Derechos humanos y sanciones: dos varas

¿Deberían los países sujetar sus acuerdos y su cooperación a que se hagan cambios políticos y legislativos que lastran los derechos de grupos en desventaja?

Bodega cuba Kaloian

Foto: Kaloian.

La corriente que levanta una vez más la vieja consigna anticomunista de endurecer la política hacia la isla y condicionar las relaciones a esto o lo otro, en Europa o en Washington, cree haber encontrado en la crisis cubana actual el momento propicio para apretar las clavijas. 

¿Será posible que no hayan aprendido cómo se procesa su doble rasero del lado de acá? ¿Cuál es su efecto real sobre la apertura, las reformas, la democratización? ¿Es que no se han mirado en el espejo?

Tomemos como botón de muestra lo que dice Amnesty International (AI), digamos, sobre España. Dice AI que la erradicación de la violencia contra las mujeres ha tenido progresos, pero sigue siendo un problema crítico; que el trato hacia los prisioneros, a veces inhumano y degradante, incluye prácticas calificadas como torturas. Y pone el dedo sobre la recepción de los inmigrantes, donde se prueba la capacidad del orden establecido para responder a la seguridad humana de quienes aspiran a una vida mejor. 

¿Deberían los países de América Latina y el Caribe sujetar sus acuerdos y su cooperación con ese país a que hiciera los cambios políticos y legislativos que lastran los derechos de esos grupos en desventaja? ¿Sería la manera más eficaz de lograr los progresos deseables? 

En cuanto a darle un ejemplo a Cuba, me figuro lo que habría pasado aquí si cincuenta años después de la dictadura derrocada en 1959, los miles de muertos de aquel régimen no hubieran recibido justicia y reparación, no hubieran sido reivindicados por los tribunales ni se supiera en muchos casos a ciencia cierta donde están enterrados; y donde los culpables de “ejecuciones extrajudiciales”, torturas, encarcelamientos arbitrarios, no hubieran sido juzgados. Si casi medio siglo después se mantuviera una Fundación Fulgencio Batista, y una ley que impide cualquier proceso judicial por violaciones de los derechos humanos cometidas durante aquel régimen, sellando la impunidad de los represores. O si la exaltación del batistato hubiera renacido en organizaciones políticas que lo celebran como prócer, arquitecto de la moderna Cuba, a quien el comunismo internacional ha vilipendiado injustamente. Y, que encima de todo, algunos lo invocaran como modelo de transición para guiar a países víctimas del totalitarismo por la senda de la libertad y la democracia. 

Imaginemos que en vez de ser el país de América Latina y el Caribe con relaciones de cooperación más estrechas, alianzas político-diplomáticas y colaboración con África, su trato a los africanos que llegaran a Cuba fuera calificado de graves violaciones a los derechos humanos

Pensemos si cada vez que una delegación de nuestros países visitara Madrid o Bruselas pidiera que en la mesa de conversaciones estuvieran los políticos catalanes condenados por causas políticas, o los independentistas vascos y anarquistas presos. 

Aunque algunos eurodiputados se sienten orgullosos de su supremacía europea, 40 % de los españoles sí creen que hay presos políticos en su país; y 57 %, que se abusa de la prisión preventiva, según una encuesta del periódico barcelonés La Vanguardia. 

Como dice el conocido artista visual español Santiago Sierra, cuya obra en favor de los presos políticos ha sido censurada, la aprobación de la Ley de Seguridad Ciudadana, o “Ley Mordaza”, abarca como delitos las opiniones y los actos de desobediencia, como, por ejemplo, los intentos de paralizar colectivamente los desahucios, multiplicando las denuncias y sanciones por resistencia a la autoridad”. Y es sabido que la aplicación del artículo 155 de la Constitución contra el referéndum de autodeterminación convocado en Cataluña, desató una oleada de detenciones que llevó a prisión o al exilio a representantes electos.

Sin embargo, cuando se les pregunta a los políticos de allá, dicen que los suyos “no son presos políticos en absoluto”. Y aclaran que “en una democracia no hay presos políticos”, de manera que en España “no los hay desde hace muchos años”. O todavía mejor: “Aquí no hay presos políticos, sino políticos presos”. Si Mario Moreno hubiera sido Ministro de Justicia no lo habría dicho mejor. 

Dado que la Eurocámara no vota por condicionar las relaciones con Israel al cese de la matanza de Gaza; que los luchadores saharauies encerrados por Marruecos permanecen incomunicados, sin adecuada atención médica, torturados y recluidos a miles de kilómetros de sus familias, mientras que a nadie en Bruselas parece preocuparle; que Túnez no deja entrar a una delegación de eurodiputados y tampoco pasa nada; que los casos de periodistas asesinados, de contingentes de gente pobre desplazada por la violencia del crimen organizado que algunos Estados no logran controlar proliferan en otros países; que las víctimas de la violencia policial en los EE. UU. alcanzan cifras récords en 2023 sin que las instituciones oficiales europeas abran la boca, ¿cómo se explica la aplicación de un rasero tan selectivo a lo que pasa en Cuba?  

Esa propensión no es solo obra de los partidos de derecha. Otros actores contribuyen de manera entusiasta a que los organismos políticos no se midan con su propia vara. Son los que, de boca, promueven el diálogo, la libertad de expresión, el debate de ideas, la libre circulación de la información, el pluralismo, y al mismo tiempo excluyen minuciosamente a quienes expresen enfoques que no coincidan con su ideología o su línea editorial. Digamos, cuando un periódico como El País o Washington Post, y algunas agencias de prensa radicadas en La Habana deciden a qué autores o cuáles “análisis políticos” publican, dando un ejemplo perfecto de esa asimetría. 

Me pregunto cómo sería si los comentaristas políticos de mayor perfil acerca de China, Vietnam, Rusia, Pakistán, India, Brasil, Colombia, en los principales medios, fueran exiliados de esos países, que se identificaran como activistas contra esos Gobiernos, y cuyos textos se dedicaran a negar o ignorar todo lo que pudiera considerarse valioso y reconocible. Y claro que no me refiero a la academia que estudia a Cuba en otras partes, sino a lo que se propaga en los periódicos y medios más influyentes en la formación de la opinión pública internacional. 

Recapitulando todo lo anterior, llamo la atención sobre tres cuestiones. 

La primera, que cuando algunos juzgan las deficiencias, problemas, errores y torpezas reales de las políticas cubanas, suelen aplicar una lógica que, en el fondo y cada vez más abiertamente, objeta más bien la naturaleza misma del sistema. 

¿Es que los ejercicios democráticos en nuestra región y más allá pueden ser paradigmáticos?

Como reconoce la mayoría de los observadores, las democracias actuales no tienen más crédito, ni funcionan mejor, ni son más populares que muchos regímenes autoritarios, en América Latina y el Caribe, y también en Asia, ahora mismo. Claro que eso no implica justificar ninguna forma de dictadura, autoritarismo o populismo, sobre todo en regiones con un record de dictaduras como la nuestra. Sin embargo, según The Economist Intelligence Unit (EIU), la democracia en nuestra parte del mundo ha caído más desde 2008 (-10 %) que en ninguna otra. 

Salvo en Chile y Uruguay, según EIU, los regímenes autoritarios perfectos, “híbridos” y las “democracias imperfectas”, constituyen la mayoría. Lo de imperfectas alude a Brasil, Colombia y Argentina; e híbridos, Perú, Paraguay, Guatemala, Honduras… Si uno sabe lo que ha estado pasando en esos países en los últimos años, verá cómo se llevan la democracia, la concentración oligárquica y la corrupción a gran escala.  

Resistencia popular en la tormenta argentina

Comparativamente, dice EIU, donde menos ha caído la democracia es en Asia (-2,1 %), región en que prosperan regímenes calificados de autoritarios, como China, Singapur, Tailandia, Cambodia

Parece que, ateniéndose a los mismos parámetros, las democracias realmente existentes no consiguen más credibilidad ni responden mejor que muchos autoritarios, en materia de seguridad humana, equidad, reducción de la pobreza, prosperidad, acceso a la educación y la salud. 

La segunda cuestión se refiere a la creencia de que imponerles condicionamientos, castigos, aislamientos, presiones o, como se diría en La Habana Vieja, “metiéndoles el pie” a esos regímenes de naturaleza autoritaria se consigue influir más para alcanzar compromisos y, a la larga, cambios de conducta, que mediante el diálogo y el constructive engagement. 

Las políticas de EE. UU. hacia Cuba son un largo experimento de error-prueba-error-error-más prueba-más error que demuestra no solo la ineficacia, sino el efecto contraproducente de esa variante. El reconocimiento del presidente Obama acerca de este efecto debería ser suficientemente demostrativo, por aquello de “a confesión de partes, relevo de pruebas”.

Antes que él, la Unión Europea lo reconoció, al descartar la llamada “posición común” en 2016. El historiador italiano Carlo Mario Cipolla lo formuló en su tercera ley de la estupidez humana: “Una conducta es estúpida si causa daño a otros sin obtener ganancia alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso”. 

La tercera es que “meter el pie” y emplazar al otro en vez del diálogo y el compromiso repercute al interior del asediado, en su política y su sociedad, dentro y fuera. Es así porque contribuye a reforzar los extremismos de todos los colores, a enturbiar y enconar el zipizape por encima del diálogo, a facilitar el secuestro del debate por el afán de protagonismo, el intercambio de ideas por la charlatanería, el razonamiento por la especulación, la defensa del interés nacional por la mentalidad de fortaleza sitiada.

Pienso ahora en algunos problemas cubanos, no derivados del bloqueo o de la URSS, pero sí contaminados por el acoso, que lastra su comprensión y debate a fondo. Digamos, la corrupción.

Si me alcanzaran los elementos de juicio y el tiempo, valdría la pena intentarlo.  

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