La guerra civil: memorias y desmemorias (II)

Hubo cientos de víctimas no beligerantes, incluidos campesinos y alfabetizadores, en una espiral de violencia incontrolada.

Milicias campesinas, 1960. Foto: Raúl Corrales.

Mi primo y yo volvimos a encontrarnos con nuestros alumnos, 59 años después de haber alfabetizado en aquellas lomas de Sopimpa. No en mulos o a pie, pues hay un terraplén hasta la misma comunidad, con casas de mampostería, luz eléctrica y agua corriente. Casi nadie anda vestido de guajiro; no parecen gente de campo, al menos hasta que hablan, porque siguen teniendo el mismo dejo, y las mismas frases a la carrera.

Volvimos a ver el hospital serrano recién construido en 1961 y otras cosas que no tenían, como escuelas, parques y tiendas, así como a algunos parientes de Miami, que los estaban visitando por fin de año. Cuando logramos que nos reconocieran, todos hablaban hasta por los codos. Nos daban señas de la parentela; los muertos y los vivos que siguen allí, o se mudaron, como si el tiempo se plegara, y el pasado se pudiera tocar. Ahí supimos de los que habían estado cuando la guerra, los que la vivieron siendo niños, los que fueron sancionados o reubicados lejos, los que regresaron y los que no, los que nacieron y tienen ahora aquella edad. 

Rafael Hernández, su primo y personas a las que alfabetizaron. Sopimpa. 1961. Foto: cortesía del autor.

 Para reinterpretar el conflicto de los años 60 se requiere, naturalmente, investigar. Estudios poco conocidos sobre la estructura social de alzados y colaboradores revelan una composición singular. Por ejemplo, en la antigua provincia de Oriente, una de las tres más agitadas por alzamientos en la etapa 1959-abril de 1961, estaban integrados por 33,4 % de pequeños agricultores, 23,7 % de obreros agrícolas, 10,9 % de exmiembros del Ejército Rebelde y 6,3 % de exmilitares de la dictadura. Entre los más de 600 alzados acumulados en esa provincia entre 1959 y 1964, solo 5 eran comerciantes y campesinos medios, 4 profesionales, 2 sacerdotes católicos y uno era hijo de un terrateniente. Entre los colaboradores, 33 % eran pequeños agricultores, 13,2 % obreros agrícolas, 6,7 % empleados estatales, 6,1 % comerciantes y 5 % trabajadores por cuenta propia. De esos 1200 colaboradores en total, solo 64 eran campesinos medios y ricos, 46 exmiembros del Ejército Rebelde, 17 exmilitares de la dictadura y 15 terratenientes.1

El predominio de campesinos y otras personas con bajo nivel escolar, incluyendo a exmiembros del Ejército Rebelde y de las fuerzas armadas de la dictadura, caracterizó a los grupos de alzados y a sus colaboradores, no solo en Oriente, sino en el resto del país.

Conocidos jefes de alzados eran campesinos: los hermanos Blas y Benjamín “Pangüin” Tardío, Margarito Lanza, “Tondike”, Manuel “El Congo” Pacheco y Rigoberto “El Negro” Tartabull. Ese era el origen social de muchos soldados y sargentos del ejército de Batista, quienes, sin responsabilidad criminal en la represión bajo la dictadura, se alzaron luego contra la Revolución, como Plinio Prieto y Porfirio Guillén. Por otra parte, no eran pocos los alzados provenientes de las filas del Ejército Rebelde, incluidos algunos jefes destacados, como Osvaldo Ramírez, Sinesio Walsh, Arnoldo Martínez Andrade, Benito Campos, “Campito”, y Juan José “Pichi” Catalá.

En aquella abigarrada contrarrevolución, desparramada en sierras y llanos, campos de entrenamiento en la Florida y Centroamérica, reuniones secretas en Miramar y la estación JM/WAVE de la CIA, instalada en la Universidad de Miami, convergieron políticos batistianos, como los fundadores de La Rosa Blanca; combatientes clandestinos católicos contra la dictadura, como Reynol González; exministros del gabinete revolucionario, como Manuel Ray; administradores de la reforma agraria y luego alzados, como Tomás Pérez Díaz, “San Gil” y el propio Osvaldo Ramírez; militares de la dictadura como Julio Emilio Carretero; combatientes del Segundo Frente del Escambray, como Eloy Gutiérrez Menoyo; oficiales del Ejército Rebelde como Manuel Artime y su Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR). Este último era el preferido de la CIA para jefe de la Brigada 2506, poner alzados en el Escambray y reclutar jovencitos como Carlos Alberto Montaner para acciones urbanas.

Algunos autores que escriben sobre la Revolución sin haberla investigado mucho le han llamado “primera oposición cubana” a ese conjunto incongruente y violento que he apuntado, como si se tratara nada más de una alianza de partidos que buscan una solución política y pudieran encontrarse bajo otra bandera, más allá de su anticomunismo. Esa “primera oposición”, mezcla de intereses y grupos a los que Estados Unidos intentaba, inútilmente, dotar de un mando unificado y un plan central, acabó desencadenando un conflicto que la desbordó. Precipitó una guerra civil atroz, con cientos de víctimas no beligerantes, incluidos campesinos y alfabetizadores, en una espiral de violencia incontrolada. Como es lógico, sin considerar los ingredientes sociales y políticos que concurrieron en el origen y la prolongación del conflicto armado, no es posible explicárselo.

Medidas fundamentales del programa revolucionario original, como la primera Reforma Agraria, de mayo de 1959, fueron aplicadas a veces de manera arbitraria, extremista o malintencionada, especialmente en algunas zonas serranas de la Isla. El fraccionalismo dentro del movimiento revolucionario, que provocó el cisma del Segundo Frente con el Directorio 13 de marzo, y luego con el Movimiento 26 de Julio, en la fase final de la guerra, dejó una huella de temor y confusión en segmentos de la comunidad rural del Escambray, que pervivió luego del triunfo.

Alzados, milicianos y milicianas. Sierra Maestra, 1960. Foto: Raúl Corrales.

La ola revolucionaria arrastró a numerosos combatientes con poca o ninguna conciencia política, y sembró entre algunos la noción de que el alzamiento armado era el camino más corto para capturar el poder. El sectarismo y el personalismo padecidos por algunas organizaciones revolucionarias, antes y después de fundarse las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI), en julio de 1961, provocaron tempranos resentimientos y malestares.

A todo ese cúmulo de problemas se sumaba el clientelismo propiciado por terratenientes y políticos antes de 1959 en zonas rurales; el regionalismo y el proselitismo de algunos oficiales del Ejército Rebelde (como el comandante Huber Matos, en Camagüey); el alineamiento de la Iglesia católica y su activa presencia en las organizaciones armadas (como la del sacerdote español Francisco López Blazquez), capellán de la tropa de alzados de Evelio Duque, en la sierra del Escambray. Estas causas, entre otras, explican la fractura de grupos sociales que protagonizaron y fueron arrastrados por la contienda.

Si la contra tuvo fuerza, la Revolución llegó a movilizar, desde las primeras campañas —antes de abril de 1961— a más de 60 000 tropas de una sola vez, la mayoría milicianos. Si la guerra duró seis años, los que la llevaron a su fin fueron también, en gran medida, campesinos movilizados en esas milicias, familiarizados con el lomerío y habituados a caminarlo. Las políticas dirigidas a corregir errores y sectarismos, a implementar los planes nacionales orientados a la educación, la salud, las comunicaciones, el desarrollo social y la erradicación de la pobreza eran parte del programa original de la Revolución, pero también de una lucha política que, a la larga, permitiría terminar la guerra civil.

Como se sabe, ninguna guerra es nada más un conflicto armado, una serie de maniobras y despliegues de fuerzas en un teatro de operaciones, cuyo desenlace depende de la logística y el arte militar de los comandantes. La noción de la guerra como “la política por otros medios” (Clausewitz), o el axioma de que “la guerrilla es el pez y la comunidad campesina es el agua” (Mao) nos recuerdan que el espacio abarcado por el conflicto, además de un monte lleno de cuevas y escondrijos, consiste en una tupida red de relaciones sociales, a menudo invisibles. La guerra civil las tensa, en la medida en que las fuerzas enfrentadas requieren guías que dominen el terreno, suministros y, sobre todo, información de inteligencia militar, de la que depende su curso y desenlace. Pero también porque, al hacerlo, involucra estas relaciones sociales como ingredientes del conflicto, con sus propias causas y azares.

Lo que los antropólogos llaman “relaciones elementales de parentesco”, así como la red de amistad (o enemistad) entre familias vecinas, resultan nexos clave en la comunidad rural, de los cuales puede depender la sobrevivencia. Muchos colaboradores respondían a vínculos familiares, amistades tejidas desde la infancia, compromisos y deudas económicas o morales, que ellos o sus familias establecieron a lo largo de generaciones, y que eran parte del acervo tradicional donde la comunidad rural se nutre y se sustenta. Como resulta también típico en las guerras civiles, esas conexiones no responden a una determinada conciencia política o a una posición ideológica definida. 

Milicias campesinas. Sierra Maestra, 1960. Foto: Raúl Corrales.

Muchos colaboradores de alzados obedecían al miedo ante la coacción, las amenazas y el peligro de muerte para ellos y sus familias. Las operaciones de los grupos armados, integrados por apenas una decena de hombres cada uno, desde fines de 1961, no se dirigían a tomar poblaciones o puntos estratégicos, a sitiar centros urbanos o presentarles combate a las fuerzas revolucionarias. Ante la dificultad de dominar un territorio fijo, su acción buscaba interferir en el control estable y permanente de las milicias en tantas zonas como fuera posible. Su táctica era escapar constantemente de esas milicias, para lo cual necesitaban poner a la comunidad rural en función suya, someterla, convertirla en base de apoyo y evitar que se pusiera del lado de la Revolución.

Para cumplir su rol paramilitar en el derrocamiento del régimen revolucionario, igual que a las organizaciones armadas en las ciudades, les resultaba orgánica una política de terror. Cuando se percataron de que los americanos no iban a venir, ya era demasiado tarde para abandonar una espiral de violencia que había traspasado el umbral de no retorno, como suele ocurrir en las guerras civiles.

Según autoridades en la materia, aunque las guerras civiles puedan originarse en conflictos políticos o religiosos, la escalada de violencia llega a adquirir autonomía propia. En condiciones mucho menos brutales y sangrientas que los chuanes frente a la Revolución francesa, o los cristeros frente a la Revolución mexicana, la guerra civil en las zonas rurales cubanas también se nutrió de  circunstancias sociales y culturales propias del mundo campesino. Como parte de la estrategia para ganarla, y evitar su repunte, cientos de colaboradores fueron relocalizados en pueblos de Pinar del Río y Camagüey. Aunque, en el tiempo, una parte de los relocalizados pudieron y decidieron regresar a su tierra natal, el desarraigo, la separación de los parientes y el alejamiento de la comunidad fueron parte del costo humano de aquella guerra.

Antes me pregunté cuál fue la huella del conflicto de los 60 en el proceso, cómo lo marcó en lo adelante. Anoté que el argumento sobre la ideología marxista-leninista y el anticomunismo no explica la circunstancia histórica y el cambio social, el sustrato real del proceso político y su radicalización. El socialismo que salió de aquella guerra civil fue otro, no originado en el modelo soviético o chino, pero sí con un alto componente de defensa y seguridad nacional.

Sin esa historia, no es posible comprender el conflicto con los Estados Unidos, sus numerosas luces, y también sus sombras, incluidas las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), el endurecimiento de la política cultural desde 1968, las relaciones con la URSS, e incluso rasgos que se siguen atribuyendo a un “modelo soviético”, algunos de los cuales sobreviven 30 años después del derrumbe del socialismo en Europa. Investigar, dar a conocer y entender esa historia equivalen a otra alfabetización.

Notas

  1. Leonor Hernández de Zayas, “El bandidismo en Oriente”, 1990, Fondo del Museo de la LCB, Trinidad.
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