Cosas migratorias (III)

Los contextos particulares de cada flujo migratorio se han visto marcados por el factor norteamericano; por la dinámica social, económica y política interna; y por el estado de las relaciones internacionales de Cuba en cada momento.

Esta serie de artículos, dedicada a analizar la composición social de la emigración cubana, y sus contextos, ha examinado hasta ahora las oleadas entre 1959 y 1980. Las cifras revelan grandes diferencias en esa composición, así como ocurre en las sucesivas oleadas desde los 90 hasta hoy. Se evidencia que el origen de clase y los factores de la emigración ya habían cambiado en los primeros años de la década de los 70, y eran otros desde el Mariel.

Cosas migratorias (I)

Los contextos particulares de cada flujo se han visto marcados por el factor norteamericano; por la dinámica social, económica y política interna; y por el estado de las relaciones internacionales de Cuba en cada momento. Estos factores han determinado que la emigración se haya ido pareciendo cada vez más a la sociedad cubana, en casi todos los aspectos. Sin esos factores y esas diferencias no se puede entender los flujos migratorios —ni nada.

El sentido común predominante, no solo en la calle, sino entre los observadores de “la situación cubana,” suele entender el presente al margen de esa historia, de la misma manera que prescinde de un enfoque comparado con otros países y regiones. El fenómeno migratorio —y todo lo demás— se percibe como si brotara de un mundo creado ayer y habitado solo por cubanos. Comprender esos flujos como parte de los ciclos largos de la historia de Cuba requiere examinar brevemente algunos rasgos sobresalientes de la migración cubana en un arco de 150 años.

La “edad dorada” evocada por algunos como “Cuba, país de inmigrantes,” aparece identificada con etapas de prosperidad y bienestar, cuando extranjeros y cubanos preferían la isla, en vez de buscar fortuna en otras partes. Esa visión lineal tiene la desventaja de no explicar la complejidad del fenómeno y su lugar en la vida del país.

Si se buscan momentos de alta tasa de inmigración (cantidad de inmigrantes/población total de ese año), se verá, por ejemplo, que hubo repuntes en 1817 y en 1861; así como entre 1900 y 1930. Esa alta inmigración en el XIX correspondió nada menos que con la entrada forzosa de africanos esclavizados y de chinos semi-esclavizados; así como, en el XX, con la profunda crisis que expulsó de España a cientos de miles de campesinos pobres, y con el arribo de decenas de miles de caribeños, a cortar caña y recoger café.

Esa visión lineal pasa por alto que la recepción de inmigrantes ha coincidido con ciclos de emigración, como los que caracterizaron la salida de cubanos hacia EEUU en ambos siglos.

Desde las Trece colonias, el intercambio comercial, los conflictos políticos, los intereses domésticos y las rivalidades entre potencias europeas ligaron a Cuba y EEUU, e involucraron flujos de personas. Hacendados, comerciantes, estudiantes universitarios, médicos, religiosos, músicos, se fueron de la isla a Nueva York y Nueva Orleans, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX. Como han mostrado las investigaciones de Jerry Poyo y de Lisandro Pérez, ese flujo se aceleró y diversificó con las guerras de independencia. En el tiempo, su impacto sobre la estructura social del exilio cubano transformó el patrón de la elite criolla asentada en Nueva York, ampliándolo a sectores populares, especialmente tabaqueros, como los que caracterizarían a Cayo Hueso y sobre todo a Tampa, al final de las guerras de independencia. 

Aunque el boom azucarero había duplicado la población de la isla en apenas un tercio de siglo (1827-1861), el inicio de las guerras de independencia reduciría ese crecimiento a solo 16,8 % en los siguientes 26 años (1861-1887). Finalmente, en los últimos doce años del XIX,  la población neta de la isla decreció 3,24 % respecto a 1887. El censo realizado por el ejército de ocupación de EEUU arrojaba en 1899 un total de 1 572 797 (1899) —aunque de acuerdo con otras fuentes, la población total podría haber descendido a un millón 200 mil, o menos.

Cosas migratorias (II)

Según el Servicio de Inmigración y Naturalización de EEUU, en el arco de las guerras (1869-1900), 58 400 cubanos, la mayoría de ellos trabajadores, había emigrado, a Tampa, Cayo Hueso, Nueva York, Nueva Orleans. La pregunta es: ¿qué pasó con esos emigrados cubanos al alcanzarse la independencia?

Según el censo cubano de 1907, en los años iniciales del siglo, la población de la isla crecería en más de 30% y rebasaría los 2 millones. En ese periodo, la tasa de natalidad se disparó, así como la inmigración. El movimiento de pasajeros entrantes hasta esa fecha rebasó las 300 mil personas, 124 mil provenientes de EEUU, entre ellas 11 mil norteamericanos. Sin embargo, en ese mismo periodo se registró la salida de 125 mil viajeros hacia el Norte. 

De manera que, en medio del ciclo de inmigración que experimentó la isla, entre 1900-1930, la marea emigrante no se detuvo. En las primeras dos décadas del XX, emigraron al Norte casi 70 mil cubanos, más que en las tres décadas de las luchas por la independencia, impulsados no tanto por motivos políticos, como en el XIX, sino laborales.

Aunque puede parecer paradójico a los que asocian la emigración con la crisis, durante la dictadura de Machado y la revolución del 30, a pesar del aumento del exilio político, y de la hambruna que acompañó a la Gran Depresión de 1929, la emigración hacia el Norte cayó notablemente. Y es que en el año de la caída de Machado, había más gente yéndose de EEUU que de la isla, por la misma causa. Así que el factor económico de atracción migratoria siempre ha tenido un peso decisivo. En cambio, durante los años de la II Guerra y posguerra mundiales, el flujo hacia el Norte se volvió rampante.

En efecto, entre 1940 y 1960, más de 105 mil cubanos llegaron como inmigrantes a EEUU. En la última década antes de la Revolución, sin que la economía se estuviera derrumbando, la ola emigratoria creció 200% respecto a la década anterior. Este flujo obedeció a factores de expulsión políticos, como en el caso de quienes evadían la represión del régimen de Batista, pero sobre todo de atracción económica, en particular, el acceso a empleos y mayor nivel de ingresos, que Cuba no les iba a ofrecer de ninguna manera. En 1960, según el censo, 163 mil cubanos radicaban en EEUU, más del doble que en 1950.

Como resumen de lo anterior, desde las guerras de independencia hasta la Revolución de 1959, más de un cuarto de millón de cubanos emigraron al Norte. La inmensa mayoría de ellos no regresaría a residir de modo permanente en Cuba.

Si de emigración se trata, hay que marcar algunas diferencias. La primera es que juntar a esos cubanos nacidos en Cuba con su descendencia en EEUU, al punto de meterlos en un mismo saco, es como sumar mameyes y melocotones. Los censos estadunidenses son muy claros al respecto, no solo con los cubanos, sino con todos los inmigrantes. Cubanoamericanos de Miami, chicanos de Los Ángeles, hijos y nietos de irlandeses o portugueses de Boston, italoamericanos de Nueva York, nacidos y criados en EEUU, son tan estadunidenses, no solo en términos legales, sino culturales, como los descendientes de los peregrinos del Mayflower. Sus padres y abuelos nacidos en otras tierras son inmigrantes; ellos no.

Por ejemplo, las cifras del censo indican que ahora mismo hay 1,3 millones de inmigrantes nacidos en Cuba; y un poco más de 2 millones de cubanoamericanos. Los primeros, incluso el 60% que se han hecho ciudadanos, conservan fuertes rasgos de la estructura social y la identidad cultural de la sociedad emisora. Los nacidos allá tienen hábitos, gustos, cierto nivel de lengua, adquiridos en sus familias de origen, pero comparten las relaciones sociales, los referentes mentales, el idioma, de la sociedad donde estudian, trabajan, imaginan su futuro, como miembros de esa nación a la que pertenecen, y que ya no es la misma que la de sus padres.

Como esta compleja cuestión de “la identidad nacional” requiere un análisis por separado, al que prometo regresar, volvamos finalmente a nuestro tema de la emigración, para marcar algunas diferencias.

Aunque los flujos posteriores a 1980 se parecen más a la sociedad emisora, hay ciertos rasgos y componentes socioculturales que distinguen a los emigrados cubanos. Uno es la pertenencia a un grupo particular de color de la piel; el otro, a un origen territorial determinado. Según el rasero del censo en la isla, 36% de los cubanos son negros y mulatos; y 24% vive en comunidades rurales. Entre los inmigrantes cubanos en EEUU, la proporción de personas negras y mulatas se ha estimado en apenas un dígito; y los guajiros brillan por su ausencia.

Ese sesgo no es un simple dato demográfico, sino tiene implicaciones para el análisis de la composición social del flujo, y de los factores de expulsión y de atracción migratoria, antes y ahora. Entenderlos requiere, una vez más, poder explicar el contexto en que ocurren. En lugar de verlos como aves migratorias o semillitas arrastradas por el viento, que hacen sus nidos o germinan en otras tierras, y que son todas iguales. Los grupos humanos que emigran son otra cosa —incluso si se trata de “los cubanos.”

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