Los emigrados cubanos y la cultura política del exilio (II)

¿Cuál es la naturaleza del anticastrismo clásico? ¿Se trata de una "ideología"? ¿O más bien una carga psicológica hecha de rencor, furia enquistada, catarsis ante la impotencia y el duelo?

Un soldado cubano custodia un barco en el puerto de Mariel el 23 de abril de 1980, mientras las personas a bordo esperan para navegar hacia Estados Unidos. Foto: Jacque Langevin/AP.

Lea la primera parte de este artículo.

La sensación que tienen los menores de 40 años, de que muchísimos de sus amigos se han ido, la tuvieron antes los cincuentones cuando la crisis de los balseros reabriera de súbito la salida, en el ápice del Período Especial; y aun antes, los sesentones, cuando, en el repunte de prosperidad de 1980, vieron a sus amigos cruzar inesperadamente a la otra acera; ni qué decir los que, en camino o en la cima de sus 80, vieron partir a sus compañeros de aula o de juegos en el oleaje de los épicos y no siempre prodigiosos años 60s.

La tronada del Mariel, cuyo aniversario redondo se acerca, retumbó bajo un cielo aparentemente despejado. Su causa no puede atribuirse a un formidable conflicto político con guerra civil y aislamiento internacional incluidos (como en los 60), o a un derrumbe de la economía (como 14 años después). Tuvo lugar en medio del crecimiento económico, la estabilidad y el deshielo internacional de los 70, si bien en una coyuntura de agravamiento de tensiones con Estados Unidos.

Se suele afirmar que fueron las expectativas abiertas por el diálogo con la emigración, y el consumismo alborotado por los 130 mil “comunitarios” que visitaron la isla con la apertura, las que causaron el Mariel. Ciertamente, aquel cambio hizo palpable la posibilidad de salir, contando con un regreso que hasta entonces había permanecido clausurado, y hacerlo cargado de videocaseteras y pomos de chocolates MM para la familia. Entonces, ¿por qué no hacerlo?

Aunque esta hipótesis resulta consistente con las circunstancias, las “visitas” fueron solo un factor, y quizás apenas un detonante. En el Mariel concurrieron otras variables.

La primera fue que, al dar por terminado el acuerdo migratorio en 1973, el gobierno de Estados Unidos había cerrado la puerta, y dejado a numerosos cubanos sin una vía directa de salida. Cada vez que ocurriera algo parecido, en 1962, en 1973 y en 1984 (cuando se concertó un mal acuerdo, administrado luego con cuentagotas), el resultado provocaría una acumulación migratoria.

La segunda variable, fue lo inesperado, vertiginoso y emocional de la situación, desencadenada por los sucesos de la embajada del Perú, y su veloz escalada. Muchos que no habían pensado nunca, o no habían considerado seriamente partir, de pronto se enfrentaron a la opción de hacerlo: “te manda a decir tu primo que si te quieres ir, tienes un asiento en un bote que está ahora mismo esperándote; tienes tres horas para decidirte.” El contagio emocional que estudian los sociólogos había disparado la entrada masiva en la embajada del Perú y acelerado la espiral del Mariel, lo que facilitó reacciones adversas igualmente intensas.

Un marine estadounidense ayuda a un niño cubano a bajar de un bote el 10 de mayo de 1980, durante el éxodo del Mariel. Foto: Fernando Yovera/AP.

Como conjunto, los que se fueron por el Mariel se parecían más a la sociedad cubana que ninguna emigración anterior. Entre ellos ya no había grandes propietarios ni clase media alta, y aunque la proporción de profesionales y campesinos era muy inferior a la del país, y la de desocupados alcanzaba casi una cuarta parte del flujo total, 3 de cada 5 de los ocupados eran obreros. La proporción de negros y mestizos y de hombres solos era muy superior a todos los flujos anteriores; casi la mitad no tenía parientes en Estados Unidos; y la inmensa mayoría no hablaba inglés. Naturalmente, su perfil socioeconómico y cultural, y su educación y apariencia no eran las del exilio histórico, el que los rechazó porque “no parecían cubanos,” y los bautizó despectivamente como marielitos. Aunque entre ellos solo el 15% tenía antecedentes penales, en Cuba, se les llamó simplemente escoria.[1]

Para el tema que nos ocupa, ese doble rechazo sufrido por los migrantes del Mariel dejó una huella imborrable. La acritud de los actos de repudio, multiplicada luego en el espejo de la literatura, el teatro y el cine, prevalece en la memoria, por encima de otras dimensiones de aquel intenso episodio. Del lado de acá, sin embargo, para muchos jóvenes cubanos revolucionarios, las marchas ante la embajada del Perú, prólogo del Mariel, fueron vividas entonces como su primera experiencia política real.

El gobierno de Perú se había prestado a una operación manejada desde Washington, por aquellos que en la administración Carter habían forcejeado desde el principio contra el acercamiento.

El trauma del Mariel alimentaría de manera contradictoria la cultura del exilio. Conocí a una pareja de humildes trabajadores que salieron a través de la embajada del Perú, y que aún viven en un barrio obrero de Lima. El me declaró que no regresaría a Cuba nunca más. Ella visita con frecuencia, organiza grupos de emigrados cubanos y hasta colabora con la embajada cubana. Los dos tienen sus razones para hacerlo.

Las marchas y actos de repudio luego de los sucesos de la Embajada del Perú, en abril de 1980. Foto: AP.

A la postre, las investigaciones demuestran que, con el Mariel, se inició una etapa nueva de la emigración cubana, caracterizada por el vínculo permanente con la sociedad cubana. Son ellos, los que salieron a partir de 1980, quienes han nutrido la mayor parte de los vuelos y las remesas en años posteriores, especialmente a partir de la crisis de los 90.

Los balseros del Periodo Especial no serían despedidos con actos de repudio, sino con gestos de solidaridad y fraternidad, abrazos y oraciones. La sociedad cubana había cambiado; y la política también. En lo adelante, la emigración iba a significar cada vez más parte de una estrategia de sobrevivencia familiar. En esa lógica, nunca dejarían de mirar atrás ni romperían con su vida anterior –incluso sin contar todavía con la ayuda de Facebook ni Whatsapp, ni con los vuelos regulares de las aerolíneas comerciales.

Sin embargo, los que emigraron hasta enero de 2013, no importa si a causa de la situación económica o la reunificación familiar, siguieron cayendo en el hueco negro del exilio, porque perdían su residencia permanente en Cuba, junto a sus demás derechos ciudadanos. Esta era la condición prevaleciente, aunque no hubieran partido realmente como exiliados.

Por ejemplo, la mayoría de los intelectuales y artistas que salieron bajo el maltiempo de los 90, y decidieron quedarse de manera “definitiva,” en vez de optar por el privilegio concedido al gremio y a otros profesionales (mediante las instituciones en que trabajaban o con las que se vinculaban), para adquirir un PRE (permiso de residencia en el exterior), optaron por dejar que la puerta se cerrara detrás de ellos. Casi ninguno habría podido documentar que su salida respondía a miedo ante la represión por motivos políticos o religiosos que, según la ONU, avala la categoría de refugiado.

Cubanos se alejan de la costa habanera en una balsa en agosto de 1994. Foto: José Goitia/AP.

La mayoría de ellos tramitó su permiso de salida: a una beca; a una estancia de trabajo; a una estancia por motivos personales (visitar parientes, matrimonio con extranjero). Incluso los que solicitaron visa de inmigrante para Estados Unidos o Europa o cualquier parte, o la recibieron inesperadamente, porque su cónyuge o miembro del núcleo familiar se había ganado sorpresivamente “el bombo” (una visa norteamericana de inmigrante obtenida mediante sorteo) no eran considerados en esos países, bajo ningún concepto, refugiados políticos. Entonces, ¿cómo rayos se convirtieron en “exiliados”?

La autopercepción de los cubanos y su cierto orgullo nacional no son ajenos a esta actitud. En la medida en que la condición de exiliado soslaya razones económicas o familiares, identificarse como simple inmigrante los aproxima a mexicanos, centroamericanos, dominicanos, jamaicanos, peruanos, ecuatorianos –a menudo gente de abajo. Por otra parte, también implica posicionarse como neutral respecto a la política cubana. Ambas actitudes resultan extrañas a un código cultural predominante en la emigración cubana, que reniega de ser “hispanic” o “latino” en Estados Unidos; “sudaca” en España; o “Caribbean” en el resto de Europa. Nada de eso responde al anticastrismo, ideológico o cultural, sino a sentirse diferentes. Los demás latinoamericanos y caribeños se dan cuenta.

Por otro lado, bajo la sombrilla aparentemente coherente de una cultura anticastrista predominante habita un conjunto muy variado. Esta heterogeneidad no responde solo a las sucesivas oleadas y sus muy diferentes grupos sociales, valores e intereses políticos; sino a la naturaleza del “pegamento” que las junta.

En un sentido estrictamente ideológico e intelectual, la cultura del anticastrismo carece de un centro gestor orgánico. Las organizaciones del exilio han sido siempre variopintas, desde antiguos batistianos y guerrilleros del Ejército Rebelde, hasta comunistas y jefes de Brigadas de Respuesta Rápida convertidos en opositores.

A la cabeza de ninguna de ellas suele haber intelectuales orgánicos. Los que en la emigración adoptaron la condición de exiliados y trabajan como académicos, escritores o periodistas, no acostumbran dirigir ninguna. Los años en que los profesores Enrique Baloyra y José Ignacio Rasco, y el periodista y empresario editorial Carlos Alberto Montaner, representaban aquella Plataforma Democrática, donde se acoplaban tres de las numerosísimas organizaciones del exilio, son cosa del pasado.

Al cabo de este vuelo de pájaro sobre un problema tan intrincado, ¿cuál es la naturaleza del anticastrismo clásico? ¿Se trata de una “ideología”, la del exilio histórico? ¿O más bien una carga psicológica hecha de rencor, furia enquistada, catarsis ante la impotencia y el duelo por lo dejado atrás y perdido –como dice un amigo mío–, por “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”?

Cualquiera que sea la respuesta a estas preguntas, se mantiene en pie la cuestión de cómo ese sentimiento se reproduce hoy en el seno de una población muy mezclada por las sucesivas oleadas migratorias, cuya mayoría no perdió propiedades, ni un modo de vida privilegiado, pues más de la mitad llegó después de la crisis de los 90.

¿Será porque así encuentran la clave de su asimilación al entorno? ¿O también responde, como me sugieren otros, a sus frustraciones personales respecto a las dinámicas en la Isla, a un rencor otro ante un pasado que sigue ahí, sin cambio ni solución visible, según lo siguen viendo en las redes, a través de los ojos de sus amigos en Facebook que permanecen aquí?

Parafraseando a Marial Iglesias, ¿será un patrón que reproduce “las metáforas del no cambio”, allá y aquí?

No es posible abordar a fondo estás cuestiones sin profundizar en la naturaleza de los cambios reales, incluidas las conductas y las maneras de pensar, en las dos orillas.

 

 

Nota:

[1] Rafael Hernández y Redi Gómis. “Retrato del Mariel: el ángulo socioeconómico” (Cuadernos de Nuestra América, # 5, enero-julio de 1986.)

Lea la primera parte de este artículo.

Salir de la versión móvil