derecho a predicar doctrinas que muchos podrían considerar misóginas, homofóbicas, conservadoras, o directamente atrasadas y bárbaras? ¿Debería predominar una norma moral o política comúnmente aceptada, por encima del derecho a expresarse y a organizarse de esa minoría religiosa? ¿Estaría jurídicamente justificado sobre la base, digamos, del “bien común”? ¿Quién y cómo se le define? Para decirlo como mis amigos juristas, ¿están clara, distinta y taxativamente respondidas estas preguntas en la Constitución? Etcétera.

Reconociendo la importancia de las normas jurídicas establecidas y de su consistente aplicación en el marco constitucional actual, si se trata de caracterizar el fenómeno de la disidencia en su naturaleza social, cultural y política concreta, se requiere analizarlo y discutirlo desde sus propios antecedentes y contexto, tanto nacionales como internacionales.

¿Herejes, conversos, renegados?

No se puede hablar de herejes ni de conversos sin aludir a la tradición de la iglesia católica desde la Edad Media. Los herejes tenían discrepancias de fondo con la interpretación de la doctrina de la fe, pero no a la manera de los apóstatas que la abandonaban, sino al proponerse refundarla. Herejes como Lutero, por ejemplo, no solo reinterpretaron las escrituras y reformaron la liturgia, sino contribuyeron decisivamente a transformar el cristianismo, actualizarlo y enriquecerlo, y aunque fueran perseguidos por la Santa Madre, casi siempre a fuego vivo, terminaron influyendo en la renovación espiritual y la práctica de la propia fe católica.

En cambio, los conversos eran, o más bien, son los que rompieron con su fe, la abandonaron, y adoptaron otra que se le oponía. Entre los rasgos del converso, según la psicología de la religión, está el radicalismo. Cuando, por ejemplo, Martí y Fermín Valdés Domínguez emplazaron a su ex-compañero de clase y de ideales por haberse pasado al integrismo español, no le llamaron hereje, sino apóstata, o sea, renegado. Carlos de Castro no había decidido simplemente alejarse del independentismo, sino entró al Cuerpo de Voluntarios. Es decir, había pasado de un radicalismo que se proponía construir un orden más libre y justo, aunque todavía solo imaginado, a otro que lo negaba en toda la línea.

El socialismo y la cultura de izquierda, igual que las fes religiosas, tienen su propia historia.  Como comenté antes,  Isaac Deutscher, cuya magna obra sobre el estalinismo y la historia de la URSS se conoce poco entre nosotros, llamó herejes y defendió a los que disentían del verticalismo, la hipercentralización, el doctrinarismo trancado, y defendían el derecho a pensar diferente, renovando el pensamiento revolucionario y las mentalidades. Al mismo tiempo, en su ensayo “La conciencia de los ex-comunistas,” llamaría renegados a los que renunciaban a todas sus ideas anteriores, y se colocaban en contra de ellas, con la misma actitud dogmática y sectaria del estalinismo.

En el caso de Cuba, por ejemplo, no es raro que muchos disidentes de primera generación fueran oriundos de una militancia dura, inspirados en el marxismo-leninismo de la vulgata soviética, e incluso del maoismo obrero-y-campesino influyente en América Latina en los 60. Me abstengo de poner nombres y acontecimientos, no solo por falta de espacio, sino porque me parece innecesario, ya que no pretendo hacer aquí una historia del tema, sino apenas fijar algunos elementos de juicio. Baste decir que, históricamente, la primera disidencia empezó enfrentando a la Revolución desde una izquierda ortodoxa, y más bien sintonizada con la URSS, y denunciándola por desviarse del camino correcto. Confundirla con la formidable contrarrevolución armada que se lanzó a destruirla, en alianza con EEUU, y llamarla “primera oposición cubana,” como la han denominado algunos, no solo resulta injustificado históricamente, sino mezcla aguacates y melones, solo por ser verdes.

Desde su surgimiento durante la segunda mitad de los 70 y principios de los 80, en el auge de la política de derechos humanos de EEUU, esta primera generación se caracterizaría por la heterogeneidad ideológica y fragmentación política. El documento que mejor ilustra estos rasgos es la carta de Carlos Alberto Montaner, anticastrista de la vieja guardia, donde les recomendaba a aquellos disidentes cubanos que se afiliaran a las organizaciones internacionales de la socialdemocracia, la democracia cristiana y el liberalismo. No es raro que los esfuerzos por unificar aquella disidencia, que duran hasta hoy, no hayan logrado superar liderazgos individuales, ni presentar una plataforma política coherente, más allá de oponerse al gobierno y al sistema mismo.

La segunda generación: ¿más de lo mismo?

Una segunda generación estuvo formada por los que, luego de emigrar, a fines de los años 80 e inicio del Periodo especial, se convirtieron en disidentes. Artistas y escritores en su mayoría, estos habían sido los hijos pródigos del socialismo real y del dogmatismo marxista-leninista en que se educaron, cuya cultura y hábitos mentales e intelectuales repudiaron, por buenas razones, cuando ya empezaba a crujir aquel socialismo soviético que nunca pudo exorcizarse del estalinismo. Antes de partir de aquí, habían estado vinculados a las instituciones establecidas y sus espacios, publicado en sus revistas y editoriales, e intervenido en diálogos culturales y académicos. Una parte de los que emigraron, en medio de aquella crisis de conciencia, se convertirían al liberalismo, otros se siguieron llamando “de izquierdas” (como se dice en España), otros se adhirieron a lo que el poeta Omar Pérez llamó “la industria de la derecha internacional,” otros se asimilaron a medios culturales y académicos cuya pauta era el anticomunismo postsoviético. Una vez en la emigración, ese proceso de asimilación condujo a algunos, un día detrás del otro, a un antagonismo cada vez más radical con su pasado.

Dada su composición social y su perfil ocupacional, mencionaré un par de rasgos generales que servirían para caracterizarlos. El primero es el predominante enfoque artístico-literario de casi todo lo que escriben. Esto podría explicarse por el predominio de artistas, escritores, críticos o profesores de arte, ensayistas de temas culturales (arte y literatura). Pero incluso cuando se trata de filósofos o historiadores de formación académica, su visión de capítulos de la cultura nacional, y sobre personajes y eventos históricos, está construida a partir de descifrar los discursos y códigos simbólicos, la esfera de las ideas y su arquitectura propia. Esto no es un defecto ni una virtud per se, naturalmente; salvo cuando el objeto de análisis es la política y la sociedad. En palabras de uno de sus más brillantes comentaristas, “si yo fuera un politólogo, no tendría más remedio que ocuparme de eso, morirme de aburrimiento y estudiar un Estado cuyo modelo apenas ha cambiado en medio siglo. Pero como crítico de la cultura, puedo otear la sociedad, que es mucho más rica y cada vez más cubista.”

Esa lectura de la sociedad cubana real no solo asume las obras de las artes visuales y el teatro como sus pulidos espejos antropológicos, sino vuelve prescindibles de un plumazo los análisis de la sociología y la politología que la investigan sobre el terreno. Según estos cristales, la dinámica propia de esa sociedad y su tenaz interacción con la política real (dentro y fuera del “estado congelado”) resultaría más perceptible a través del grupo de rock Porno para Ricardo y los performances de algunos artistas visuales que en los estudios sobre estructura social, y los debates sobre cambios económicos y políticos que circulan en los medios académicos y la esfera pública cubana.

Consenso y disentimiento (II)

Un segundo rasgo de este pensamiento es la bipolaridad. Aunque el efecto que produce un discurso posmoderno dedicado a descifrar códigos y matices ocultos, imperceptibles a la mayoría de los comunes, parece todo lo contrario del blanco y negro, al final prevalece la tendencia a reducir la compleja realidad social a un determinado constructo de ideas más bien simples. Estas suelen convertir la sociedad y sobre todo la política en una sucesión de bipolaridades ideológicas, y los males del socialismo en una serie de «regularidades» que recuerdan los del Materialismo Dialéctico. Quizás atribuible a ese rescoldo intelectual de base, su  discurso antitotalitario vuelve sobre un conjunto de lecciones ideológicas y morales, casi siempre las mismas, que recurren circularmente en sus interpretaciones sobre la política, a la que se limita a calificar de inmóvil, ritual, repetitiva, en las antípodas de la sociedad real.

Aunque fundada por ex-revolucionarios de los 60, el órgano por excelencia de esta segunda generación de disidentes fue la revista Encuentro de la cultura cubana (1995-2009), que abordaba especialmente temas literarios y artísticos, así como históricos y filosóficos, y naturalmente, políticos. Desde su origen, la revista se declaró abierta a todas las tendencias y al mismo tiempo opuesta a la política y la ideología de la Revolución en el poder. No había que estar en contra del gobierno cubano para publicar en Encuentro, aunque probablemente la mayoría de sus autores sí lo estaban, y este sesgo era evidente en sus páginas. Si bien la calidad intelectual de buena parte de su contenido ensayístico sobre temas culturales e históricos era incuestionable, reuniendo autores de fuera y dentro de Cuba, si se trataba de temas políticos, sus enfoques tenían la marca inconfundible y visceral de la oposición a todo lo que se vinculara al gobierno cubano. Este lente correspondía con una política editorial que, a contrapelo de su vocación pluralista y abierta, se arrogaba la exclusiva de representar a la cultura cubana “tanto en la isla como en la diáspora,” y de hecho descalificaba como “autorizadas” a todas las publicaciones culturales y de ciencias sociales en Cuba, por estar “monitoreadas desde la Plaza de la Revolución.”

Con todo, cuando Encuentro dejó de publicarse no le echó la culpa al acoso del gobierno cubano, sino a haberse quedado sin financiamiento de sus patrocinadores. Si pudo cerrar su último número proclamando que había sido “una iniciativa basada en el debate democrático y el respeto al otro y no en la descalificación y el enfrentamiento sistemáticos,” las publicaciones que vendrían después se alejarían tanto del perfil como del alcance político que aquella llegó a tener.  

Como se puede ver por su origen, esta disidencia intelectual postsoviética no descendía ni de la contrarrevolución dura ni de la primera generación de disidentes. ¿En qué medida su código genético podría identificarse entonces en la tercera generación? ¿Hasta qué punto aquellos resultan mentores de la representada por los medios antigobierno actuales, y los grupos políticos que surgen en el contexto de la transición en curso? ¿En qué se diferencian? 

Para contestar o apenas hacerse una idea sobre estas interrogantes no basta con el acceso a internet, la legión de opiniones y enfrentamientos duros que transcurren ahora mismo en los medios y las redes. Paradójicamente, este territorio contiene más zonas oscuras,  problemas sin respuesta e ideas confusas que reflexiones criticas y ecuánimes.

¿En qué se distinguen estos disidentes, su proyección política y acciones, del disentimiento crítico que expresan artistas e intelectuales reconocidos por las instituciones cubanas, y que aquellos llamarían “autorizados,” como Fernando Pérez, Carlos Varela, Leonardo Padura, Aurelio Alonso, Carlos Celdrán? ¿Qué caracteriza a los disidentes de esta tercera ola —su juventud, su capacidad de convocatoria, su voluntad de diálogo, el mérito de su obra, su manejo eficaz de las redes, su compromiso con la cultura nacional y el periodismo profesional? ¿Cuáles son sus relaciones con gobiernos extranjeros y organizaciones anticomunistas? ¿Se trata solo del origen de su financiamiento, o de lo que hacen con esos fondos, o de recursos de poder que van más allá del dinero? ¿Cumplen instrucciones o se alinean con los objetivos de esos gobiernos? ¿Están intentando atraer su patrocinio, el de los intereses y objetivos de esos estados, y jugar con el interés oficial cubano en las relaciones con ellos, para presionar a que este les conceda un espacio que no sea solo de libertad de expresión y asociación, sino de beligerancia política ? ¿Quieren convertirse en los apadrinados de la nueva administración de EEUU, en sus aliados, con el fin de ganar un espacio para la libertad de información y opinión? ¿Su grado de compromiso con la nación cubana y su crítica a los males que esta padece incluye a la política de EEUU hacia Cuba?

Finalmente, ¿cuán adaptada al sentido del momento histórico y hasta qué punto resulta eficaz, en términos políticos, la manera en que el gobierno cubano y sus medios lidian con esa disidencia? Para volver a nuestra cita inicial, ¿cuál sería, en el caso particular de este gobierno cubano, el efecto político previsible de una política norteamericana de Dissidents First? ¿Qué impacto tendría en el clima nacional, en camino al VIII Congreso del PCC dentro de apenas diez semanas, y más allá? Acercarse a este panorama mediante directas de Facebook, tuits o toques de corneta solo puede contribuir a nublarlo.

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