¿El anticastrismo tiene la llave de los truenos de la Casa Blanca?

Todo está peor entre los gobiernos de Cuba y EE.UU., pero ni las visitas de los cubanos a la Isla, ni la comunicación entre los cubanos de ambos lados del Estrecho se han detenido.

Foto: Milena Recio.

Como se sabe, Estados Unidos ha sido siempre un factor doméstico en la vida cubana. Así como ocurre con los ciclones y el juego de pelota, a pesar de que se originan “afuera,” están implantados entre nosotros. Producto de la enorme vecindad que nos amarra y de la historia compartida, esta condición se fue tejiendo aun antes de convertirnos ambos en Estados-naciones.

Es así no solo por las “leyes” de la geopolítica, sino por una impresión geocultural mutua. Digamos, por ejemplo, que a los chinos y a los vietnamitas no les podría pasar nada parecido, porque, a pesar de la globalización e Internet, ellos viven en las antípodas, tanto geográficas como culturales. Mientras que, en nosotros, la familiaridad, e incluso la consanguinidad con lo norteamericano, resulta clave de muchas cosas, incluida la modernidad con que irrumpió la Revolución hace 60 años, y hasta la capacidad del liderazgo para lidiar con el conflicto.

Claro que la Revolución y el Estado cubanos cuentan mucho ahora mismo en la ecuación que domina la relación bilateral. Es notorio, no obstante, que esta no se reduce al canal monoaural entre los dos gobiernos, sino abarca una especie de red estereofónica entre ambos países. Ahora bien, ¿en qué medida estas relaciones –las intergubernamentales y las otras– han retrocedido cualitativamente, como sostienen algunos, al la situación en que se encontraban el 16 de diciembre de 2014?

No hace falta presentar una lista detallada de hechos para demostrar que, entre 2017 y 2019, las relaciones bilaterales, en general, empeoraron.

Lo peor de todo fue la virtual suspensión del flujo migratorio ordenado –acordado desde 1995-96–, al suspenderse el servicio de la oficina consular en La Habana (y en Washington), con el argumento de los “ataques sónicos.” Este problema, que quizás nunca llegue a aclararse completamente, dada la falta de datos confiables, tuvo dos efectos instantáneos: uno fue un boom de todas las teorías de la conspiración posibles –en la mejor tradición del género de política ficción, el más fértil si de cosas cubanas se trata–, y a pesar de la ausencia de evidencia alguna: ¿fueron los de la Seguridad cubana? ¿Los del FBI? ¿Marco Rubio? ¿Los norcoreanos? ¿Los rusos? ¿Los iraníes? Etcétera.

El segundo efecto, que ilustra el típico “daño colateral” de la hostilidad, se descargó, más que sobre el gobierno de la Isla, sobre todos los cubanos, de aquí y de allá. Aunque los de allá pueden seguir viniendo, dada la exención de visa oficial cubana, los de acá han pagado el costo de no poder viajar normalmente, salvo desde un tercer país, lo que virtualmente tranca la reunificación familiar.

Lo “segundo peor” que ha ocurrido en los últimos dos años fue el uso del miedo, y su impacto sobre las visitas y los contactos entre las dos sociedades.

Junto a la cancelación de la licencia people to people, y el fin de los cruceros, la afectación a los intercambios académicos y culturales, construidos contra viento y marea a lo largo de más de tres décadas, se han visto dañados como nunca antes. A pesar de mantenerse el interés entre instituciones de ambos lados, y de no haberse cancelado la licencia general para estos intercambios, las “advertencias de seguridad” emitidas por el gobierno de EEUU sobre el riesgo de visitar Cuba siguen teniendo un efecto inhibitorio.

Por otra parte, en términos relativos, el balance cualitativo depende del cristal con que se mire, el del vaso medio lleno o medio vacío. Phil Brenner ha calculado que, de los 23 acuerdos establecidos en el corto verano de la normalización, 2 se aplican de manera reducida o limitada (las embajadas abiertas, aunque con escasa actividad; los vuelos comerciales continúan, aunque restringidos a La Habana); 4 no se han implementado; y uno está pendiente de aprobación congresional.

Los restantes 16 entendimientos acordados, sin embargo, se siguen implementando total o parcialmente. Es decir, que, aunque los contactos, reuniones y chequeos bilaterales se han reducido al mínimo o no existen, se mantiene la cooperación a nivel operativo entre los servicios de guardacostas en materia de migración y narcotráfico, casi todas las 12 categorías que permiten visitar la isla (salvo la de people to people), el servicio de las 14 aerolíneas que viajan (desde varias ciudades de Estados Unidos), la licencia concedida para la cooperación en tratamiento del cáncer al Rockwell Institute con el Centro de Inmunología Molecular, el servicio de correo directo, las medidas de seguridad del transporte aéreo, información meteorológica y climática, aplicación de la ley, búsqueda y rescate de embarcaciones…

En un plano general, lo que pasó en 2017-2019 cuestiona al menos cuatro lugares comunes.

1 El primero es que la política cubana de Estados Unidos hacia Cuba estuviera dictada por el grupo de presión del “exilio cubano-americano” –como coinciden curiosamente en afirmar los medios de ambos lados. La evidencia consiste en la lista de todo lo que NO ha pasado (y que este grupo quisiera que pasara), incluida la ruptura de relaciones diplomáticas, el retorno de Cuba a la lista de países terroristas, la prohibición a ATT, Google y otras empresas de comunicación para cooperar con Cuba, la ilegalización de los intercambios académicos y culturales. La explicación de esta política concebida e implementada por la Casa Blanca, radica más bien en el viejo triángulo EEUU-Cuba-América Latina.

En otras palabras, las prohibiciones, restricciones y activación de sanciones se dirigen a castigar a Cuba por su vínculo con Venezuela, que es el objetivo estratégico de todas las acciones contra la Isla. El derrocamiento del chavismo, no el muy improbable del “castro-comunismo,” es su razón de ser.

2 El segundo lugar común es la suposición de que la política de EEUU cambiaría en respuesta al avance de los cambios internos en Cuba. Como es evidente, nada de lo ocurrido entre 2017 y 2019 (nuevo gobierno, nueva Constitución, continuidad de las reformas, papel del mercado, extensión de acceso a  Internet, etc.) ha dejado huella alguna en el contenido de esa política. Más bien parecen inversamente proporcionales.

3 En tercer lugar, la tesis de que el gobierno cubano (“en el fondo”) se resiste a mejorar su relación con EEUU, porque le teme a una relación normal y al levantamiento del embargo. Nada en el discurso oficial revela la intención de darle la patada a la mesa de negociación ni provocar una ruptura irreversible con una administración tan universalmente intratable como la de Trump. La idea de rechazar el levantamiento del bloqueo, después de haberlo denunciado a lo largo de todo el año, y haber hecho votar a todo el mundo contra él, resulta más bien absurda.

4 En cuarto lugar –y quizás lo más importante para el lado cubano– es que ninguno de los cambios internos (la transición hacia otro socialismo) están atados a cómo vayan las relaciones con Estados Unidos. Aunque la normalización sería deseable para facilitar esos cambios, estos no son rehenes del bloqueo, e incluso de la renovada hostilidad. Así mismo ocurre con el activismo en las relaciones exteriores, en particular, el fortalecimiento de las alianzas no solo con China y Rusia sino también con la Unión Europea, y la búsqueda de otras nuevas, más allá de América Latina y el Caribe, especialmente en Asia. Visto así, el país estaría menos aislado que nunca.

Finalmente, si esa industria local del sur de la Florida denominada anticastrismo tuviera la llave de los truenos de la Casa Blanca, habría paralizado virtualmente las visitas a la Isla, bloqueado o dominado la comunicación entre los cubanos que viven adentro y afuera, parado las remesas.

Según cifras recientes, en 2019 el número de norteamericanos que vinieron a Cuba se redujo en 20% respecto a 2018. Es decir, pasó de 623, 172 a “solamente” 498, 538. Estamos hablando de casi medio millón de visitantes, solo inferior al influjo del turismo canadiense. En cuanto a los cubanos que residen en el Norte, su cifra creció hasta 552, 816, es decir, 6% más que en 2018. No está tan mal para resultar “el peor momento” desde la promulgación de la Ley Helms-Burton.

Según se dice, los emigrados son, en todas partes, aquellos ciudadanos que votan con los pies, no solo cuando se van, sino cuando retornan. En cuyo caso, la real sociedad cubano-americana tiene poco que ver con esa política endurecida. Sería lógico esperar que sus autores republicanos perdieran el voto cubano en las próximas elecciones. Y que la mayoría de esos cubanos se organizaran para presionar sobre la Administración, a fin de que, al menos, se restableciera la normalidad migratoria, y se levantara los límites a las remesas.

Mientras esperamos del lado de acá, en Cuba, a que esa lógica tenga lugar, se podría seguir avanzando en la normalización del estatus ciudadano de los emigrados, más allá de diferencias ideológicas. Si así fuera, al menos se habría aprovechado este enfriamiento para dejar establecido que las relaciones con esos cubanos emigrados no pasa por el clima entre los Estados Unidos y Cuba.

Se trataría así de un acto de política interna, desvinculado de todo condicionamiento externo, que reafirmaría el papel de las reformas en la consolidación de la soberanía nacional.

Dicho sea solo para terminar con una paradoja, otra más: los que conciben y articulan políticas en torno al eje de la hostilidad soslayan que en la cultura política cubana lo acostumbrado con Estados Unidos es la bronca, no el diálogo. Obama, por supuesto, era mejor que Trump para casi todos; aunque al mismo tiempo, le planteaba al gobierno complicaciones inéditas. Las sanciones y el insulto son una desgracia, pero resultan más simples, porque es el patrón de 60 años. Algo familiar.

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