Hablando del Partido (III)

Diversidad y representación

Plaza de la Revolución la mañana del 28 de noviembre de 2016, tres días después de la muerte de Fidel Castro. Foto: Gabriel Guerra Bianchini.

Foto: Gabriel Guerra Bianchini.

No podemos determinar hoy cómo habría nacido la república ni qué habría pasado con el Partido Revolucionario Cubano, si Martí hubiera sobrevivido. Lo que sí sabemos es que su arte para el entendimiento y las alianzas entre actores tan diversos en pos de la independencia fue un precedente para unir las fuerzas políticas que habían conquistado el poder revolucionario, y consolidarlas, a pesar de sus diferencias, en un mismo Partido.

A los rasgos distintivos que ya mencioné respecto a otros partidos comunistas, voy a añadir tres que también diferencian al cubano, a menudo soslayados en este mundo feliz de las redes digitales donde todo “se sabe.” Nunca recibió orientaciones de Moscú; su marxismo se centró en las alianzas anticoloniales y de liberación nacional (distintas a lucha armada); ha sobrevivido a una superpotencia peligrosamente cercana, que le impuso crear un aparato de defensa y seguridad, y lo culpa por no admitir una oposición apadrinada por ella misma. Ese último lo diferencia, digamos, del Partido Comunista de Vietnam, donde los grupos y medios de oposición están presos, y con el cual EEUU y sus aliados mantienen las mejores relaciones. 

Este Partido no ha sido igual a sí mismo. Entre los requisitos para integrar sus filas que antes mencioné, también estuvieron como invalidantes las relaciones con emigrados, incluidos parientes cercanos, y las creencias religiosas. En un larguísimo discurso a la militancia, en 1979, Fidel Castro explicaría las razones para no continuar considerando enemigos a esos emigrados1. El IV Congreso (1991) acordaría no “negar el ingreso al Partido a un revolucionario de vanguardia en razón de sus creencias religiosas.” Naturalmente, muchos militantes, educados en el marxismo-leninismo ateo y en la idea de que todos los que se iban se ponían del lado del enemigo, aceptaron las nuevas políticas, pero no siempre, en su fuero interno, las asimilaron.

En el Informe Central al Congreso de 1975, se mencionaba 34 veces a la clase obrera y 6 veces al Partido como su vanguardia;  y la Constitución de 1976 lo definiría como “la vanguardia organizada marxista-leninista de la clase obrera” (Art.5). En cambio, la Resolución sobre los Estatutos del IV Congreso lo caracterizó como partido “de la nación cubana,” además de “martiano, marxista y leninista”, en lugar de “marxista-leninista,” concepto propio de los manuales soviéticos y adoptada oficialmente hasta entonces. Cuando la reforma de 1992 incorporó esta nueva formulación, pareció como si casi nadie, dentro o fuera, se hubiera percatado. Quizás porque estábamos en la caída libre del Periodo especial; o porque ya para aquel entonces era obvio que la condición de partido obrero no había apuntalado a las “democracias populares ” de Europa Oriental y la URSS; o tal vez porque los reformadores de 1992, en el espíritu de continuidad con la ideología revolucionaria cubana, decidieron no llamar la atención sobre esta reformulación, junto con la supresión de las referencias a la URSS, entre otros arreglos sustantivos a 43% de los artículos de aquella Carta Magna.

Hablando del Partido (I)

La narrativa histórica sobre el proceso tiende a ignorar que hemos atravesado políticas muy diferentes en cada etapa, incluidos equipos de gobierno y “primeros ministros” (o sus equivalentes), como podrían serlo sucesivas administraciones en otras partes. Además de los cambios ideológicos anotados, los hubo en política económica, concepciones sobre la democracia y criterios sobre su funcionamiento, aplicación de políticas culturales, estrategias de seguridad nacional y defensa, así como énfasis en política exterior y arquitectura de alianzas internacionales.

Sin espacio en estas notas para ilustrar cada uno, me limito a apuntar las muy diferentes ideas y prácticas que presidieron cada ciclo económico. Desde una primera década (1959-68), en pos de un modelo distinto al soviético y al chino, y nunca implementado a cabalidad, que permitiría casi 60 mil pequeñas y medianas empresas todavía privadas, algunas muy bien articuladas al sector estatal dominante; pasando por un Sistema de Dirección y Planificación patentado en la URSS (1975-85); una “rectificación de errores y tendencias negativas” (1986-91) de este Sistema, interrumpida antes de instaurar uno nuevo; un paquete de medidas de emergencia (1993-96) para rebasar la crisis del Periodo especial, casi inmutable por más de diez años de incierta recuperación; hasta el inicio de un programa de reformas estructurales llamado Actualización del modelo (2011), que produjo nada menos que otra conceptualización del socialismo, unos Lineamientos económicos y una nueva Constitución, donde se preconiza un modelo de economía mixta, se modifican sustancialmente las relaciones de propiedad, se legitima el sector privado y el mercado, y se plantea la descentralización más radical del sistema —casi todo pendiente de implementarse todavía. 

Aunque quizás algunos amigos economistas argumenten que en ninguno de estos ciclos el Estado dejó de imperar sobre la economía, probablemente los ciudadanos comunes podrían recordar las sensibles diferencias de cada uno en sus vidas diarias. Dejo a los seguidores de la teoría de las generaciones la explicación de cómo todos estos ciclos pudieron tener lugar con el mismo “liderazgo histórico,” cuyos últimos representantes ya van de salida.

Para comparar la composición en las filas y estructuras de dirección del Partido, y analizar cómo han evolucionado y qué significan los cambios, prefiero esperar a que pase el VIII Congreso. Me limitaré ahora a apuntar que las transformaciones en su composición son el espejo de los experimentados por la sociedad cubana en las últimas décadas.

Hablando del Partido (II)

Según las cifras del VII Congreso, el Partido tenía 670 mil militantes, 13% menos que cinco años antes. Sumados a los 405 830 de la UJC (2012), seguían siendo un número muy alto respecto a la población y a otros partidos políticos donde basta con registrarse, según aquellas cifras en Cuba, de cada 4,5 personas en edad laboral 1 es militante del PCC. En su estructura ocupacional, los profesionales habían sido el sector más representado (41,6%), por encima de dirigentes y obreros. Una cuarta parte de estos profesionales, equivalente a 11,1% del total de militantes, eran maestros.

De cada 6 miembros del PCC, 4 tenían menos de 55 años (2 ½ menos de 45); 1 entre 55 y 60 y 1 mayor de 60. El Comité Central (CC) del PCC elegido en el VI Congreso (2011) tenía una edad promedio de 57, y el del VII (2016), había decrecido a 54. La política de rejuvenecimiento rebajó la edad promedio de los máximos dirigentes en las provincias a 52 (2018), cinco menos entonces que la del actual presidente Díaz-Canel.

Las mujeres eran 39% de la militancia del Partido, pero 52% de la UJC.  En el CC actual, son 42%; y en el Buró Político (BP), aumentaron desde cero o una, a 4 desde 2016. Los no blancos en las filas, así como en el Buró Político, representan 35 %, la misma proporción que en la sociedad cubana, según el último Censo. En el CC, son 31%, de ellos la mayoría son negros (16,6%).

El ingreso de cinco nuevos miembros al Buró Político en el VII Congreso ya había rebajado la edad promedio de 70 a 63. Este BP fue el primero donde los cargos por perfil profesional (9) —defensa, economía, diplomacia, salud pública, ciencia y técnica— rebasaban al de dirigentes políticos de carrera (8). Entre esos cuadros políticos, 5 habían dirigido en las provincias, y 3 ingresaron al BP bajo el mando de Raúl. Al contrario de lo que se repite, no ingresaron más militares, sino salieron, y los que permanecieron ya estaban allí antes del mando de Raúl. Este patrón, que encamina a dirigentes provinciales del PCC y el Poder Popular hacia el más alto nivel nacional, también es parte de su legado.

Probablemente, este patrón se mantenga en los órganos de dirección que elija el VIII Congreso; que aumente el número de mujeres y no blancos, así como de dirigentes provinciales. Muy seguramente, la edad del Buró Político volverá a descender: el Primer secretario saliente tendrá en breve 90 años; y el entrante apenas habrá cumplido 61 al ocupar el cargo. Si el número dos fuera una mujer no blanca o un dirigente provincial, conocidos por su arraigo popular, todo encajaría.

Dice un amigo mío que a él le da lo mismo la edad, el color, la profesión, e incluso el género de los que dirigen, siempre que adopten políticas inteligentes y eficaces. No sé cuántos piensan así; pero incluso si se soslayaran sus implicaciones para la igualdad de acceso y oportunidades entre grupos diversos, la proximidad de perfiles entre la militancia, la dirigencia y la sociedad no es en absoluto irrelevante, aunque solo fuera como punto de engarce de la sociedad con las instituciones políticas.

A lo largo de mi vida, he conocido muchísimos militantes del Partido, y no pocos dirigentes, desde el nivel local hasta el CC y el Buró Político, incluida la generación histórica. Aunque puedo identificar rasgos comunes entre muchos de ellos, su diversidad me resulta más reveladora. Digamos que no sería difícil encontrar dos militantes del Partido con ideas más diferentes entre sí acerca del socialismo, sus problemas y cómo resolverlos, que cualquier demócrata y cualquier republicano respecto al sistema del Norte.

Uno de esos militantes podría afirmar, por ejemplo, que tales diferencias debilitan la unidad necesaria en un Partido “de acero,” que asegure la soberanía y la independencia, enfrente al enemigo interno y externo, por la fuerza si hace falta, y sirva de ejemplo a las más jóvenes generaciones. El otro diría que, para un socialismo democrático, el debate público de esas diferencias fortalece a un Partido que debería ser flexible, adaptarse al momento histórico, y aplicar soluciones políticas a los problemas políticos, en lugar de simple uso de la fuerza.

Mis dos militantes, que lo mismo podrían tener 35 que 70 años, coincidirían en muchas otras cosas: el Partido podría fomentar una mejor democracia ciudadana; la soberanía, la justicia social, la equidad y la dignidad humana son innegociables; nuestro sistema, con sus defectos, supera a cualquier capitalismo. Sin embargo, ambos podrían discrepar todavía más si les preguntara qué hacer en política económica, cómo debatir y legislar en la Asamblea Nacional, cuáles son los límites de la expresión en el arte, o qué opinan de los medios de comunicación orientados por el Partido. Probablemente, los dos podrían citar al liderazgo histórico para apoyar sus argumentos.

Si la política socialista genera juicios como los de mis dos militantes, ¿no deberían expresarse en la prensa del Partido? Si esa política afirma canalizar la discrepancia de la sociedad en el marco de las instituciones establecidas, y si estas, para seguir siendo únicas, deberían ser “las más democráticas del mundo,” ¿no debería propiciarse un espacio legítimo a una oposición leal, dentro de las filas socialistas, aunque discrepante de determinadas políticas?

En una sociedad cada vez más diversa, pensar con cabeza creativa la continuidad de esa unidad contribuiría a situar —parafraseando a Cintio Vitier— “los dispositivos en el centro de la flor.”

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Nota:

1 Discurso del Comandante en Jefe, Fidel Castro Ruz, Reunión de información a cuadros y militantes del Partido, Teatro Karl Marx”. 8 de febrero de 1979, Versiones Taquigráficas del Consejo de Estado, citado en Cuba y su emigración, 1978: Memorias del primer diálogo, Elier Ramírez Cañedo. Ocean Sur, 2019.

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