Hablando del Partido (I)

Reducir la revolución socialista al protagonismo de un partido o un ideario no ayuda a comprender sus complejidades y problemas.

Foto: Randdy Fundora

Creo que no hago ninguna revelación al decir que este nuestro no se parece, ni en sus orígenes, ni en su integración primaria, ni en las circunstancias históricas que lo rodearon, a ninguno de los partidos comunistas vivos o muertos.

La falta de una historia que lo explique resulta uno de esos vacíos, entre los muchos con que la sociedad actual interroga al proceso de la Revolución. En caso de duda, conduzca usted su propia encuesta para que vea. ¿Qué organizaciones se plantearon el socialismo como proyecto político antes de 1959? ¿Qué estrategias políticas adoptaron para alcanzarlo? ¿Cuándo y cómo se fundó este Partido Comunista de Cuba (PCC) que gobierna hoy? ¿De dónde venían los que integraron su liderazgo?  ¿Qué ideas tenían ellos acerca del comunismo y el socialismo?  Con esas cinco cuestiones ya hay para explorar un llano donde no pocos andan levemente perdidos.

Se me ocurren otras, todavía más enigmáticas quizás. ¿Cuántos de sus miembros se llamaban a sí mismos comunistas cinco años antes de fundarse el PCC? ¿Qué pensaban y decían de algunos otros partidos comunistas en países hermanos? ¿Por qué el encuentro donde se constituyó no fue su primer congreso? ¿Cómo se explica que lo celebrara solo 17 años luego del inicio de la Revolución y 10 después de fundado? ¿Mantuvo su sello original cuando en Cuba predominó la “influencia soviética”? ¿Cómo pasó de identificarse vanguardia de la clase obrera a vanguardia de la nación cubana? ¿En qué momento dejó de abogar por la “dictadura del proletariado”? ¿Cuál es su papel,  como “fuerza política dirigente superior de la sociedad y el Estado,” que “propicia la actuación simultánea de las generaciones que protagonizan la Revolución,” en un socialismo democrático?

Primer Congreso del PCC. Celebrado en el teatro Karl Marx de la Habana, del 17 al 22 de diciembre de 1975. Foto: Archivo

La cultura política que originó este Partido —en camino hacia su VIII Congreso dentro de unos días— no viene principalmente de la tradición bolchevique, o de la Larga Marcha de los campesinos chinos contra los japoneses y el Kuomingtan, sino sobre todo de las dos principales revoluciones cubanas, una organizada en Nueva York y Tampa, para luchar la independencia, y la segunda surgida de la insurrección contra Machado y peleada en las calles de La Habana en los años 30. Bregando con el problema estratégico de las alianzas y su difícil entramado, esta cultura política revolucionaria contestaba al tipo de dominación instaurada por los EEUU y sus aliados en la Isla, distinta a la de un imperio decadente, sumido en el atraso profundo y semifeudal, como en Rusia y China.

Como se sabe, en la cultura de la izquierda cubana confluyeron legados tan diversos como las revoluciones mexicana y rusa, variedades de socialismos, comunismos, anarquismos, movimientos sociales europeos y estadunidenses, nacionalismos radicales latinoamericanos y caribeños, cuyo inventario completo no cabe entre las imágenes icónicas que presiden los actos conmemorativos. Sin embargo, fueron las prácticas políticas de José Martí y Antonio Guiteras, más que ninguna otra, la arteria principal de esa cultura. Esta no se construyó desde el proletariado o la alianza obrero-campesina, sino sobre un sujeto identificado como “el pueblo,” conjunto específico de grupos, estratos sociales y tradiciones de lucha muy mezcladas; y desde una práctica de liberación nacional, mediante la lucha armada para derrocar una dictadura, y hacer avanzar, desde el poder, un programa de reformas dirigidas a cambiar un orden social injusto y dependiente.

Antonio Guiteras. Foto: Revista Bohemia

Hasta qué punto esas reformas iban a desencadenar un conflicto, que en unos meses escaló a nivel de una cruenta guerra civil, con la activa beligerancia de los EEUU, no estaba previsto en las plataformas de ninguna de las organizaciones revolucionarias, y quizás tampoco en los más recónditos sueños de sus líderes, que terminarían por juntarse en una sola, a 30 meses del triunfo.

En el camino, y tan temprano que fue casi natural, ocurrió la ilegalización de aquellos partidos que colaboraron con las elecciones de la dictadura en 1958, pero sobre todo, la desactivación de un Congreso donde los partidos políticos establecidos competían por ocupar posiciones mediante unas elecciones que se suspendieron indefinidamente, sin que a nadie pareciera importarle mucho entonces, y que los privó de sus funciones básicas en el sistema político anterior. Aunque resulte sorprendente visto desde hoy, esos partidos, incluidos los Auténticos y los Ortodoxos, opuestos a la dictadura, quedaron al margen, mientras la gente salía a hacer política en las calles. La mayoría de esa gente no podría recordar cuándo exactamente dejaron de existir.

La supresión de facto de las fuerzas armadas constituidas, y su reemplazo por el Ejército Rebelde que las había derrotado en el campo de batalla, dio paso, desde los primeros meses de 1959, a la fusión de los mandos y las tropas de todas las organizaciones políticas que combatieron a la dictadura. Además de juntar en una misma estructura militar a esas organizaciones, dos años y medio antes de que se fundieran en un solo organismo político, este reemplazo del ejército produjo un cambio trascendental en el funcionamiento real del viejo Estado. Nada menos que las fuerzas armadas, esa columna vertebral del antiguo régimen, quedaría desinstalada, para decirlo en la jerga de moda hoy. No en balde Fidel Castro, que no era ni el presidente ni todavía el Primer Ministro, fue desde el principio el Comandante en Jefe de esas fuerzas recién instaladas, e integradas por “el pueblo uniformado,” como le gustaba decir a su jefe de Estado Mayor, un sonriente Camilo Cienfuegos, que a los 27 años no era, sin embargo, el comandante guerrillero más joven.

Siempre me ha intrigado la línea que separa, según algunos libros de texto, el periodo “agrario y anti-imperialista” de la Revolución y el “socialista.” Lo digo precisamente porque toda esa radical transformación en el funcionamiento del poder político anotada arriba, incluyendo la de los partidos, ocurrió aun antes de que la Ley de Reforma agraria de mayo de 1959 disparara el conflicto con la clase alta cubana y norteamericana, todavía cuando la Revolución contaba con un apoyo casi unánime, salvo el de los batistianos que habían huido a Miami y República Dominicana. Cómo la estructura del poder y el orden social reinantes en la Cuba de los años 50 podrían haber admitido una “revolución agraria y anti-imperialista” sin que esta entrara desde el principio en la radicalidad de una revolución social de verdad solo tiene sentido para los códigos de aquel marxismo-leninismo, y en los escenarios revolucionarios hipotéticos que los manuales de la Komintern enunciaban.    

Numerosos autores han investigado la izquierda cubana antes de 1959, y algunos de sus principales problemas, diferencias y conflictos. Narrarla como una orquesta acoplada, o simplificarla en una línea recta que conecta a los primeros marxistas cubanos con el Partido Comunista de 1965 no ayuda a entender nada de nuestra historia. Tratándose de movimientos políticos, su interacción principal no se expresaba en los contenidos ideológicos de sus discursos, sino en sus estrategias políticas concretas.

Digamos, por ejemplo, cuando Fidel Castro, antes del Granma, caracterizaba al Movimiento 26 de Julio como “el aparato revolucionario del chibasismo,” no lo distinguía tanto de los comunistas, sino sobre todo de una Ortodoxia políticamente “impotente y dividida en mil pedazos,” incapaz de luchar contra la dictadura.

Para ilustrarlo con otro ejemplo, lo que separaba a Joven Cuba (JC), la organización fundada por Guiteras en 1935, y al Partido Comunista de entonces, no era la adhesión a un objetivo socialista. “Para que la ordenación orgánica de Cuba en nación alcance estabilidad, precisa que el Estado cubano se estructure conforme a los postulados del Socialismo,” empieza diciendo el Programa de JC. La diferencia de partida, al adoptar una estrategia insurreccional, era la acción política concreta, que predeterminaba el tipo de poder al frente de la revolución desde el principio. Cuando aclaraba que al socialismo se llega “por sucesivas etapas preparatorias,” de las cuales aquel Programa solo trazaba la primera, les estaba asignando a las “etapas” un significado completamente distinto a las que establecía la Komintern.

De manera que caracterizar al guiterismo como “demócrata revolucionario” o apenas “anti-imperialista,” y no como la estrategia que abrió el camino a la revolución socialista en Cuba, mediante el movimiento revolucionario que derrocó a la dictadura de Batista e inició la revolución de manera continua, ilustra esa diferencia y su significado. No se trata de algo tan simple como distintos “medios” para los mismos “fines,” sino de toda una concepción estratégica para hacer la revolución. 

Considerar esas diferencias, entre las organizaciones revolucionarias y en el seno de cada una, no se dirige a achacarle retrospectivamente a ninguna sus errores, falta de visión o esquematismo de entonces, sino a entender nuestra historia como diferente a un cuento de hadas o una película de horror, según acostumbran a caracterizarla tirios y troyanos. Entre otras cosas, porque permite también estimar el mérito de una política de diálogo que contribuyó a juntar corrientes muy divergentes, y que recelaban profundamente entre sí.

Reducir la revolución socialista al protagonismo de un partido o un ideario tampoco ayuda a comprender sus complejidades y problemas. Imaginar que la restauración de las promesas incumplidas de la Constitución de 1940, o cualquier otro programa de leyes o constructos jurídicos creados por las organizaciones que se opusieron a la dictadura, como si fueran el guion del proceso sería creer que las circunstancias donde ocurren los cambios sociales y políticos radicales propios de una revolución social se encierran en un plan de reformas, por importantes que fuera. En cualquier caso, la revolución ya se había manifestado como poder político aun antes de haberse adoptado la primera reforma económica importante, al ser capaz de imponerse a los intereses creados en el orden político establecido.

Las diferencias dentro de esa izquierda cubana no se limitaban, desde luego, a las vías para llegar al gobierno o tomar el poder. Si antes de 1959 la Juventud ortodoxa llegó a inscribir en sus banderas la palabra socialismo, y si el programa de unos comunistas, rebautizados como Partido Socialista Popular, se podría haber confundido hoy con la socialdemocracia, no necesariamente esas afinidades los preparaban para la convivencia. Más bien resultó todo lo contrario.    

Claro que hubo estalinistas en esta historia casi desde el principio. De hecho, estaban ahí antes de que los partidos revolucionarios decidieran unirse, y no solo colaborar. Aunque los sectarismos no se limitaban a una sola organización, el que provocó la crisis dentro de la primera organización política unitaria, las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI), fue el propiciado por un grupo de estalinistas que recelaban de todos los revolucionarios que no fueran viejos comunistas. A pesar de que el PSP advirtiera, en su autocrítica VIII Asamblea de agosto de 1960, que “la actuación conjunta de las organizaciones es la garantía de la unidad y el avance de la Revolución,” las ORI, constituidas apenas dos meses después de Playa Girón, fueron embarrancadas por el sectarismo casi desde su fundación.  

Finalmente, como se sabe, lo que contribuyó decisivamente a unir a las diversas organizaciones y sus respectivas corrientes políticas internas no fue precisamente la deliberada, voluntaria y consciente adopción de un modelo leninista. Más allá de la inteligencia dentro del liderazgo revolucionario, y el acople de una política de unidad negociada, el principal impacto lo tuvo el asedio de una formidable contrarrevolución, respaldada y tutelada por los EEUU. El asedio de sus enemigos impulsó más la unificación en un solo partido que la ideología compartida entre las filas revolucionarias.

Si se relee lo anterior, se podrá entender que cuando partidos como el PSP acuerdan su disolución, en el verano de 1961, y declaran que “nos fundimos hoy en las fuerzas revolucionarias integradas, en marcha hacia la construcción del Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba,” no están entrando en el Walhalla de la perfecta armonía o en el reino congelado del totalitarismo, según lo caracterizan tirios y troyanos, sino en un proceso de cambio hacia un sistema político nuevo, discrepante del estalinista y del maoista, y que no estaba entonces ni luego exento de contradicciones, divergencias e incluso conflictos.

No contar con una historia crítica de ese sistema político y sus complejidades deja un vacío, que suele llenarse con paquetes doctrinales, de un signo y de otro, más cercanos por cierto a los esquemas de la Komintern que a la sociología política. Por ejemplo, cuando afirman “no fue en enero de 1959, sino en abril de 1961, cuando la construcción del totalitarismo cubano tuvo a la mano todos sus elementos necesarios.” Lo mismo que atribuir el conflicto social no a intereses y factores de poder, sino a la ideología, y cifrarlo en representaciones, como las de un enemigo “que debía ser nacional y foráneo a la vez, un monstruo en el que pudieran fundirse la maldad del imperio y la vileza de los traidores.” Este paralelismo entre visiones aparentemente excluyentes, reunidas en un enfoque que reemplaza el análisis histórico por frases literarias, y la lógica de una revolución social por lo que los filósofos llaman una teleología (del bien o del mal) confima un curioso código de parentesco, nada casual. 

Lidiar con la pluralidad dentro de las filas de ese Partido; conducir la transformación del sistema político, no solo como sujeto, sino como objeto de los cambios; ser espejo de la sociedad y sus problemas; mirarse por dentro e inspirarse en aquella cultura política originaria, parecen requisitos del momento histórico, y de la reconstrucción de su sentido. Cómo hacerlo, a la altura de la Cuba actual, exige a la vez realismo e imaginación.

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Continuará

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