“En tiempos difíciles”: el tango de la normalización (II)

Cuba no está en la agenda de grandes problemas. Pero precisamente por eso, puede servir como efecto demostrativo menos complicado y cauteloso que darles un vuelco a las relaciones con China, Irán y la política inmigratoria.

En la carta, pagada por el Bay Area Cuba Saving Lives Committee, los firmantes piden a Pelosi, quien buscará la reelección en los comicios de medio término del venidero mes de noviembre, considerar la posibilidad de forjar de una vez un nuevo camino en las relaciones entre ambos países. Foto: Marita Pérez Díaz.

Una amiga japonesa me comentaba que en su tierra la gente no sigue tan de cerca las elecciones y los avatares de la política de EEUU; les interesan más la República Popular China y la República Popular Democrática de Corea, con las cuales se entreteje su propia historia, incluidos, por cierto, candentes influjos migratorios. No es que ellos y su gobierno padezcan de un síndrome colonial que pone su destino en manos ajenas, de una mentalidad dependiente y obsesiva con estos vecinos, ni nada personal, ideológico o paranoico hacia ellos, sino de una condición geopolítica, que explica un saber anterior al marxismo-leninismo.

El paralelo japonés ilustra una arista recurrente en algunas visiones sobre las relaciones EEUU-Cuba: el etnocentrismo. Según esa óptica, los cubanos no nos parecemos a nadie, lo que nos pasa siempre es excepcional, una tragedia de 60 años ha escindido el ser nacional, antes bien pegado, somos muy distintos a otros lugares donde reina la concordia y el entendimiento, y los peores de todos frente a la buena voluntad de los americanos, con quienes no logramos entendernos porque realmente no queremos, a diferencia de tantos otros que armonizan con ellos. Así vamos, viendo siempre la paja en nuestro ojo, como judíos del Caribe, transidos por la diáspora, el éxodo y las demás glosas bíblicas.  

Ese etnocentrismo, por cierto, también se refleja en ideas como que los presidentes de EEUU se levantan pensando en la Revolución cubana, que somos la espina en el costado del imperio, que la política cubana solo responde a motivaciones ideológicas y no a intereses nacionales, que nuestros aliados son esos que comparten nuestros más altos principios y valores, que la nación se confunde con el socialismo, etc.

Ese etnocentrismo, desde donde difícilmente se puede entender y explicar la política, se da un aire a los vampiros: no se ven en su propio espejo. Es decir, solo ven las cualidades que han escogido.   

En un texto anterior, intenté caracterizar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos durante los mandatos de Barack Obama y Raúl Castro, mapear el tango que ejecutaron en solo dos años, evidenciar que los dos lados cedieron considerablemente, si se toma en cuenta no solo la barrera del embargo, sino la del legado de desconfianza, y la enorme asimetría que los separa. Mencioné también algunas diferencias entre los dos, como los riesgos y costos colaterales asumidos, sin un seguro que los garantizara.

“En tiempos difíciles”: el tango de la normalización (I)

Permítanme seguir unos pasos más por esta vereda, a menudo escondida. Cuando el gobierno de EEUU establece acuerdos con Cuba, puede asumir que va a lidiar con el mismo gobierno por un tiempo mayor a cuatro años. El factor estabilidad tiene la ventaja de permitirle conocer bien al liderazgo cubano, aprender cómo piensa, predecir sus reacciones, analizar su entorno, calcular los límites de su poder y de la viabilidad de sus políticas, proyectadas en planes de cinco años. El lado cubano carece de esa ventaja. Si ahora nos llena de esperanza Joe Biden, no debemos olvidar que, tan pronto llegue 2024, los 51 colegios electorales a cargo pueden elegir perfectamente (Dios no lo permita) a un Donald Trump.

Esa situación precondiciona las relaciones. Ya el equipo del presidente electo tiene un ojo puesto en asegurar el segundo mandato, así como en amarrar al máximo unas elecciones congresionales dentro de apenas dos años. Como se sabe, desde la pugna de 1960 entre Nixon y JFK, ese clima electoral, con su alta volatilidad, es fatal para países como Cuba —en general, para América Latina y el Caribe—, no importa lo que estemos haciendo o no, dados los efectos adversos de que nos cojan de material de estudio para su batalla electoral.  

Por otro lado, muchos partes meteorológicos sobre EEUU-Cuba pasan por alto que Joe Biden va a ser el primer presidente de EEUU con una contraparte cubana completamente nueva. Si Obama se pasaba con fichas, como dirían en el dominó, recalcando que él no había nacido cuando triunfó la Revolución cubana, vale la pena recordar que Díaz-Canel tampoco. Él no tuvo nada que ver con Playa Girón, la crisis de los misiles o las guerrillas en América Latina, ni tomó cartas en las alianzas con la URSS o la Tricontinental. Si Obama tenía 30 años menos que su interlocutor Raúl Castro, Biden podría ser el primer presidente estadounidense en dialogar con un jefe de Estado y Secretario del Partido cubano1 18 años más joven que él y cuyo apellido no es Castro.

Cualquiera diría que esa circunstancia es altamente favorable para un progreso en las relaciones. Sin embargo, la experiencia anterior nos dice que, con EEUU, las estrellas inclinan, pero no obligan. Apuntaré a continuación algunos procesos políticos ya en curso que pueden alinear esas estrellas en dirección a una renormalización, más temprano que tarde.

Hace dos semanas mencioné la probabilidad de que el nuevo equipo de gobierno estadounidense priorizara la contrarreforma del trumpismo. Esta incluiría las grandes áreas de problemas de su política exterior global: la Unión Europea, China, Rusia, Irán, Irak, Afganistán, el cambio climático, los acuerdos de comercio, etc.

Como se sabe, Cuba no está en la agenda de grandes problemas. Pero precisamente por eso, puede servir como efecto demostrativo menos complicado y cauteloso que darles un vuelco a las relaciones con China e Irán y a la política inmigratoria. Fue exactamente esa lógica la que impulsó a Obama a invertir sus últimos dos centavos de capital político en una cuestión tan secundaria como Cuba. Jeremy Bentham, el apóstol del utilitarismo, lo interpretaría como conseguir un beneficio máximo a un costo mínimo, mediante un asunto que, aunque pequeño, cuenta con el aplauso de sus aliados y el resto del mundo, según ya se sabe por experiencia.

Comparativamente, barrer los destrozos del elefante republicano en la cristalería de nuestras relaciones no plantearía una complicación mayor. Restablecer remesas, viajes, ventas de alimentos y medicinas y, sobre todo, normalizar el trabajo del consulado y el proceso de otorgamiento de visas en La Habana solo puede tener oposición entre los más rimbombantes trumpistas de Miami. Me pregunto si los expertos que, desde balcones disímiles (EFE, Granma, El Toque…) parecen coincidir en que la política de Washington hacia La Habana pasa por Miami, apostarían algo al poder real de estos rimbombantes para dictarla en torno a los temas mencionados.

El segundo requisito para un cambio es la existencia de una estrategia elaborada para lidiar con Cuba. Algunos meteorólogos se interrogan sobre la realidad de esa visión, como si estuviéramos en una especie de grado cero de las relaciones. Descríbase como un cuchillo de doble filo o un caballo de Troya, el mismo perro con otro collar, u otras novedosas metáforas… definitivamente, no es un enigma. La Directiva Presidencial sobre relaciones EEUU-Cuba, producida por el gobierno de Obama en octubre de 2016, y compartida con el equipo de gobierno del que formaba parte Joe Biden, cantó sus triunfos alto y claro, como dicen en el tute subastado, en un palo y en otro.

¿Podemos tener alguna idea sobre dónde y a quiénes les toca jugar ese tute? Sabemos que las cuestiones de seguridad no se deciden en audiencias del Comité de Relaciones Exteriores del Senado ni en la legislatura de la Florida, sino en los órganos de mando de la política exterior, históricamente decisivos en las relaciones con Cuba. Si les damos aunque sea un mínimo de crédito a los modelos de política burocrática, para preconizar la que se hará hacia Cuba, habría que empezar por apreciar el vaso comunicante con la administración Obama. La designación de figuras encargadas de dirigir seguridad nacional y política exterior provenientes de altos cargos en el anterior gobierno demócrata (y en otros más remotos) incluyen el National Security Council (Jake Sullivan), el Departamento de Estado (Antony Blinken), Homeland Security (Alejandro Mayorkas), la comunidad de inteligencia (Avril Haines) y el jefe de despacho del presidente (Ron Klein).

Por primera vez un cubanoamericano al frente del Departamento de Seguridad Nacional

Todos ellos ya estaban ahí entre el 17 de diciembre de 2014 y el 20 de enero de 2017; y todavía falta nombrar algunos más, de diversas jerarquías. Por ejemplo, la embajadora ante la ONU (con rango en el NSC) y el enviado especial del presidente para el clima (miembro del gabinete) resultan ser una diplomática de carrera negra experta en África (Linda Thomas-Greenfield), y el excanciller que inauguró la embajada en La Habana (John Kerry). Si la continuidad de la normalización tuviera nombre y apellidos, esta lista sería elocuente.

Por otra parte, encontrarles un hilo conductor a esas designaciones podría llevar a sueños de la razón. Digamos, a alguien se le podría ocurrir que cuando Biden designa a un abogado de California nacido en Cuba para dirigir el organismo a cargo de antiterrorismo, control de fronteras, seguridad de transporte e inmigración, que ha negociado y firmado acuerdos con el MININT y el MINFAR (esas agencias castristas puestas en listas negras por Trump y compañía), les está dando vela a Marco Rubio y Mario Díaz-Balart en la política hacia Cuba.

Por último, retornemos a la razón geopolítica y a la pista global del tango. Según nuestra historia anterior, el conflicto EEUU-Cuba se ha desenvuelto con elementos y en arenas que rebasan el espacio estrictamente bilateral. Si en lugar del catalejo al revés de Miami se usara un lente ancho que permitiera mirar triangularmente, ¿cómo se intersectarían las relaciones de ambos con la Unión Europea, China y Rusia? ¿En qué medida el triángulo EEUU-Venezuela-Cuba podría evolucionar? ¿Qué pasará en América Latina y el Caribe en 2021, en Bolivia, Chile, Ecuador, Perú, Nicaragua y Honduras? ¿En Argentina y México? ¿Hasta qué punto el campo magnético de la región, por causas y azares ajenas a ambos países, se moverá en una configuración propicia a la relación Cuba-EEUU?

Para comentar estas preguntas, con apego a la lógica del tango y de la pista de baile, habría que explicarse la estructura de la política exterior cubana y sus factores, en el marco de sus relaciones con el mundo, en vez de simple reflejo del conflicto-cooperación con EEUU. ¿Qué alianzas, intereses, convergencias, asociaciones y desencuentros la gobiernan? ¿Dónde radican sus fortalezas y debilidades? ¿Cómo se han movido durante la era de Trump? ¿Qué señales anuncian que está preparada o no para la renormalización con EEUU? ¿Cómo interactúan esas relaciones exteriores con la política interna?

Entender esa interacción requiere mirar sin lentes polarizados el proceso de las reformas y la matriz de la transición. Calibrar a EEUU como un factor doméstico en la transición implica pensarla en el contexto de otros factores y dinámicas, como las relaciones entre las dos sociedades, y de ninguna manera como agenda de negociación entre los gobiernos. Aunque se dice fácil, para decirlo con palabras de Jorge Luis Borges, descifrar “ese tango nuevo (…) es un acertijo, sin que le falten las perplejas variantes, los lugares comunes y la razonada discordia de los comentadores”.

Notas

  1. Tomando en cuenta que Díaz Canel podría ser elegido como primer secretario del PCC en el VIII Congreso, en abril de 2021.
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