La guerra civil: memoria y desmemoria (I)

¿Cómo es que aquellas familias de María y de Chalín, que comían los mismos boniatos y la misma harina de maíz, en aquellas serranías a las que solo se llegaba en mulos o a pie, estaban en bandos opuestos?

Foto: cmhw.cu

Cuando mi primo José Manuel y yo llegamos a Sopimpa, Escambray, había pasado menos de un mes de Playa Girón. Casi lo primero que hicimos fue buscar la cañabrava más alta que hubiera por los alrededores, y plantar la banderita de Territorio Libre de Analfabetismo que todos llevábamos en las mochilas. La consigna de nuestra brigada de alfabetizadores era que la bandera más alta era la que ganaba. Al otro día, la milicia serrana pasó por cada uno de nuestros bohíos, y tumbó a machetazos aquellas gloriosas banderitas, con apenas una frase de explicación: «No se puede.»

Esa noche, Chalín, el guajiro que yo alfabetizaba, me informó que íbamos a dormir en casa de su hermano, porque él tenía guardia en el hospital. «Me la tienen jurada, y no puedo dejar a la mujer y los vejigos solos aquí.» Cuando le protesté por no dejarme acompañarlo, se sonrió, y me preguntó si yo sabía manejar el R-2. Esa noche de mi primera guardia como parte de una escuadra de guajiros milicianos, en el edificio apenas terminado de un hospital serrano, todavía vacío, vigilando un valle iluminado por la luna llena, con un fusil semiautomático checo M-52 que tocaba por primera vez, me dejó una huella de esas imborrables. Yo tenía 13 años.

Mi primo, de mi misma edad, recuerda todavía la tarde en que el esposo de María, su alfabetizada, lo llevó a conocer a los viejos de ella, a un par de leguas de donde estábamos. El motivo de aquella visita era pedirles que intercedieran con su otro hijo, para asegurar que a mi primo y los demás alfabetizadores no les fuera a pasar nada. El viejo miró a mi primo con un gesto huraño, y asintió, sin más palabras. El hermano de María era uno de los cinco principales jefes de alzados del Escambray.

Desde entonces me persigue la pregunta: ¿cómo es que aquellas familias de María y de Chalín, que comían los mismos boniatos y la misma harina de maíz, en aquellas serranías a las que solo se llegaba en mulos o a pie, donde a dos años de haber empezado la revolución ya se había construido un hospital y una tropa de maestros habíamos caído del cielo, estaban en bandos opuestos? ¿Qué había causado aquella división a fondo de una comunidad campesina que compartía una vida de miseria, desamparo y olvido, de la que hoy no existe imagen ni semejanza? ¿Por qué y cómo aquellos milicianos y alzados salidos de un mismo mundo de atraso y desesperanza se enzarzaron en una vertiginosa espiral de violencia, que se prolongó tres veces más que la guerra revolucionaria contra la dictadura?

Claro que, aunque parecen las mismas, esas preguntas han ido teniendo nuevas significaciones en el tiempo, y adquieren otro alcance 59 años después: ¿Qué fue aquella guerra civil? ¿Cuál fue su huella en el proceso revolucionario? ¿Cómo marcó el socialismo cubano,  entonces y en lo adelante?    

Unos hombres y otros

Los que han aprendido a considerar la ideología como motor de la historia, y a atribuirle las causas del cambio social y de la política a la polaridad ideológica, seguramente tienen respuestas para todas estas preguntas, o más bien, una respuesta: aquel conflicto surgió del enfrentamiento comunismo-anticomunismo, es decir, se explica por la Guerra fría, y el afán del enemigo imperialista, empeñado en no cederle el territorio de la isla a la ideología marxista-leninista.  Cuando razonan sobre aquellos años 60 donde todo se fraguó, algunos aquí y allá deducen que fue esa ideología marxista-leninista la que, anticipándose al Quinquenio gris (1971-76), dio lugar a todo lo humano y lo divino en aquella época, incluidos los vientos de cuaresma que ya empezaron a soplar en 1966, y que batieron al socialismo cubano desde 1968 en lo adelante.

«Lucha contra bandidos» Foto: La demajagua

Analizar el conflicto de intereses enfrentados, y los factores sociales que alinearon a numerosos cubanos de un lado y otro de las tensiones que atravesaban el proceso, en lugar de reducirlos a simples contenidos ideológicos, podría explicar que milicianos y alzados, sin ideas claras y distintas sobre el comunismo y el anticomunismo, combatieran una guerra sangrienta y feroz durante seis años en todas las provincias del país. Para esa explicación, desde luego, no basta una historia de las ideas o de los discursos, ni una cronología de hechos puntuales, o una saga literaria de héroes y antihéroes. Se requiere establecer la lógica del cambio real, tanto arriba como, sobre todo, abajo; en otras palabras, una historia social del proceso, hasta hoy inexistente.

Según el cálculo de Pedro Etcheverry Vázquez y Santiago Gutiérrez Oceguera, en el libro Bandidismo: derrota de la CIA en Cuba; en 1960-65, hubo 4 mil alzados en todo el país, 2 mil de los cuales en la región central. Algunos expertos que conozco estiman off the record  que la cifra de presos por motivos políticos en esa década debe haber alcanzado los 20 mil. Uno de ellos me comentaba que si por cada preso se estimara que había al menos tres más no capturados ni sancionados, la fuerza de la contrarrevolución habría sido formidable. Me han dicho también que a la altura de 1961-62, la contrarrevolución interna había sido derrotada, en el sentido de no representar un desafío al poder revolucionario, al punto de ser capaz de desestabilizarlo; y que si siguió viva y coleando, fue por los americanos.

«El hombre de Maisinicú» (1977), filme cubano dirigido por Manuel Pérez

Sin duda, el factor norteamericano resulta inseparable del teatro de la guerra y del conflicto político que lo enmarca. Fueron los órganos de mando de la seguridad nacional de EEUU los que apoyaron con todo y desde el primer momento a la extensa familia de la contrarrevolución cubana, mediante sus alianzas con políticos y oficiales de los aparatos de represión batistianos, los viejos partidos, los segmentos de la clase alta que se fueron desmarcando frente a la Revolución,  y muy especialmente, con los disidentes de las organizaciones insurreccionales, que representaron el mayor reto y el más violento en el campo político-militar. Toda esta heterogénea y conflictiva familia, que encontró abrigo bajo el ala de EEUU, constituyó siempre un bloque difícil de acoplar, por razones, digamos, estructurales: tenían intereses e ideas muy diferentes. Solo los reunía su oposición común a algo llamado «el comunismo,» que si bien facilitaba una fórmula donde se solapaban esas diferencias, mantenía intactos sus objetivos y aspiraciones particulares.

Naturalmente que en la potencia y arrastre de aquella contrarrevolución resultó clave el respaldo norteamericano, expresado en el proyecto de una intervención en gran escala, como colofón de todos los planes concebidos por la CIA y el Grupo Especial Cuba del National Security Council, entre 1959 y 1962. Esta expectativa pesó no solo en las mentes de sus numerosos líderes y organizaciones, estimadas en 86 solo en Las Villas1, sino en las de aquellos que se apresuraron a alzarse, seguros de que era cuestión de meses. Así, el antiguo capataz de Jesús Azqueta, dueño del central Trinidad y de la Papelera Pulpa Cuba, estaba listo para coger las armas, a pesar de haber rebasado los cuarenta años, en vísperas del 17 de abril de 1961, anticipándose a un probable desembarco por el puerto de Casilda. La expectativa de una invasión norteamericana con tropas que sucedió a Playa Girón lo decidiría finalmente a meterse en el monte, llevando consigo a sus dos hijos varones, muy jóvenes. Uno de ellos, Cheíto León, alcanzaría posteriormente una oscura fama como jefe de alzados. 

Al mismo tiempo, sin embargo, expertos de allá y de acá también me han asegurado que la eficacia de los suministos de recursos financieros y medios militares a los grupos armados languideció desde 1963. Según documentos desclasificados que investigué en la Biblioteca Presidencial Kennedy, en Boston, y en la dedicada a los papeles de Lyndon Johnson, en la Universidad de Texas, Austin, luego de la Crisis de octubre, el denominado Plan Mangosta, eje vertebral de la estrategia diseñada por Robert Kennedy, y aprobada por su hermano JFK en 1961-62, se desvaneció. Aunque las acciones terroristas y los planes de asesinato siguieron adelante, como si fueran una rueda suelta, el agotamiento de Mangosta convertiría al embargo multilateral (bloqueo) en la pieza maestra de la política hacia Cuba. Johnson y su equipo, cada vez más concentrados en Vietnam, lo mantendrían intacto, junto al aislamiento diplomático y el Programa de refugiados cubanos obra de JFK, coronado luego con el acuerdo migratorio de noviembre de 1965, y convoyado con la Ley de Ajuste Cubano (1966), cuyo efecto combinado sacaría de la Isla más de un cuarto de millón de personas en 1965-73.

El protagonismo de una potencia como EEUU, y la propia naturaleza del proceso revolucionario como conflicto social y cambio radical, han contribuido a desdibujar la dimensión de guerra civil de este enfrentamiento armado. Sin embargo, entre los rasgos particulares de este conflicto hay varios que permiten caracterizarla.

Un reciente serial de la televisión ha recordado, con sorprendente fidelidad para una historia tan complicada y simplificada, que hubo alzados en Matanzas y otras provincias, y no solo en Las Villas; que entre ellos había algunos que creían en lo que estaban haciendo, aunque estuvieran equivocados; que los terratenientes, burgueses o sus parientes, afectados por las leyes revolucionarias, brillaban por su ausencia en el campo de batalla, e incluso en muchas de las decisiones tomadas; y que algunos de los que combatieron hasta la muerte, de un lado y de otro, estaban ligados por relaciones de parentesco.

¿Cómo entender que la ecuación lineal revolución-contrarrevolución, Cuba-Estados Unidos, socialismo-capitalismo no explica del todo la compleja dinámica de aquellos años, donde tantas cosas imprevistas se desencadenaron, y con tal carga para lo que vino después?, se requiere volver a mirarlos detenidamente, con nuevos espejuelos.

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Notas:

1 «Organizaciones contrarrevolucionarias que existieron en Las Villas vinculadas al bandidismo.» Documento del Buro de Bandas, MININT, s/f, Fondo del Museo de LCB, Trinidad

LCB La Otra Guerra Season 1 Capitulo 8

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