Hablando del Partido (V y final)

¿Es capaz este Partido de conducir las reformas como proceso continuo de corrección y ajuste, y al mismo tiempo, autorreformarse?

Fotografía del 25 julio de 2018, ciudad de Guantánamo, Cuba. Foto: Ramón Espinosa/ AP (Archivo)

Un amigo, con quien entablo diálogos a distancia, dice que la verdad no se ensaya ni los derechos se plebiscitan. Si entiendo bien, entonces, la justicia no se vota; o sea, lo justo no depende del juicio de la mayoría, que a veces puede respaldar cosas muy injustas, según enseña la historia humana.

Digamos, por ejemplo, la suma de todos los que discriminan a otros por algún motivo —color de la piel, género, orientación sexual, fe religiosa, clase social, nivel educacional, edad, discapacidad, región, etc.— pudiera resultar más del 50% de todos nosotros. Esa mayoría no tendría la justicia de su parte, aunque posiblemente lo creyera, y hasta se ofendería si alguien le sugiriera lo contrario. De manera que si una investigación demostrara que ejerce prejuicios y discriminaciones contra otros, la mayoría, sin embargo, podría recelar de esa verdad, a pesar de todas las evidencias. En otras palabras, tampoco la verdad es lo que piensa la mayoría.

¿Tienen la justicia y la verdad algo que ver con la democracia? Probablemente, si hiciéramos una encuesta, la mayoría las reconocería a ambas, y también a la igualdad y la libertad, como condiciones para un sistema democrático. Pero sospecho que si preguntáramos ahora mismo cuál es el orden de prioridad de estas condiciones para una genuina democracia, 1) ser plenamente iguales y 2) ser plenamente libres, este último ganaría. Valdría la pena indagarlo, solo para comprobar si somos realmente como pensamos de nosotros mismos. En cualquier caso, aun suponiendo que la verdad no se ensaya, no hay duda de que sí se investiga, y hasta se descubre.

Aunque dé la impresión de una disquisición filosófica o teórica, apenas trato aquí de llegar a una cuestión política concreta: ¿puede un solo partido, al que no pertenece la mayoría, resultar funcional a un sistema democrático, y hacerlo mejor que los muchos partidos en un orden capitalista? Aunque imposible de discutir como amerita en tan breve espacio, este problema subyace en muchos comentarios acerca del PCC que han circulado en estos últimos días.   

Para empezar, ¿tiene sentido comparar al Partido cubano con otros? Digamos, los de México. A diferencia de los militantes cubanos, los afiliados a los mexicanos pueden registrarse sin contar con un aval, ni someterse a una asamblea de ejemplares en su centro de trabajo, ni pasar un minucioso proceso de selección, hasta el otorgamiento o no de la militancia. El ingreso a esos partidos, dirigidos sobre todo a ganar las elecciones, es más accesible para la mayoría de los mexicanos que para nosotros el PCC.

A pesar de estas y otras grandes diferencias, que apunté antes, la cuestión de la representatividad de la población en los partidos resulta comparable, pues en ambos casos no solo mantienen estructuras de mando, sino filas, que pueden medirse. Por ejemplo, en el caso de los mexicanos, los datos (2019) muestran afiliaciones en las principales organizaciones políticas: PRI (2 millones 65 mil), PRD (un millón 200 mil), Morena (467 mil), PAN (250 mil). En total, 3 millones 982 mil; o lo que es lo mismo, 3,11% de la población mexicana residente en el país (128 millones). Naturalmente, puesto que los menores de 18 años y los no empadronados por otras razones, no votan, ese cálculo debería hacerse sobre los que sí pueden. Digamos, ahora mismo, dos meses antes de las elecciones mexicanas, los afiliados a esos cuatro partidos suman 4,2 % de todos los votantes registrados (95 millones). Como es evidente, si el grado de consenso que consigue un partido se midiera por su número de afiliados, ninguno de los mexicanos podría ganar jamás las elecciones.

Calculada sobre la base del padrón electoral (9.292.277, en 2019), la militancia de los mayores de 16 (edad para votar en Cuba) en las organizaciones políticas, PCC y UJC, representa 7,5 %; y si se compara con la población económicamente activa (4 515 200), alcanza 15,5 %, o lo que es lo mismo: de cada 13 de los integrantes de esta población, 2 militan en alguna de las dos organizaciones. Razonar que se trata de una exigua minoría, porque no abarca a la mayor parte de la población, soslaya que en ninguna parte los partidos políticos atraen a sus filas como miembros activos (no es lo mismo que votantes) a esa clase de mayoría. Reducir los votos por el socialismo como sistema a esa militancia tampoco explica el complejo tejido del consenso ni los nuevos factores políticos en su dinámica desde 2018 —nuevo gobierno, Constitución, relevo del liderazgo histórico, profundización de las reformas, etc.

En buena medida, esa Constitución y su debate público han sido una especie de desembocadura, punto de equilibrio del entreverado consenso nacional que caracteriza a la sociedad cubana actual. Entre mis amigos juristas, abundan los juicios sobre el significado de esa Carta Magna como gran marco de referencia, espejo para corregir la marcha, y talanquera para evitar que circunstancias adversas y otras contingencias descarrilen el rumbo. Sin embargo, sería un exceso, además de una ilusión, considerarlo un espejo mágico, con todas las respuestas a los problemas reales de la sociedad y del sistema, y a sus prácticas políticas. Si las constituciones fueran ese espejo mágico, según la multipartidista de Singapur, no gobernaría, con el beneplácito de “la comunidad internacional,” el mismo partido (y la misma familia) desde 1955; ni en Malasia, desde 1957; ni en Cambodia, desde 1979. Para no hablar de otras constituciones más próximas, donde un mismo partido, no precisamente comunista, gobernó 70 años, o donde los mismos dos han estado representando a We the People por más de doscientos años. Tampoco ese espejo explicaría cómo es que las constituciones de China y de la República Popular Democrática de Corea admiten varios partidos.

Hablando del Partido (III)

Juzgar la democraticidad de un sistema sobre la base de la competencia entre partidos, en vez de la representación de sus bases y la interacción con la ciudadanía, parece trivial respecto a la idea de “gobierno del pueblo.” Si ese “gobierno del pueblo” no se reduce al acto de votar o de consultar, ni la democracia brota de una docena de partidos no democráticos, entonces, ¿bajo qué condiciones puede un solo partido fomentar democracia ciudadana?

Abordar ese problema, aun de manera incompleta, nos acercaría a la situación política cubana en sus propios términos, en lugar de mirarla como una reforma que nunca conseguirá realizarse, sencillamente porque no. Algunos observadores sostienen que la mera idea de un partido único a cargo de una reforma no es más que un oxímoron. Este enfoque, construido más sobre la metáfora literaria del eterno retorno que sobre el estudio de casos relevantes, padece tres déficits: 1) juzgar al sistema por lo que no es, o sea, lo que le falta para llegar al capitalismo; 2) afán por caracterizar las señales inequívocas de su derrumbe inminente desde hace 30 años; 3) ineptitud para anticipar lo que sí ha pasado durante todo este tiempo.     

Analizar la cuestión de la representatividad del Partido, además de la composición social de sus filas, requiere entender su rol en el conjunto del sistema político. En efecto, si es “la fuerza política superior,” que no suplanta a las demás, sino las supervisa, le toca contribuir al funcionamiento representativo y democrático de los órganos de poder estatal, en primer lugar, el sistema del Poder Popular; así como de los sindicatos, las organizaciones juveniles, femeninas, de productores agrícolas, en el sentido de que realmente defiendan sus intereses; y respaldar a todos los grupos que, al margen de estas organizaciones, sufren discriminación en la sociedad cubana actual.

También le toca al Partido asegurar que los ciudadanos emigrados cuenten con un mecanismo representativo, que no descanse en la política exterior, sino en una institucionalidad que encarne los derechos ciudadanos, como la Asamblea Nacional.  Así como contribuir a que los herejes no sufran estigma, ni terminen en la excomunión o en algo peor, sino que su disentimiento pueda ser cultivado y aprovechado, como fuente de renovación de la doctrina, según las lecciones que dejaron herejes como Lutero y Calvino en el cristianismo.

Desde luego, es su tarea lidiar con la oposición, algo muy diferente al disentimiento, pero tampoco un bloque irremediable, homogéneo y cohesionado. Y hacerlo con medios políticos, no limitarse a aplicarle la ley y el orden. Aunque el estudio de la composición social de esa oposición no revele, como algunos suponen, que sea la voz de los pobres ni de los negros de los barrios, sí demuestra que involucra a gente diversa, no toda intratable. “¿Qué sería de la Revolución si no hubiese ganado para su causa a los adversarios…?”, recordaba Fidel Castro en un discurso ante la militancia del PCC, para explicarle la nueva política hacia la emigración, en 1979. “Hay una larga tradición de la Revolución en la lucha por captar a los adversarios.”1

Si la cuestión democrática de fondo es la participación de la gente, ¿puede un solo partido propiciar no solo la consulta y la movilización, sino exponer la fabrica de las políticas a la acción ciudadana, y asegurar que esta pueda participar en controlarlas desde la sociedad y sus instituciones?

Las preguntas no escasean. ¿Es capaz este Partido de conducir las reformas como proceso continuo de corrección y ajuste, y al mismo tiempo, autorreformarse? ¿No solo tomar conciencia de sus problemas, sino erradicarlos? ¿Dónde están los puntos de resistencia al cambio? ¿Cuáles son los principales problemas de la cultura organizacional del Partido? ¿La que caracteriza a los cuadros y a las normas de funcionamiento?  ¿Cuál es la educación política de un militante comunista hoy?

En la primera parte de esta serie, anoté que esa suma de minorías subalternas que hacían la mayoría fueron la base social de la Revolución y del consenso socialistas. Ahí estaba la cantera, como se decía antes, del Partido. Entonces, era relativamente fácil distinguir a la vanguardia, no solo arriba, sino también abajo. Bastaba con proponerlos: “los mejores al Partido.” Ahora bien, ¿cuál es el contenido de la noción vanguardia en la actualidad? ¿Es posible que signifique lo mismo? ¿Quiénes la integran?

Siendo presidente, Raúl Castro, afirmó una vez que la política económica de la Actualización no tendría éxito sin descentralización. Si esta no se confunde con la desconcentración de las estructuras de poder, ni se mantienen, como les llamaba Martí, los “hábitos de mando” para gobernar, el verticalismo y la falta de diálogo con los ciudadanos a nivel local, se trata entonces de una redistribución de poder, o sea, de un cambio político. Según esta lógica, el camino al desarrollo económico pasaría por el empoderamiento local,  que es donde tiene lugar o no la participación real de los ciudadanos, y donde radica, al decir del Apóstol, “la sal de la democracia.” Garantizar esta profunda reforma política del sistema, sin miedo a esas palabras ni a transitar un pasaje a lo desconocido, le toca también al Partido.

 

Nota:

1 “Discurso del Comandante en Jefe Fidel Castro, Reunión de información a cuadros y militantes del Partido. Teatro Karl Marx, 8 de febrero, 1979.” (Citado en Cuba y su emigración. 1978. Memorias del Primer Diálogo, Compilador Elier Ramírez, Ocean Press, 2020, p. 38).

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