Consenso y disentimiento (IV y final)

En medio de tanta usurpación del pensamiento crítico, valdría la pena preguntarse dónde está realmente el interés nacional.

Foto: Otmaro Rodríguez (Archivo).

No olvido el día de mi primera entrevista con el Federal Bureau of Investigation (FBI). Luego de preguntarme amablemente si estaba dispuesto a conversar, dos jóvenes, que representaban al Bureau, me invitaron a reunirnos en una cafetería. Hora y media después se despidieron dejándome sus tarjetas y fueron enfáticos en que no dejara de llamarlos si se me presentaba cualquier problema. Toda nuestra conversación giró sobre una única pregunta: qué pensaba yo de «los cubanos de Miami.»

Juan Valdés Paz, coautor junto a mí de dos estudios sobre la estructura social de la comunidad cubana en los 80, publicados en Cuadernos de Nuestra América, se divertía con la idea de que quizás el FBI leía más atentamente la revista del CEA que otros aquí. En cualquier caso, aquella mañana en la cafetería tuve la impresión de que el interés del Buró por nuestras visiones sobre esa comunidad, incluidas las instituciones y personalidades que no simpatizaban mucho con la Revolución, era auténtico. 

En cualquier caso, para entender las entretelas políticas de lo que Alejandro Portes ha llamado «el enclave,» y las sucesivas oleadas que Lisandro Pérez y Guillermo Grenier identifican como «cohortes migratorias,» he podido aprender mucho de fuentes vivas. Recuerdo especialmente las sesiones espirituales compartidas, cuando pasaba por aquella bendita ciudad, con el profesor de la Universidad de Miami, Enrique Baloyra, dirigente de la Plataforma Democrática, o la presidenta del Instituto de Estudios Cubanos, María Cristina Herrera, cuya respectiva hospitalidad y confianza aprecié y sigo extrañando. Gracias a Kike y a María Cristina, y a otros como ellos, incluyendo a quienes no querían o no podían entrar en Cuba, aprendí buena parte de lo que sé sobre la intrapolítica de la oposición y su emigración, desde el exilio histórico hasta la disidencia; así como sobre las capas de una cultura política que es cualquier cosa menos homogénea.

Desde entonces, he topado con todo tipo de personas entre los que se llaman a sí mismos «exiliados, anticastristas, disidentes». Muchas de esas personas sin una ideología clara y distinta; otras con filiaciones diversas, desde liberales y demócrata-cristianos hasta autoidentificados como comunistas democráticos; todas opuestas al gobierno y al socialismo actual o reformado. Algunas de ellas con profundas convicciones; otras resentidas por injusticias sufridas; o decepcionadas por el curso de la política real y el camino adoptado; o que ya eran oportunistas y aprovechadas antes de pasar a la oposición.

En este variopinto grupo, los hay que no se fueron bajo persecución o conflicto, que pueden regresar y hasta recuperar su residencia permanente en la Isla, donde nunca sufrieron prisión por su manera de pensar y expresarse. A la mayoría no los he conocido por la televisión o leyéndome lo que escriben en las redes, sino de cerca, allá y aquí. Con muchos de ellos he compartido eventos académicos, se han sentado en mis clases, han participado en paneles y debates que he organizado, así como en equipos de trabajo a mi cargo, hemos compilado libros y escrito prólogos, me han invitado a colaborar con sus proyectos editoriales. En no pocos casos, se han comunicado conmigo durante años, me han hecho llegar sus comentarios y opiniones, me han autografiado sus libros, hemos conversado en bares y cantinas, y hasta en sus propias casas.

Escribo desde hace veinte años sobre la pluralidad de orígenes de esta comunidad (Mirar a Cuba, 1993). A pesar de la mayor visibilidad de los provenientes del sector de la cultura artística, a muchos los conocí cuando eran periodistas del Granma, profesores universitarios de Filosofía, dirigentes de la Economía o la Educación Superior, oficiales de la Seguridad del Estado, funcionarios del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC). En esa época no eran socialistas críticos, sino «oficialistas», como se dice ahora. Nunca he dudado del derecho a arrepentirse de creencias anteriores, justamente porque es el caso de muchas de esas personas. 

La mayoría de los opositores con los que conservo amistad no eran de este último grupo. Contrario a lo que se da por sentado, los que siempre estuvieron en contra de la Revolución, a menudo, son más capaces de dialogar que los arrepentidos o los que parecen militar en una especie de unión de jóvenes anticomunistas. He observado algo parecido entre católicos y protestantes. Los creyentes y eclesiásticos que sufrieron la dureza y la discriminación de los 60 y 70, paradójicamente, son menos intransigentes y más dialogantes con los socialistas que los más recientes. Una veterana católica de aquellos tiempos me lo explicaba así: «sufrimos tanto entonces, que aprendimos a convivir y cultivar un espíritu de reconciliación y tolerancia, que nos hizo mejores cristianos. Ellos [los más recientes] no pasaron por eso».  

Respecto al espíritu dialogante de ese discurso disidente actual, tengo algunas evidencias extraídas de lo que los investigadores llaman «trabajo de campo». En un reciente artículo, escrito a solicitud de una revista latinoamericana de Ciencias Sociales, intento examinar el perfil sociológico del grupo del 27N y su contexto, identificando a todos sus actores, incluyendo a las instituciones oficiales, sus deficiencias y contradicciones, a partir de fuentes de un lado y de otro. Aunque mi texto discrepa de la caracterización generalizada de mercenarios o delincuentes al servicio de Estados Unidos, ha sido descalificado por el discurso disidente como un acto de «complicidad“ (con el gobierno), «una burda manipulación», «malintencionado», «expresión de una conciencia amordazada», «irresponsable», «justificación de la violencia policial»,  «deshonesto», «una vergüenza». Le ahorro al lector otros epítetos peores.

Cada oficio tiene su enfermedad profesional, me decía con sorna Fernando Martínez. Una vieja amiga que sabe mucho de periodismo digital, me aconsejaba tener un pellejo duro para estas lides. Lo que me interesa rescatar aquí, al fin y al cabo, es que no se trata de un hecho aislado.    

Como prueba citológica de la postura de la prensa de oposición podemos tomar su reacción ante la carta pública a Biden promovida por La Joven Cuba (LJC), donde se reclama el fin del embargo. Descalifican este documento por «sus intenciones e intereses desde el momento en que se distancia de la cuestión de los derechos humanos en la Isla»; y caracterizan a los firmantes como un grupo «aparentemente heterogéneo,» cuya parcialidad queda demostrada porque «no aparecen los periodistas, activistas y opositores». Confieso que esa ausencia también me intriga: si estos periodistas, activistas y opositores defienden el interés de la nación cubana, ¿qué les impide condenar el embargo y a sus promotores en EEUU, como tanta gente en el mundo? 

Al hacerlo, no solo se desmarcan de la crítica al bloqueo, también se identifican con la derecha requeté española. Citan en su favor nada menos que a Hermann Tertsch, periodista y «eurodiputado de extrema derecha» (según El País), condenado por el Tribunal Supremo de España a dos multas (15 mil y 12 mil euros) por injurias personales contra otros dirigente políticos. Este simpatizante libertario de la causa cubana dice en un tuit que está harto de los que firman cartas «en favor de la dictadura y su cúpula criminal», y la califica como «carta panfleto con todo el discurso victimista del régimen.»

Si la muestra de Diario de Cuba no fuera suficiente para confirmar la prueba citológica anterior, la carta abierta de Cibercuba poniéndole condiciones a la normalización, incluida la de sentar a la disidencia y sus medios en la mesa de negociaciones Cuba-EEUU, configura lo que mis amigos juristas llaman «a confesión de partes, relevo de pruebas».  Este paso reciente permite actualizar con nombres y apellidos la composición y peculiar vocación nacionalista de esta disidencia, y su política de linkage entre agenda de cambio interno y uso del factor norteamerciano, así como la distancia precisa que la separa del grupo de firmantes de la carta promovida por LJC.   

Los casos anteriores permiten contrastar algunas características de nuestra disidencia de tercera generación y de los medios independientes de oposición respecto a lo que dicen de sí mismos. Primera: ¿Hasta qué punto son foros y canales solo comprometidos con principios universales, como los derechos humanos? Segunda: ¿Cuál es la medida de su capacidad real para representar a la nación cubana en su pluralidad y amplitud, en su diversidad? Tercera: ¿Encarnan movimientos enraizados en sectores de la sociedad civil cubana real? ¿Cuáles son esos sectores sociales? Cuarta: ¿Representan a grupos sociales en desventaja, marginados, sin derechos, desvalidos y sin voz, pobres, invisibles? ¿A los negros de San Isidro? ¿LGTBQs? ¿Creyentes religiosos? ¿Escritores, artistas, periodistas, profesores, científicos? Quinta: ¿Conviven con alguna otra ideología que no sea el anticomunismo? Sexta: en el caso de los medios, ¿son fieles a su declaración de “informar al público sin ataduras ideológicas o partidistas”, “sin descalificaciones”, «sin militancia de ningún tipo», “sin ínfulas pedagógicas”? Séptima: ¿Se comportan como si realmente pudieran representar una alternativa deseable a los males del sistema político cubano y a las deficiencias de su sistema de medios?

Como se puede comprobar, ninguna de estas siete objeciones incluye recibir fondos de agencias vinculadas al gobierno de EEUU o de millonarios húngaros anticomunistas. No porque esto carezca de significación, sino porque lo principal, para mí, resulta ser a qué dedican esos fondos, y sobre todo, el apoyo recibido no solo en dineros, sino en términos de relaciones de poder, que convierten a esas víctimas del totalitarismo criollo en vedettes de los grandes medios de comunicación y paradigmas de la lucha por la libertad de pensamiento.

La derecha europea no es la única simpatizante conservadora de esta disidencia. La presente circunstancia ha propiciado que algunas otras corrientes, no precisamente foráneas, se hayan manifestado; como es el caso de la iglesia católica y algunos de sus representantes. 

Un observador tan lúcido y perspicaz de la sociedad, la cultura y la política cubanas como Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, lamentablemente ausente desde hace cinco años, había apuntado que «los obispos —la jerarquía católica en Cuba— no se han distinguido históricamente por sus dotes para dirigir —’pastorear’— la dimensión política de la vida de la Iglesia». En vez de la zarza ardiendo mediante la cual Yahvé (jehová) le dicta al profeta las tablas de la ley como guía absoluta del pueblo elegido por Dios, Monseñor Carlos Manuel le recomendaba a la «Iglesia Católica asumir, límpida y conscientemente, nuestro mestizaje creciente y sus repercusiones en el terreno religioso»; así como «el apartamiento de la Iglesia institucional y, muy especialmente, de su jerarquía, de la vida política según los criterios, caminos y dinamismo propios de la política partidaria…» para «aproximarse a los senderos propios», «…utilización del lenguaje adecuado a los valores evangélicos (respeto, amor comprensivo, serenidad, confianza)», «unido a la promoción de la cultura de la tolerancia y del pluralismo concomitante a la naturaleza humana.

Esta referencia también viene al caso, porque, en buena medida, entre los grupos de oposición prevalece más el espíritu intransigente de la Congregación para la doctrina de la fe —cuando no la retórica dura del Santo oficio— que la bandera de la reconciliación nacional y el diálogo. 

Como se sabe, no hay que haberse formado en la pedagogía del marxismo-leninismo de los manuales para ser dogmático. Tampoco se exige haber discriminado o castigado a los infieles a ese legado para ser sectario, o dirigido brigadas contra friquis y gays en la Rampa. El sectarismo se replica en grupos declaradamente antidogmáticos; o con una estructura abierta o descentralizada, aparentemente pluralista; y también se entroniza en corrientes tenidas por iconoclastas, cuestionadoras de un cierto statu quo, que postulan su propio patrón de lo políticamente correcto y lo que no lo es. 

Como han demostrado los psicólogos de la religión, el espíritu de secta se construye abroquelándose, a la manera de los que defienden una fe y la procesan hacia adentro, en lugar de desarrollar estrategias de comunicación con los demás grupos que piensan diferente a ellos. Este espíritu ataca a sus propios miembros, cuando los percibe como incumplidores de los principios del grupo, muchas veces con más celo y dureza que ante los enemigos. El que disiente de esa norma, se desvía, y por tanto puede resultar más peligroso —por estar o haber estado dentro de las filas— que el propio enemigo. El estilo sectario es el mismo cuando increpa a los contrincantes, identificándolos en bloque como «vendidos» y «mercenarios»; o atribuyéndoles «silencio ante los abusos», «autocensura», «cobardía», «complicidad con el régimen».  

Esta es una circunstancia especialmente compleja para la política cubana y sus instituciones. Se avecina el VIII Congreso del PCC, que incluye otro relevo del liderazgo político. A reserva de volver sobre este evento y su momento histórico, la circunstancia parece demandar una permanente calibración de las medidas adoptadas, encaminada a alcanzar no solo la eficiencia que persigue la política económica del Ordenamiento

No obstante, lograr esta complicada tarea de la economía, que no es meramente técnica, requiere fomentar condiciones sociales y políticas. Por ejemplo: maximizar un consenso que es hoy más heterogéneo y contradictorio a nivel de la sociedad civil; desarrollar una política de medios que facilite el diálogo político entre dirigentes y dirigidos, y que supere las pedagogías ideológicas obsoletas; practicar un estilo de liderazgo que lidie con el disentimiento dentro de esa sociedad y canalice su energía; así como un modo más eficaz de enfrentar los intereses que promueven la erosión y fragmentación de ese consenso, desplegando los recursos de la política, desde el gobierno y desde la sociedad, en mayor medida que los de la ley y el orden.

En un texto1 de hace casi veinte años acerca del pensamiento cubano en el siglo XX, afirmábamos, su coautor y yo, que apreciar el valor intelectual no implicaba desconocer su imbricación política, ni ignorar su cariz ideológico. Reconocíamos que entre los pensadores más sobresalientes de la cultura cubana había gente de distintas filiaciones políticas, clases, generaciones, géneros, sexualidades, colores e identidades étnicas, que habían vivido dentro y fuera de la Isla. De ahí que resulte fundamental, si de cultura y nación se trata, distinguir el valor cultural de ese pensamiento, y separarlo de formulaciones doctrinarias y expresiones panfletarias.

En medio de tanto panfleto que se hace pasar por periodismo, de adoctrinamiento conservador que usurpa el pensamiento crítico, sectarismos envueltos en la bandera de la democracia, monólogos que dicen abogar por el diálogo y el debate de ideas, y extremismos que polarizan el consenso, valdría la pena detenerse a pensar con cabeza propia, y preguntarse dónde está realmente el interés nacional.

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Nota:

1 Rafael Hernández y Rafael Rojas, «Prólogo» (Ensayo cubano del siglo XX. Antología. Fondo de Cultura Económica, México, 2002, p. 8 y 9).

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