Emigrados nuestros. Algunas lecciones orientales (I)

En los últimos años se ha ido imponiendo una visión que identifica a la diáspora china como un componente vital de la diplomacia, más allá de su papel como actor económico.

Chinatown, el barrio chino de Nueva York. Foto: Angie Castells/ A Nueva York

Son ruidosos, se amontonan en las colas, les fascina la grasa de puerco, su peculiar cultura los identifica en todo el mundo, y están muy orgullosos de ser lo que son. Han sufrido el colonialismo y el hegemonismo de las grandes potencias; conquistaron la independencia e hicieron una revolución socialista por su propia cuenta, que adoptó al marxismo como ideología de Estado, con un líder que le imprimió un sello propio e inconfundible, y que los colocó de nuevo en el mapa mundial. Aunque ya dejaron atrás a la generación que produjo la revolución, su sistema político tiene al frente a un Partido Comunista, y dicen que caminan hacia otro socialismo. Son un país de emigrantes más que de inmigrantes.

Naturalmente, hablo de los chinos.

Como sabemos, la emigración china se hizo global desde el siglo XIX, incluyendo las Américas. Esos “chinos de ultramar”, como les llaman, se estiman hoy en 50 millones. Están en casi todas partes, aunque concentrados en 14 países, antípodas nuestros en su mayoría: Indonesia (más de 10 millones), Tailandia (7), Malasia (casi 7). De cada cuatro habitantes en Singapur, tres son de origen chino, uno en Malasia, más de 1/2 en Tailandia, muchísimos de ellos nacidos en esos países. Son menos en Canadá (casi 2 millones) y Australia (1,5 millones), aunque casi todos estos son “chinos de nación”, llegados en los últimos veinte años.

Desde que empezaron a arribar masivamente a EEUU en el siglo XIX, para construir el ferrocarril y trabajar en las minas, han sido un grupo diferenciado, y hoy muy cambiante. Aunque la “minoría étnica” de mayor peso en términos demográficos son los latinos, la que crece más rápido es la de los asiáticos. El Pew Research Center calcula que casi han duplicado su presencia en 2000-2019; la cuarta parte, chinos, que pasaron de 2,8 a 5,5 millones.

Dos terceras partes de este colectivo siguen siendo “chinos de nación”, aunque la mayoría lleva más de diez años en EEUU. Este flujo migratorio se caracteriza por su amplio abanico, compuesto por indocumentados de diversos grupos sociales (que entraron al país con visa en su mayoría), un sector de clase media y profesionales, e incluso uno con ingresos muy altos. Se estima que, en la última década, una cuarta parte de los emigrantes chinos millonarios van hacia EEUU; y casi la misma proporción, hacia Canadá. Los demás ricos se van a Europa, Australia, Singapur. 

Aunque constituyan el grupo étnico con menor filiación partidaria, la creciente presencia de sino-estadounidenses tiene ahora una mayor significación electoral. Su residencia se concentra en estados con mayoría demócrata, como Nueva York y California. De hecho, se estima que 81% votó por Obama en las elecciones de 2012.

La mayoría de los políticos chino-americanos estaban y están en las legislaturas estatales, no en el congreso federal. Los inmigrantes chinos no han sido, históricamente, un instrumento político ni una fuente de legitimación de la hostilidad estadounidense hacia su país de origen, comparable, por ejemplo, a los cubanoamericanos. Sin embargo, al analizar las relaciones entre la República Popular China (RPCh) y los EEUU durante la Guerra Fría, era visible la influencia del llamado “lobby de Taiwán”, auspiciado por un fuerte grupo de demócratas y republicanos anticomunistas. Este grupo siguió teniendo poder y mantuvo una intensa actividad contra las relaciones, aun después de que Nixon y Kissinger iniciaran el acercamiento en 1972.

La RPCh no intentó negociar ni dialogar con este lobby, ni hacerse ilusiones con una posible reconciliación ideológica. En cambio, se dedicó a aplicar una serie de acciones dictadas por un principio confuciano más próximo a la realpolitik. Acoplándose a la mecánica política norteamericana, lanzaron una campaña de relaciones públicas, cuyo punto de partida consistió en “hacerles una oferta que no pudieron rechazar” a las compañías de lobby que trabajaban para Taiwán. Por esta vía, lograron influir en una opinión pública que tenía la peor imagen acerca de “la China roja”, no marcada precisamente por el exilio chino, sino por la intervención de los EEUU en Corea, la “guerra olvidada”, donde combatieron con tropas chinas, y que les costó más de 36 mil muertos.

Sigue existiendo un lobby anti-chino activo, en particular dentro del Congreso, cuyos actores externos más visibles son el gobierno de Taiwán y el Dalai Lama. Pero las iniciativas del Congreso dirigidas a venderle armas a Taiwán no son tanto el reflejo del poder de ese lobby, sino el barómetro de las relaciones entre los dos gobiernos.

Este lobby suscita cíclicamente el tema de la amenaza militar china; así como los liberales agitan el de los derechos humanos. Los altibajos de esta relación no se limitan a competencias comerciales, ni “entroncan siempre con la economía”, como suponen algunos comentaristas, sino sobre todo con factores geoestratégicos de índole más compleja, y que requerirían un tratamiento por separado.

Así como los sino-estadounidenses no fueron un instrumento ni una fuente de legitimación principal de la política estadounidense hacia la RPCh, la política china hacia su diáspora tampoco tuvo un papel significativo en el proceso de normalización de relaciones (1972-79). Ambos procesos, el acercamiento bilateral y la normalización de relaciones con los emigrados, transcurrieron en paralelo, sin mayor retroalimentación mutua.

La política de la RPCh hacia los “chinos de ultramar”

Analistas estratégicos chinos con los que he conversado consideran que los “chinos de ultramar” fueron atraídos realmente cuando la RPCh adoptó “la agenda del Kuomintang”. Caracterizan a estos emigrados chinos en el exterior como pertenecientes a la misma generación de los políticos que impulsaron las reformas en China; por lo que estaban listos para dialogar y hacer negocios con su país.

Desde que se inició la política de Reforma y Apertura (III Pleno del CC del PCCh, diciembre 1978), esta se dirigió a atraer el capital foráneo (inversión, créditos, empresas mixtas). Con este fin abrió las llamadas Zonas Económicas Especiales. Esta participación incluía a Hong Kong, Macao y Taiwán.  En todos estos nuevos espacios, los “chinos de ultramar” tenían un papel protagónico, como fuente de capital y de capacidad empresarial. No se les denominaba “capital extranjero”, o “empresas mixtas”, sino “chinos patriotas”. La política de “socialismo de mercado” estrechó sus relaciones con su país de origen, y muchos de ellos, así como otros extranjeros, compraron casa en China.

Se dice que algunos destacados “chinos de ultramar” (como el fundador de Singapur, Lee Ku Yen) convencieron a Deng Xiao Ping de que la RPCh no debía verlos como ciudadanos chinos. Este declaró que China los alentaba a adoptar la ciudadanía de sus países de residencia, y que los que mantuvieran la nacionalidad china de todas maneras debían cumplir con la ley de esos países, aun si China no reconocía su doble ciudadanía.

El gobierno diseñó una institucionalidad expresamente dirigida a responder a las demandas e intereses legítimos de su emigración. Esta se identifica como Oficina del Consejo de Estado para los Asuntos de los Chinos de Ultramar de la RPCh. Su función incluye proteger sus derechos, con el fin de ampliar su unidad y lazos de amistad, promover los medios de difusión y las escuelas de lenguas en sus comunidades de residencia, y acelerar su cooperación e intercambios en los campos de la economía, la ciencia, la cultura y la educación.

Entre los “nuevos migrantes”, posteriores a la Reforma y Apertura, están muchos oriundos de la provincia de Fujian, estratégicamente colocada frente a la isla de Taiwán, y donde Xi Jinping dirigió 17 años. Esta “nueva migración”, estimada en 15 millones, se caracteriza por incluir no solo a trabajadores simples, sino a una élite con un alto nivel de educación y riqueza.

La principal prioridad china en materia de economía y seguridad, la llamada Iniciativa de la Franja y la Ruta, diseñada por Xi Jinping para desarrollar infraestructura a lo largo de corredores terrestres y sobre todo marítimos entre Asia y Europa, pasa por áreas donde estos chinos residen, como Filipinas, Singapur, Malasia, Indonesia, Tailandia.

En el marco de una política china dirigida a atraer la concertación y asociación con esos países, los chinos étnicos establecidos allí, conocedores de los negocios y de la política locales, juegan un papel clave como guías, intermediarios y participantes de ese megaproyecto tricontinental. Como es obvio, para los intereses de muchos de estos chinos en el entorno geopolítico del sudeste asiático, los factores que favorecen el aislamiento de la RPCh en la región, y en particular, el deterioro de la relación con EEUU, les resultan perjudiciales. 

Según algunos estudiosos chinos, en los últimos años se ha ido imponiendo una visión que identifica a la diáspora china como un componente vital de la diplomacia, más allá de su papel como actor económico. Uno de los núcleos de esa política exterior que los involucra directamente es educacional y cultural. Beijing ha reconstruido relaciones con las asociaciones étnicas chinas y se ha dirigido a ellas para que contribuyan a ampliar la relación de la RPCh con el mundo.   

Finalmente, la política de derechos humanos incluye una mención diferenciada de los chinos que retornan del exterior, reconociéndolos en su diversidad. Un documento como el Plan de Acción Nacional de Derechos Humanos de China lo define en los siguientes términos: “El gobierno extenderá el derecho a la participación ciudadana en asuntos políticos de modo ordenado a todos los niveles y sectores, a fin de garantizar el derecho de los ciudadanos a participar. El sistema parlamentario popular se perfeccionará. Se revisará el sistema electoral para perfeccionarlo. Se elegirá diputados al parlamento popular de acuerdo con la proporción de los distintos grupos del pueblo tanto en áreas urbanas como rurales; las proporciones de diputados entre las minorías étnicas, los chinos de ultramar regresados, mujeres, trabajadores de base, agricultores y trabajadores migrantes se incrementará adecuadamente en el número total de diputados a los parlamentos populares a todos los niveles; y se mantendrá el vínculo estrecho entre los diputados y sus bases”.

Este Plan, como todos los documentos de su tipo, formula una intención política. Su sentido y viabilidad no se encierran en lógicas económicas o de seguridad nacional, discursos ideológicos o culturales sobre la nación, conveniencias de la coyuntura internacional o de las relaciones con otro país. Su eficacia política depende más bien de cómo integra los vínculos entre los emigrados y la sociedad de origen, que se viven más allá de legislaciones o pasaportes. Esos nexos profundos rebasan símbolos nacionales, gustos culinarios, tradiciones o himnos, para realizarse en modos de pensar y en conductas, es decir, en culturas políticas vivas y en relaciones sociales aquí y ahora.

Lo que esa proyección política demanda, en el caso de una nación tan transnacionalizada y milenaria como China, requiere concebir su interés nacional más como una carretera de ida y vuelta, que como una trinchera. Una cultura estratégica que antes pudo imaginar, digamos, ese audaz camino entre montañas llamado la Gran Muralla.

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