“En tiempos difíciles”: el tango de la normalización (III)

Analizando sus relaciones Cuba ha cambiado muchísimo más que EEUU en estas casi tres décadas; a los dos países les sigue faltando mucho en los propios términos de cada uno; y el uso de la guerra en cualquiera de sus formas resulta contraproducente para facilitar cambios democráticos adentro.

Foto: Otmaro Rodríguez

Me di cuenta de que los estadounidenses estaban cambiando su mirada sobre Cuba cuando sus preguntas empezaron a cambiar. La clásica, previsible, había sido siempre “what will happen when Fidel Castro died”?  Sin embargo, un buen día, por allá por 2011, la infaltable empezó a ser otra: “¿cómo se hace para comprar una casa en la Isla? A pesar de que los Castros, y el sistema, seguían siendo los mismos, algo diferente había tocado un nervio vivo en sus mentes y corazones. Si John Stuart Mill hubiera nacido en Cuba, habría dicho que ninguna ideología liberal le ganaba a una casita en la playa. 

Entre lo mucho que he aprendido con mis estudiantes norteamericanos, y también con las generaciones de sus padres y abuelos, estas dos preguntas dan mucha tela por donde cortar. Aunque parece anacrónica, la primera contiene lecciones muy actuales.

Siendo un bioquímico molecular frustrado, me puse a centrifugar la idea de que Fidel era la causa de llevarnos mal, en busca de sus ingredientes sólidos. La primera respuesta al “¿qué va a pasar cuando…?” se caía de la mata:  Raúl. Obvio. Pero como dice Edgar Allan Poe en “La carta robada”, lo obvio suele pasar inadvertido. Siendo que Raúl no tenía un halo precisamente liberal ni reformista, mi respuesta no caía del todo bien. Me ponían la misma cara de una periodista francesa amiga, cada vez que la política cubana no se aviene con su marcha de la historia (culpa de Stalin, dirían ella y Hanna Arendt).

Mi segundo comentario a la Cuba post (Fidel) Castro ponía un signo de interrogación, a la expectativa de lo ineluctable al doblar aquella esquina. Catorce años después de que Fidel le pasara la batuta al vicepresidente Raúl, y de que este iniciara un plan de reformas, la esperada transición en las relaciones ha terminado siendo más larga que el periodo especial. Ni siquiera cuatro años después de la muerte de Fidel hay certidumbre de que ocurra, a pesar de todos los cambios desde la Guerra Fría, y del fin de las objeciones históricas al castrismo. Más de 30 años después de que las tropas cubanas se retiraron del suroeste de África, concluyeron las guerras centroamericanas y desapareció el eje La Habana-Moscú, parece haber algo ahí que no encaja.

¿Por qué la transición en las relaciones no ha llegado? Shakespeare diría que hay un método en su locura, no simplemente un motivo ideológico ni irracional. Según ese método, el sistema cubano, tan contrario al sentido común y a la naturaleza humana, se tiene que caer. Si no ha pasado todavía, a pesar de que los Castros van remontando el horizonte, podría atribuirse a que ellos no se han aplicado como deberían. A fin de cuentas, que algo no haya salido bien nunca tampoco implica que no valga la pena probarlo en las nuevas circunstancias.

Hace unos días, una perspicaz corresponsal del New York Times me interrogaba precisamente sobre esas nuevas circunstancias. En su pregunta latía, de cierta manera, mi tercer comentario a la vieja pregunta sobre la Cuba post Castro: a pesar de todo lo que los gobiernos de EEUU han abominado de Fidel y de Raúl, lo piensan dos veces antes de lanzarse con ellos, pues han aprendido de alguna manera a no subestimarlos. Han sido chiquitos, pero peligrosos, así que mejor andarse con pie de plomo. Un profesor de Harvard que conocí el siglo pasado le llamaba soft power a la capacidad que no depende de la fuerza económica o militar, ni tampoco del tan mentado poder simbólico, sino de lograr tensar al país entero.

Ahora bien, ¿y luego? Digamos, para aterrizar esa pregunta en el contexto posterior al 2018: ¿hasta qué punto ellos están convencidos de que el presidente Miguel Díaz-Canel domina con igual destreza ese soft power? 

He aprendido que los periodistas guardan discretamente sus tesis, y a menudo nos cogen a los entrevistados para confirmarlas, dicho sea con todo respeto. Pues sí, le dije a la corresponsal del NYT, no solo ya no está Fidel, sino que, en contra de ristras de predicciones expertas, el perfil público de Raúl en la política cubana ha bajado mucho en los últimos dos años. Así que, de buenas a primeras, contamos con un nuevo presidente 30 años menor, otro equipo de gobierno rejuvenecido, que hacen y se proyectan como si decidieran por ellos mismos. O sea, defendiendo ideas y políticas distintas a los anteriores.

También tenemos, por cierto, otra Constitución, que más allá de su significación jurídica, plasma un modo de representarse el socialismo que es distinto al que se defendió por casi 60 años. De hecho, recoge una transformación estructural, cuya narrativa se atiene a reformas económicas, pero que desde su mismo origen conlleva cambios políticos de fondo.

A reserva de cómo se ve en los power point macroeconómicos, el proceso de reformas se experimenta contradictorio y hasta incongruente en la vida cotidiana, atravesado por cosas tan reales y poco cuantitativas como las preocupaciones y expectativas de la gente. Por si fuera poco, se desenvuelve en este año de gracia de la gran pandemia.

Encima y debajo de todo eso, el cambio mayor desde los 90 es que ha emergido otra sociedad. Una que, según los sociólogos, ya se anunciaba con señales de precrisis antes de la caída del Muro, y ha seguido creciendo en diferenciación interna y diversidad, además de volverse más desigual y mucho más habladora. Quiere decir que, en adición al relevo de liderazgo; a nuevos actores y políticas; a otro gobierno, entornos regionales presiones afuera y adentro; a un entra y sale inédito de nativos y turistas, a una doble moneda no muy equitativa, escaseces y culpas al gobierno por todo lo que pasa; en adición a ese cuadro social inédito, está en marcha una matriz de transición bastante más compleja, y difícil de encerrar en un modelo de pronóstico. 

Todo eso estaba ahí, por cierto, antes de las elecciones en EEUU y los acontecimientos del 27 de noviembre en La Habana.  
No voy a comentar aquí esos acontecimientos, que mientras más circulan en medios oficiales y alternativos, redes sociales y foros de WhatsApp, cartas y contracartas, más opacos se vuelven.  Apenas los menciono porque me dan pie para recurvar hacia nuestro tango de la normalización en años difíciles, visto desde los dos lados.

La construcción de los problemas cubanos siempre ha dependido de los espejuelos compartidos por los expertos, que son legión. Los que diseñaron Playa Girón se pusieron los mismos de la intervención en Guatemala en 1954. Para explicarse la política cubana en los 80, la Rand Corporation produjo un diagnóstico psicopatológico de Fidel Castro, con síndromes extraídos de la mitología griega, hubris (prepotencia desmesurada) y némesis (venganza justiciera).

Luego fueron llegando un best-seller de periodismo investigativo que demostró la inminente desintegración del régimen cubano en 1993; una Iglesia católica a la que se atribuía el papel de mediar en el conflicto interno, así como el papa Karol Wojtyła (Juan Pablo II) en Polonia; una transición cubana retratada en resmas de literatura política inspirada en los modelos de España (1977), Chile (1989), Checoslovaquia e incluso la unificación alemana (1989). El principal problema de todos esos vidrios ha sido, naturalmente, su grado de eficacia y utilidad.

Descifrar las complejidades cubanas mediante sistemas de ecuaciones como la primavera árabe, el efecto rebote de las películas prohibidas, el imán de las redes sociales o los influencers; identificar las agendas antirracistas, animalistas, feministas y por los derechos LGBTIQ+ como subversivas; catalogar a jóvenes, artistas e intelectuales, emigrados, empresarios privados y al mercado como partes blandas (o sea, capitalistas) del sistema… Todos estos vidrios polarizados, que actores tan distintos e incluso opuestos cogen para sus propios fines, se encuentran en la noción común de que la seguridad nacional está en juego literalmente en todas partes.

Cómo es que la situación cubana logra ser interpretada de esa manera levemente apocalíptica solo se puede explicar por el predominio de un sentido común cifrado en la inercia cultural y los reflejos de la Guerra Fría, sus estereotipos injerencistas y mecanismos autoinmunes, en términos ideológicos e intelectuales. Los tribunos de la plebe dirían “viejo vino en nuevos odres”. Pero estas frases que la vox populi adora dejan intacta la crítica al llamado intervencionismo democrático. Y también a su contraparte, una ideología democrática a la defensiva. 

Siempre he dudado que a los gobiernos de EEUU les importe mucho lo que está pasando dentro de Cuba o de ningún otro país para decidir cuáles son sus intereses. Pero quizás estoy prejuiciado. En cualquier caso, si esta vez quisieran realmente responder a los cambios, no habría tantas razones para que lo hicieran ante las reformas económicas, al menos hasta ahora, como las habría frente al cúmulo de transformaciones en la esfera pública cubana del último cuarto de siglo.

La sociedad civil ya existente —no solo la que se anuncia recién nacida en 2020— habla hasta por los codos, critica sin tregua las políticas del gobierno, repite frases que hace menos de 30 años habrían sido tomadas por políticamente temerarias, fabrica arte y literatura con ingredientes muy políticos, se mete directamente con la ideología en el escenario de una sala de teatro o en una película, canta letras herejes en tonadas de música popular, aplaude a cómicos que se burlan de instituciones del sistema, despide y abraza a punto de mediodía a quienes se van para el Norte o vuelven, exalta y exhibe con orgullo los atributos de todas las fes que practica como nunca antes, y no se esconde para expresar su malestar ante cualquier exceso de un agente oficial, incluso cuando alguien podría decir que hay Policías más represivas en otras democracias por ahí.   

Nada de ese vaso medio lleno, naturalmente, tiene por qué cruzar la mente o el discurso de uno que protesta, con sus propias razones, ante el mismo vaso medio vacío, contra la censura por cuenta propia de un funcionario, la sospecha de oficio ejercida por algunas dependencias y el poder omnímodo de quienes lo abusan.

De todo lo anterior se induce que Cuba ha cambiado muchísimo más que EEUU en estas casi tres décadas; que a los dos les sigue faltando mucho en los propios términos de cada uno; y que el uso de la guerra en cualquiera de sus formas resulta contraproducente para facilitar cambios democráticos adentro.

“En tiempos difíciles”: el tango de la normalización (II)

Para Cuba, continuar ese proceso, no importa lo que hagan o dejen de hacer los EEUU, resulta un imperativo político, y también un desafío, porque no puede desconocer su papel como factor doméstico en la vida cubana. Aunque para ellos el problema cubano resultara menor, ignorarlo y carecer de política hacia la Isla tampoco les conviene, aunque solo sea por el coro de vecinos y aliados que se lo recuerdan. En la medida en que se mantuviera su meta de incidir en los procesos dentro de Cuba, su dilema está impreso en la empuñadura del embargo: aislar vs. influir. Sun Tzu se preguntaría si es viable sellarle puertas y ventanas con artes de guerra a una fortaleza y, al mismo tiempo, seducir con artes de amar a sus ocupantes.

Finalmente, ¿qué rol desempeñan en este ajedrez esas fichas de nuestro color que juegan en el tablero del adversario? ¿Son piezas suyas? ¿Alfiles o torres? ¿Más bien caballos, que se mueven en un sentido y en otro? ¿Tienen su propio juego, o las mueven, como peones? ¿Sabemos realmente cómo lo hacen? ¿Es como dicen las encuestas y los canales de televisión en español? ¿Y si no forman parte irremisible del otro juego, ni allá ni aquí? ¿O si no las vemos como piezas en ese tablero? ¿Podía tener razón Cintio Vitier1 cuando decía que, si había “jóvenes escépticos políticos, marginales, o antisociales” eran “nuestro doloroso fracaso” y, “en todo caso, nuestros delincuentes, nuestros irresponsables, nuestros antisociales”?

Quizás este tema también se haya vuelto opaco a fuerza de hablar de él.  

Notas

  1. Cintio Vitier, “Martí en la hora actual de Cuba”, Juventud Rebelde, 18 de agosto de 1994, p. 3.
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