El cambio, la política y la postpandemia

La circunstancia creada por la crisis de salud ha incidido sobre procesos políticos y sociales en curso. Ha permitido, como una especie de lupa, hacerlos visibles y eventualmente acelerarlos. 

Foto: REUTERS.

La actitud conservadora ante los cambios sociales profundos siempre ha sido calificarlos de monstruosos. Desde esa mentalidad, la Revolución Francesa (1789) y la guerra civil de Estados Unidos (1861-65) no fueron asaltos finales a un orden caduco, sino desviaciones o errores en el curso razonable de la historia.

Para esa representación de los cambios radicales como malditos, Abraham Lincoln no habría sido el agente más justiciero de su historia, sino el más divisivo y polarizador, el aniquilador de un modo de vida arraigado y considerado legítimo por sus defensores, ejecutor de su cruel decadencia y despojo, según retratan vivamente filmes inmortales: Birth of a Nation, Gone with the Wind.

No me parece necesario recordar que el procedimiento mediante el cual Lincoln evitó la secesión por la que abogaba la tercera parte de los estadounidenses residentes en los 13 estados de la Confederación no fue plebiscitar sus derechos, como se diría hoy, sino enfrascarse en la guerra más devastadora (en vidas y daños materiales) que haya sufrido esa gran nación. Aunque sus consecuencias para el orden social, el desarrollo económico, el sistema político, la cultura cívica y la ideología norteamericanas fue muy superior a la Revolución de Independencia (1776), nunca he escuchado, sin embargo, llamarle a ese conflicto “la revolución lincolnista,” ni tampoco achacarle al hombre de Kentucky personalismo, autoritarismo o ciega obcecación hacia los millones de confederados y sus derechos ciudadanos. Quizás eso se explica porque no he conversado de modo conciliatorio con los dos bandos sobrevivientes de aquel terrible conflicto, cuyas heridas, según muestra la televisión en estos días, no parecen restañadas del todo 150 años después.

Confieso mi desconcierto cuando descubrí, por otra parte, que los franceses, tan orgullosos de su gorro frigio y su faro de libertad-igualdad-fraternidad en el mundo moderno, conservaban tan pocos sitios en memoria de los revolucionarios Robespierre, Saint Just o Marat, mientras que es imposible recorrer París sin tropezarse a cada paso con el legado de Napoleón Bonaparte, ese dictador militar que se hizo coronar emperador. A pesar de su mala imagen en la cultura británica, alemana o rusa, el papel del corso que puso a Francia en la vanguardia de la modernidad política, la organización del Estado moderno, la doctrina jurídica, el sometimiento del poder eclesial, el papel de la educación y la salud públicas, el deber ciudadano en la defensa nacional, e incluso la herencia de su expansión colonial en todo ese mundo que hoy ellos llaman la francophonie, no parece sino haberse agrandado.

Es como si, a pesar del rencor que un inteligente (y aristocrático) escritor como Chateaubriand le reservara a su personalidad autoritaria y controladora, la memoria histórica se hubiera inclinado del lado de aquellos personajes stendhalianos de El rojo y el negro y La cartuja de Parma, que lo tenían en un íntimo altar. Si no fuera así, ¿cómo se explica que su tumba no esté en el Père Lachaise o en el Panthèon, sino en ese monumental sarcófago en el domo del palacio de Les Invalides, donde nada ni nadie le hace sombra?

Aprender de esos ejemplos, los de Lincoln y Napoleón, tan alejados entre sí como apartados del culto liberal y de las experiencias socialistas históricas, permitiría (quizás) entender y valorizar la experiencia cubana –más allá de las muy personales y respetables simpatías (o antipatías) hacia sus líderes– y juzgarla en términos de cambio social y político, civilizatorio y de redefinición del interés nacional. Rebasar ese reduccionismo de gustos y deseos personales requeriría mirar la política y las lecciones de la historia no como un espacio donde se juzga lo que pasó (o lo que debía haber pasado), como en un juego de video, donde acumula puntos el que responde “lo correcto”, desde aquí y ahora. Si el propósito no es alinearse o desalinearse con los cambios sociales y políticos, sino entenderlos, ayuda saber que no son una simple función lineal de los líderes, sino más bien de las circunstancias que favorecen o retrancan sus propósitos.  

¿Qué pinta la COVID-19 (o el SARS-CoV-2) en todo esto?

Desde el apogeo de la pandemia, se han escuchado voces que profetizan el fin de una época y el inicio de otra, adjudicándole a la mortandad universal un factor de cambio en la índole del capitalismo prevaleciente a escala global. Ese loable deseo se asemeja a otras hipótesis no verificadas (todavía). Por ejemplo, la que cifró en las redes sociales el nacimiento de una nueva democracia, o la que atribuyó a la facilidad de los teléfonos inteligentes la eclosión de la “primavera árabe” (2010-2012). Pasado un tiempo prudencial, parece evidente que los teléfonos no siguieron surtiendo el efecto de proveer paz, libertad y derechos humanos en el Magreb y el Medio Oriente, ni las redes han representado un paradigma de cultura cívica o un espacio alternativo a la participación ciudadana efectiva (al menos, hasta ahora). Respecto al tema de la COVID-19, resulta difícil predecir siquiera, a ciencia cierta, cuál será su impacto final sobre las próximas elecciones estadounidenses. Al escribir estas líneas, más bien parecería que el crimen de un policía contra un hombre negro ha desencadenado más efectos políticos y sociales visibles que la misma pandemia.

Protestas y violencia en Minneapolis por muerte de afro-americano a manos de la policía

Aunque el impacto de la COVID-19 en Cuba ha sido documentado internamente, e incluso percibido desde afuera con mayor precisión e imparcialidad que ningún otro acontecimiento en la vida nacional, la circunstancia creada por la crisis de salud ha incidido sobre procesos políticos y sociales en curso. En particular, ha permitido, como una especie de lupa, hacerlos visibles y eventualmente acelerarlos. 

En el debate entre analistas económicos, el cambio se mide en áreas de problemas y variables, que ellos llaman retos: planificar y asignar recursos escasos, producir alimentos, enmendar mecanismos de comercio interior,  ahorrar, lanzar un programa fiscal de emergencia, alcanzar la tasa de crecimiento mínima, reformar el sistema de precios, incentivar la productividad, secuenciar medidas, devaluar el peso cubano (CUP)… Entre juristas, la escala de cambios podría resumirse en la implementación del calendario legislativo 2020-2023. Ambos son indicadores muy específicos y concretos, es decir, medibles. 

Apreciar y explicarse el cambio en términos políticos requiere, no solo indicadores puntuales significativos, sino evaluar su sentido, más que en términos de eficiencia (como en la economía) o de reglamentación instrumental (como en la legislación), en su eficacia. En este breve espacio, me limitaré a comentar algunas aristas de cómo la crisis de la COVID-19 visibiliza ese proceso, parcialmente oscurecido en esa parte de caja negra que la política (siempre, en todas partes) contiene.

En un texto anterior mencioné que no todas las respuestas a nuestros problemas, incluidas las amenazas a la seguridad humana, se reducían a datos macro, por muy importantes que fueran para la aritmética de la economía real. La evolución de la pandemia no ha hecho sino reafirmar el peso de lo territorial y regional como fundamento de una política eficaz.

Por ejemplo, la crisis de la COVID-19 sacó a la luz pública una red de laboratorios con capacidad para diagnóstico de alta tecnología en todo el país (incluido uno de la Defensa Civil), así como de hospitales con unidades de cuidados intensivos. Estos son inexistentes, por cierto, en algunos países con los más altos puestos en la escala del covidiómetro, por decirlo así, como Costa Rica.

El control de la pandemia ha sido más eficaz en casi todas partes que en La Habana. Antes de adelantar una explicación de esas que se agolpan unas con otras en nuestras redes, habría que examinar también las dificultades para lograrlo en Matanzas, Villa Clara, Sancti Spiritus, Mayabeque y Holguín, en contraste con la efectividad desplegada por Cienfuegos, Pinar del Río, Guantánamo y Camagüey, reveladora una vez más de capacidades diferenciadas. Si se compararan, por ejemplo, la contribución al Producto Interno Bruto (PIB) o incluso al Índice de Desarrollo Humano (IDH) de cada una de estas provincias, difícilmente podría encontrarse una explicación global.  

La Habana ha reportado más del 53% de los casos positivos al nuevo coronavirus en toda la Isla. Foto: Otmaro Rodríguez

La lección derivada de lo anterior es que, incluso cuando se refuerzan las tendencias a la centralización, propias de situaciones de crisis, el sistema puede funcionar con una mayor eficacia, si lo hace sobre la base de responsabilidad, autoridad, empleo de recursos, inteligencia y participación locales. En una palabra, si se aplica de verdad la descentralización.   

También mencioné antes que la principal línea de defensa para una política de salud radicaba en la cabeza de la gente y que, para evitar una reacción social disgregada, el uso eficaz de la comunicación era esencial. La transparencia conllevó, sin embargo, efectos colaterales, como producir la sensación de reflujo de la pandemia a la normalidad antes de lo previsto. Si para mantener la conciencia sobre la amenaza fue imprescindible ofrecer información verídica y actualizada, también se necesitaron medidas de seguridad, incluidos los aislamientos zonales. Al mismo tiempo, se llegó a lanzar una polémica campaña de reforzamiento de la ley y la anticorrupción en medio de la crisis de salud, cuya discusión también requeriría una lectura política de la pandemia.

Hasta el día de hoy existen zonas con medidas de aislamiento más estricto en La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez

En cualquier caso, al menos en las ciudades principales del país, la policía y el Ministerio del Interior no se han dedicado tanto a irles tras la huella a los infractores y escarmentarlos por la televisión como a desempeñar roles de orden público. Estos incluyen no solo asegurar las normas de distanciamiento, sino vigilar y mantener la organización en las interminables colas de los mercados, especialmente de alimentos.

Si se volviera a comparar con Costa Rica, donde las medidas de aislamiento no fueron tan estrictas, la práctica cubana podría considerarse rigurosa. Sin embargo, los desafíos de la densidad poblacional en ambas capitales revelan diferencias de escala: los barrios más populosos de San José (7 mil hab/km2) no se comparan con Centro Habana (45 mil hab/km2). La segunda gran diferencia, como se sabe, es que la crisis de abastecimientos en Cuba ya estaba ahí antes de la pandemia, y no ha hecho sino agravarse, lo cual requiere medidas de orden y distribución que van más allá de los controles de salud.

Aunque el uso eficaz de la policía no puede resolver el problema del desabastecimiento, como es lógico. Tengo la experiencia de vivir en la primera zona de la capital que entró en cuarentena, dentro del municipio Plaza, y los controles policiales en las calles no han sido más estrictos que en Madrid o Miami, según me cuentan amigos que viven allá.

Respecto a este otro aspecto de la política que es la imagen país, si bien el manejo eficaz de la pandemia en Cuba se ha reconocido por los grandes medios solo tardíamente (New York Times, Washington Post, El País), la eficacia del sistema de salud, medida en unos 80 fallecidos hasta la fecha, ha estado entre las más destacadas en el hemisferio, a pesar de que la gestión de pesquisa (y hallazgo) de contagiados asintomáticos, y las medidas de aislamiento de todos (contagiados, sospechosos y contactos) han estado muy por encima de la mayoría.

Como apunté hace un par de meses, los miembros del gabinete cubano que han ido desfilando por la televisión proyectan no solo lo que dicen, sino cómo y quiénes son. Curiosamente, la cuestión de si son “viejos” o “guardias” no parece destacarse en el horizonte de la opinión pública, quizás porque no lo son, a pesar de que tantos expertos en otras latitudes calificaban a la clase política cubana de geriátrica y de militar hace muy poco tiempo. En cualquier caso, esa novedosa clase política habría estado pasando un escrutinio público insólito. Si se hiciera una encuesta, sospecho que los de Salud Pública tendrían el rating de aceptación más alto; los del Comercio Interior y la Agricultura quizás estarían en el fondo.

Apunté también que la COVID-19 ha presionado al gobierno para simplificar trámites administrativos, poner a prueba la digitalización de servicios como mercados y bancos y ampliar y flexibilizar condiciones del servicio telefónico. Al cabo de tres meses, esa circunstancia no solo ha acelerado su puesta a prueba, sino que los ha expuesto a la crítica de los consumidores como nunca antes, en los propios medios establecidos. Aunque en esas sesiones para rendir cuentas ministeriales por televisión no todos han salido mal, la mayoría ha estado bajo el fuego de la opinión pública, como podría ser normal.

Hace 9 semanas me preguntaba qué impacto tendría la crisis en el reforzamiento de la legitimidad y credibilidad de un presidente y un gobierno con apenas dos años en sus cargos. Añadí que sería difícil imaginar una circunstancia más compleja que esta pandemia y que pusiera en mayor tensión su capacidad para lidiar con una situación de crisis en tiempo de paz.

Ya que analizar la política no consiste en decirle al gobierno lo que debería hacer, por mucha razón que uno tenga, sino tratar de entender por dónde va, finalizo llamando la atención sobre el punto, a mi juicio, más importante entre los cambios políticos visibilizados y acelerados por la pandemia: el reclamo a cumplir los acuerdos del VII Congreso del Partido. Si nos preguntáramos cuánto de lo acordado hace cuatro años, un mes, tres semanas y un día debería acabar de implementarse, quizás tendríamos una fotografía de los deseos e intereses de los cubanos, que bien podría tomarse como reflejo del cambio social. Ese cambio retrataría no solo la transformación de su cultura política real, sus ideas sobre qué rayos es o debería ser el socialismo, sino también el crédito que les merece el nuevo liderazgo para llevar adelante las políticas dirigidas a alcanzarlo.

Volver a leer esos acuerdos desde el aquí y el ahora sería materia de otra reflexión.

***

Nota del día 12 de junio 2020:

El gobierno acaba de anunciar un plan de desescalamiento postpandemia, “gradual, escalonado y asimétrico.” ¿Qué hay de cualitativamente nuevo en esta política, más allá de declarar un programa de emergencia nacional? Lo primero y más significativo: su diseño y aplicación diferenciados por territorios, áreas y sectores. En contraste con el conocido estilo centralizador uniforme,  la implementación va directa a los municipios, en vez de atravesar la burocracia intermedia. Por último, sus tres fases no son sincrónicas: los territorios que han podido controlar la Covid entran directamente a la fase 2 ó 3 del desescalamiento.

Esta política busca el regreso a la normalidad, pero con un ojo puesto en el posible rebrote de la pandemia, manteniendo el dispositivo instalado para enfrentar su clímax, y el otro en las zonas de riesgo y los grupos vulnerables. Aunque marcada por una lógica de seguridad nacional, no sigue una razón militar, sino ingeniera: ventajas comparativas, medios, recursos, metas paulatinas.   

En este plan de contingencia, que no es de hierro, se trata de aplicar “lo aprendido luchando contra la pandemia.” Por primera vez, la visión de la reactivación económica desciende a lo particular, también al sector privado, en vez de quedarse en lo macro. Habla de la economía que tiene delante, sin amarrarse al plan de hace seis meses, ni renunciar tampoco a las “metas alcanzables,” y mira a “la locomotora” del turismo con otros espejuelos: si no vienen los canadienses o los cubanos de Miami,  ¿qué tal si se les hacen ofertas a los de aquí? Ahora se comprobará “empíricamente” si la ciencia del turismo podría haber subestimado la demanda del mercado interno, como antes se equivocó la de datos móviles y la de clientes de las tiendas digitales.    

Esta política de recuperación no se refiere solo a cómo se normaliza el abastecimiento agrícola y los hoteles, sino el sector privado; extiende hasta la fase 2 la tolerancia impositiva, y al mismo tiempo, prevé incentivos fiscales para servicios privados que sean capaces de reabrir. Por otro lado, prioriza la seguridad alimentaria, pero se resiste a descartar el mercado, y a generalizar mecanismos de racionamiento tipo libreta de abastecimiento. Finalmente, además de la apertura en secuencia de las escuelas y de las actividades del verano, precisa mínimos detalles sobre la vuelta a la normalidad de las iglesias, los presidios, las funerarias, los hogares de ancianos.

No carece de enormes desafíos esta política. Solo mantener un régimen de control y un orden estrictos resulta formidable, tanto como programar la vida cotidiana durante algunos meses más –no se sabe aún cuántos. Lograr que el aislamiento y la separación se conviertan en rutina cotidiana se dice fácil, pero no lo es.

Por otro lado, parecería emerger cada vez más nítido otro estilo político. Como un director de orquesta, el presidente hace la obertura y pauta, pero el primer violín lleva la voz cantante, acentuando organización, eficacia, control, sin amaneramientos retóricos, como si conversara –“no se trata de resistir, sino de sobreponerse.” Hasta el ministro de Economía dice cosas inesperadas para la mentalidad tecnocrática predominante en el gremio: la salud no es un gasto, sino una inversión. Acaba de empezar, no hay que perderle pie ni pisada.

 

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