“En tiempos difíciles”: el tango de la normalización (IV)

Si la voluntad política sigue siendo no subordinar la relación con los emigrados a la coyuntura política con EEUU o con ningún otro país, ¿habrá que esperar a la elección de una nueva Asamblea Nacional para acercarla a una nueva normalidad?

En la calle 8, Miami. Foto: Marita Pérez Díaz

Me da curiosidad que ninguno de los observadores de la política cubana reciente, ni siquiera mis amigos juristas, hayan comentado sobre la legislación prevista acerca de manifestación y reunión en el plan de aplicación de la nueva Constitución. Según fuentes oficiales, el cronograma aprobado para 2019-2022 la identificaba con el título “Derechos de manifestación y reunión” y se proponía considerarla en septiembre de 2020. Esta se derivaba directamente del artículo 56 de la Constitución, donde se afirma que “los derechos de reunión, manifestación y asociación, con fines lícitos y pacíficos, se reconocen por el Estado”.

Para que los lectores se hagan una idea, en 2020 estaban previstas varias legislaciones principales, entre ellas, Ordenamiento territorial, Tribunales, Procedimiento penal, Vivienda, Salud pública, Reclamación de derechos constitucionales y Defensa nacional. Fue mucho lo que quedó pospuesto en el año de la pandemia, no solo en cantidad. No fue el caso, por cierto, de la Ley de Asociaciones, prevista para 2022 en el mismo cronograma, fecha que acaba de ser ratificada por la ANPP. En cuanto al decreto ley sobre manifestación y reunión, se “modificó su rango normativo” y se pospuso para la próxima legislatura (abril de 2023), junto a otros de mayor rango, como defensa y seguridad nacional, ciudadanía, tierra, migración y extranjería.

Si los últimos acontecimientos de noviembre ponen el cursor sobre la necesidad de implementar el artículo 56, no debe olvidarse que la cuestión de los ciudadanos cubanos emigrados pertenece a ese mismo plano de política mayor, aunque de ellos no hable el texto constitucional. Institucionalizar la relación entre el Estado, la sociedad cubana, y sus miembros dentro y fuera de la Isla depende también de cómo doten de nuevo contenido a esa relación las legislaciones pendientes sobre ciudadanía, extranjería, migración y otras. Si la voluntad política sigue siendo no subordinar la relación con los emigrados a la coyuntura política con EEUU o con ningún otro país, ¿habrá que esperar a la elección de una nueva Asamblea Nacional para acercarla a una nueva normalidad?

A reserva de cómo se responda a esta pregunta, volviendo al paso de tango con EEUU que, nos ocupa en esta serie, la cuestión del papel de los cubanoamericanos tiene una connotación diferenciada y propia.

Anteriormente, había puesto sobre la mesa algunas interrogantes, más bien provocativas, sobre el lugar de los cubanoamericanos como actores de la sociedad y la política estadounidenses, y sobre su impacto, supuesto o real, en la dinámica política cubana. ¿Son fichas en el tablero del Norte? ¿Tienen su propio juego? ¿Las mueven como peones que avanzan en una sola dirección? ¿O más bien como los caballos del ajedrez, que caminan en un sentido y en otro, atrás y adelante? ¿Sabemos cómo lo hacen realmente? ¿Es como dicen las encuestas y los canales de televisión en español? ¿Y si no fueran parte irremisible de ningún juego, ni del lado de las blancas ni de las negras? ¿Si dejáramos de considerarlos piezas en ese tablero, porque la inmensa mayoría no lo son?

Los cubanoamericanos y la elección presidencial: evidencia e hipótesis de la Encuesta Cuba 2020 (I)

La atmósfera recargada de la campaña electoral y sus resultados impregnaron el examen ecuánime de estas preguntas, dentro del gran teatro de la política. No han pasado dos meses y, sin embargo, ahora pueden parecer remotos aquellos razonamientos polémicos. Me permito recordar que, para algunos, el peso estratégico de la Florida en el voto electoral, el factor supuestamente decisivo del voto cubanoamericano en la Florida y el alineamiento radical con Trump de ese voto podía decidir las elecciones, hechas de muchos poquitos, como diría una señora de Hialeah hablando de unos frijoles colorados.

A propósito, la ráfaga televisiva y youtubesca que levantó la campaña electoral en el Miami cubano parecía replicar la vieja cultura del enclave. Sin embargo, la sintonía con el trumpismo vociferante de personalidades artísticas de la talla de Los Tres de La Habana y Boncó Quiñongo, comunicadores al estilo de Alex Otaola y Carlos Otero, activistas republicanos cubanoamericanos y otros que apenas tienen residencia en las calles de Hialeah no se explica por una tendencia retro. Es decir, no responde realmente, aunque lo parezca, a un salto hacia la cultura del exilio histórico, como apuntan algunos analistas, sino, como documenta en sus estudios de campo la antropóloga Ariana Hernández-Reguant, a un salto hacia la aculturación: quieren hacerse estadounidenses a paso doble, para lo cual no hay mejor pabellón que America First y el culto a Donald Trump. Hasta ahí, diría Schopenhauer, el mundo de la política cubanoamericana como voluntad y representación.  

Hoy sabemos que Trump ganó limpiamente la Florida; que los cubanoamericanos parecen haber votado más por Trump, aunque no fueron los que le dieron el estado; que este no fue el campo decisivo de la batalla electoral nacional; que Trump la perdió y que, si estuvo peligrosamente cerca de ganarla, eso no tuvo nada que ver con el voto de los condados cubanoamericanos de la Florida.

El inesperado trumpismo de una parte de esos cubanoamericanos, así como su entusiasta obamismo anterior, ha sido analizado por el sociólogo Guillermo Grenier, lo que me ahorra extenderme en su significación: está sincronizado con los ciclos de la administración en Washington. Aunque también aquí hay cierto patrón histórico, que se remonta a 1960, la encuesta de FIU ha captado, en sus años de existencia hasta hoy, el sesgo contradictorio de los sentimientos políticos de la comunidad cubana en los condados miamenses.

Los cubanoamericanos y la elección presidencial: evidencia e hipótesis de la Encuesta Cuba 2020 (II)

Si se introdujeran en una matriz racional cartesiana, esos resultados producirían una especie de cortocircuito: quieren que se mantenga el embargo y hasta que se considere un eventual ataque contra objetivos militares, pero que sigan las remesas y los envíos de paquetes, se faciliten el correo directo y las visas en La Habana, y sobre todo, que no se toquen los viajes. Ese país que se bloquea y bombardea, y mientras tanto se visita, resultaría un gran tema de estudio en el campo de la psicología política.

En cuanto al factor cubanoamericano en la política más reciente hacia Cuba, tomemos, como ejemplo al canto, el reciente evento del 27N. Como se sabe, el congresista Mario Díaz-Balart pidió apoyo al Congreso para “los valientes activistas a favor de la democracia en Cuba, que están arriesgando sus vidas en este mismo momento”, y felicitó al presidente Trump “por su solidaridad con el pueblo cubano al imponer duras sanciones contra la dictadura cubana”. Sería difícil, sin embargo, demostrar que Díaz-Balart causó la reacción del subsecretario de Estado Michael Kozak o los trasiegos logísticos del encargado de negocios, Timothy Zúñiga-Brown, en relación con el Movimiento San Isidro. 

Cuando Kozak afirma que “esta política (la de Trump) está forzando una pequeña negociación entre el gobierno y el pueblo, en este momento óptimo en la historia de Cuba”, o cuando declara, desde “sus muchos años de lidiar con los cubanos”, que la nueva situación justifica la necesidad de “refinar” la política hacia Cuba, “con el objetivo de fortalecer la sociedad civil y el sector privado, pero no al régimen,” omite toda referencia a los cubanoamericanos como fuente de legitimación.

Lo mismo pasa cuando el Departamento de Estado de Trump define el rol de los representantes del gobierno de EEUU en Cuba como “amplificar los gritos de disidentes, activistas, periodistas independientes y de la comunidad religiosa que defiende sus derechos de asociación y orar libremente”.

Luego de esa refinada convergencia, tan parecida a las de administraciones anteriores, la inevitable reacción del nuevo asesor de seguridad nacional de Biden, Jake Sullivan, apenas se contiene en un tweet, que tampoco menciona la causa del exilio histórico ni resuena en directo con la política del regime change

Dado que Trump ha mutado de ganador a perdedor en pocos días, lo ha abandonado hasta el senador Marco Rubio, su acompañante más cercano en la tribuna, cuando visitaba Miami, cuyo papel clave en la política hacia Cuba, según algunos expertos, se hacía evidente en esa cercanía escénica.  Ahora que no quedan cubanos en cargos importantes en la Casa Blanca a quienes achacarles la fábrica de esta política, sino solo funcionarios profesionales en una burocracia de relaciones exteriores, que siguen disparando hasta el final (como en las películas del oeste), algunos expertos sostienen que Biden irá a hacerles la corte a esos votantes, para que se pasen al Partido Demócrata en las próximas elecciones, mediante la original promesa de entregarles al régimen cubano atado de pies y manos en una bandeja (es un decir). Quizás el equipo de Biden, que no es nuevo en esa plaza, consulte la encuesta de FIU y su lista de deseos contradictorios, y se les ocurra otra manera más realista de capturar el voto cubanoamericano, suponiendo que esa meta les quitara el sueño.

La primera vez que aterricé en Miami, me maravilló escuchar por radio las aventuras de Los Tres Villalobos y La Tremenda Corte, mis programas preferidos a los diez años. Algunos periodistas que empezaron a visitar Cuba en el corto verano de Obama y a montarse en los Buicks y Chevies que nosotros hemos rebautizado como almendrones (esos cucarachones de los cocoteros) decían que era como hacerlo en la máquina del tiempo, y que Cuba vivía en otra era geológica. Yo les replicaba que no se dejaran arrastrar por las impresiones, y que se fijaran en el motor de Hyundai o Lada que llevaban adentro.

Un amigo sociólogo me ha dicho que un periodista jamás dejará de llevarse por las impresiones, por más datos que uno le dé. No creo que sea así siempre; pero sí estoy convencido de que mi primera impresión de Little Havana, con Los Villalobos y Trespatines, la Funeraria Caballero y el reloj de la Quinta Avenida no captaba lo que se movía por debajo.  Se trata de una imagen que uno elige creer y que, en el mejor caso, no constituye sino una representación, a la que se atribuyen causas de fondo, realmente improbables hasta que se pueden demostrar.

No hay PCR que permita medir el trumpismo en vena de los cubanos que entran por el aeropuerto o de los que se quedan en Miami. En caso de que fueran asintomáticos, vale tanto como considerarlos portadores de una gripe que solo prospera en condiciones afines favorables. La cuestión viene a ser hasta qué punto se pueden distinguir lo real y lo virtual en su impacto para la Cuba futura. Mi pregunta preferida en la encuesta de FIU, que no sé si Guillermo sigue haciendo, era la siguiente: “¿Usted volvería a Cuba en caso de que la democracia y la libertad [esas que ya se sabe] se restablecieran?”. Recuerdo que el 83 % decía que no. Para ser un exilio, resulta peculiar.

Pero quizás no tanto. Algunos vietnamitas percibidos como exiliados han regresado, como Nguyen Cao Ky, el último presidente de Vietnam del Sur, que ha vuelto para hacer las paces con el Partido Comunista. Resulta improbable que Cao Ky y otros millones que regresan, toman té con sus parientes y el PCV municipal en la fiesta del Año Nuevo Lunar, y contribuyen al Vietnam mil veces más hermoso que preconizaba Ho Chi Minh, tengan la mejor opinión del régimen político, incluso después de todas las reformas. Entre esos vietnamitas de ultramar, hay de todo, hasta una Tercera República en el Exilio, que, desde Orange County —el Condado Dade de los anamitas— promueve a cada rato en el Congreso una moción de condena por violación de derechos humanos al gobierno de Vietnam. La moción no suele pasar y si lo hace, nadie le presta mucha atención.

A propósito, tengo por ahí una copia del borrador de ley sobre manifestaciones y reuniones que la Asamblea Nacional vietnamita llevaba discutiendo dos años la primera vez que estuve allá. Aunque ese parlamento no admite otro partido, los expertos lo describen como muy discutidor y diverso, así que debate a fondo sus proyectos legislativos. Siete años después, no se han puesto de acuerdo todavía sobre la susodicha ley.

Una visión comparada siempre aporta perspectiva de fondo sobre nuestros propios problemas. No tengo espacio para comentar aquí cómo le va a la prensa de oposición en Vietnam u otros temas de actualidad como libertad de expresión y derechos humanos. El caso es que pocos países bailan el tango con EEUU como Vietnam, incluida esta administración. Mis amigos economistas dirán que las reformas vietnamitas lo explican todo. Yo sospecho que no. 

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