Moderato cantabile

Aquellos debates de los 60, los del cine, la literatura, y también los de la economía política del socialismo, tenían un nivel excepcional, incluidos los protagonistas de los dos bandos. Ninguno tocaba de oído, ni era un improvisado, ni usaba consignas como si fueran argumentos.

Rafael Hernández, 1961.

No sé si este título les suena a los que escriben hoy sobre cultura y política en los años 60.

Por aquel entonces, cuando llegaban las cortísimas vacaciones del verano y el fin de año, un grupo de amigos nos reuníamos en un banco del Paseo de Cabaiguán, cerca de la iglesia presbiteriana. Teníamos lo que hoy se llamaría un cine club independiente, que consistía en contarnos películas. Armandito el farmacéutico, quien iba al cine religiosamente todas las noches, era el programador de nuestras conversas. 

Muchas eran todavía películas americanas, Algunos prefieren quemarse, De repente en el verano, El hombre de la piel de víbora, Vértigo. A medida que todo lo del “norte” se fue yendo, aparecieron las soviéticas, que eran una novedad en nuestro cine Capirot, todavía privado: Cuando vuelan las cigüeñas, Cielo despejado, La infancia de Iván. Enseguida vinieron las checas, Los amores de una rubita, La oveja negra, Trenes rigurosamente vigilados; y cada vez más, las polacas, Atentado, Cenizas y diamantes, Madre Juana de los Ángeles. Cuando llegaron las húngaras, ya habíamos aprendido a ver de todo.     

Pero las que más animaban aquellas inefables tertulias cinematográficas eran las italianas, las inglesas y las francesas, que saturaban la programación semanal del Capirot : Accatone, La dulce vida, El caso Morgan, Vivir su vida.  

De manera que el debate entre Blas Roca, Alfredo Guevara y otros intelectuales en las páginas de Hoy, Revolución, Bohemia, Verde Olivo, en 1963 y 1964, acerca del tipo de cine de arte que debíamos ver los cubanos de a pie no nos era para nada ajeno. En aquel entonces, las diferencias ideológicas en torno a la alta cultura, su producción y consumo masivo formaban parte de nuestra cotidianidad, muy animada y compartida por cierto, incluso sin celulares.

Lo que separaba aquellos debates y su público de otras revoluciones socialistas, y también de la Cuba actual, es considerable. Entonces se  trataba de obras de alto calibre artístico, firmadas por Luis Buñuel, Lautaro Morúa, Pier Paolo Passolini, Federico Fellini, junto a otras de Karl Reisz, Ingmar Bergman, Akira Kurosawa. El público de esa alta cultura, una tercera parte del cual recién se alfabetizaba, se había expandido de golpe, en un movimiento de democratización radical. A diferencia de los campesinos rusos y chinos, la mayoría de ese público, más allá de La Habana y sus barrios adyacentes, no estaba descubriendo el cine o la televisión; de manera que muchísima gente ajena al mundo intelectual resonaba con una polémica aparentemente sobre cine, pero que desbordaba lo artístico intelectual, y se metía de lleno en la política, que lo impregnaba todo. Nada que ver con el cierre del estalinismo o la revolución cultural china; ni con el alcance artístico e intelectual de las obras que causan revuelo en nuestros días.

Aquellos debates de los 60, los del cine, la literatura, y también los de la economía política del socialismo, tenían un nivel excepcional, incluidos los protagonistas de los dos bandos. Ninguno tocaba de oído, ni era un improvisado, ni usaba consignas como si fueran argumentos. Tanto intelectuales como dirigentes conocían los problemas que discutían, habían vivido experiencias políticas reales, y leído lo que hacía falta para profundizarlas. Quienes se interesen por saber, digamos, cuál era la sustancia intelectual de los ortodoxos de entonces, pueden buscar los textos de José Antonio Portuondo, Edith García Buchaca, Mirta Aguirre, Mario Rodríguez Alemán, Juan Marinello, Lionel Soto; y también los de otros que, habiendo llegado a la revolución con una formación marxista, entendían la relación entre el arte y la política de manera muy diferente, como el Che Guevara, Alfredo Guevara, Osvaldo Dorticós, así como antes Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena. Pero lo que se suele llamar cultura, no les faltaba a ninguno. Como ya apunté, sin esa distinción entre unos comunistas y otros resulta difícil comprender muchas cosas.

Así, digamos, resulta posible distinguir entre el realismo socialista, marca de origen soviética, y las narraciones épicas de Jesús Díaz y Eduardo Heras, los macheteros y milicianos de Servando Cabrera y Raúl Martínez, los dramas en granjas, barrios marginales y fábricas de Manuel Octavio Gómez y Sara Gómez, las coreografías patrióticas de Alberto Méndez y la propia Alicia Alonso, las canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Quien se interese por ese deslinde, podría leer directamente a Andrei Zhdanov y Alexander Fadeyev, o ver filmes como Chapáiev y El comunista. Sospecho, no obstante, que algunos cronistas de la actualidad cultural encuentren que son una y la misma cosa. 

Aunque la interpretación histórica no tiene que estar atada a vivencias personales, voy a ilustrar aquel momento con algunas de las mías en 1961. Mi primo y yo celebramos el Día de las Madres en Varadero. Ellas nos fueron a ver; nosotros estábamos uniformados, aprendiendo a usar la cartilla, el manual y el farol chino, listos para irnos a alfabetizar al Escambray. Apenas dos horas al sur, por carretera, estaba Playa Girón, cuya batalla había ocurrido pocos días antes, mientras yo terminaba mi séptimo grado en una escuela presbiteriana, La Progresiva, en Cárdenas.

Mi primo y yo alfabetizando en el Escambray.

Fidel había anunciado hacía poco que los alzados en el Escambray estaban derrotados; pero seguían asesinando a maestros y campesinos milicianos, trabajadores de la base naval en Guantánamo, y no paraban los sabotajes a tiendas y fábricas; así que nuevas leyes anunciaban castigos a los contrarrevolucionarios, que iban desde perder el trabajo hasta la pena de muerte. El Che, cuya columna 8 Ciro Redondo había tomado mi pueblo el 21 de diciembre de 1958, y la ciudad de mi primo diez días más tarde, era nuestro héroe, y había salido en la TV contando su largo viaje por los países socialistas de Europa, la URSS y China, nuestros nuevos socios comerciales.

Mi día favorito del año, la epifanía de los Reyes Magos, amaneció con la noticia de que EEUU había roto relaciones con Cuba. Vimos por la televisión cómo derrumbaban el águila del monumento al Maine; y al flamante presidente Kennedy, que diez días después de tomar posesión, ya estaba denunciando ante el Congreso la cabeza de Playa comunista en Cuba, y dos meses más tarde, una Alianza para el Progreso, dirigida a evitar “otras Cubas” en el hemisferio. En aquellos días, cuando EEUU nos prestaba más atención que ahora, Raúl Roa se desplegaba entre Nueva York y Centroamérica, denunciando un ataque inminente del imperialismo, con ráfagas de palabras asombrosas para nosotros.

Estando en Varadero, en camino a la alfabetización, nos enteramos de que se habían nacionalizado los clubes de los ricos, y unos días después, las escuelas privadas donde estudiábamos nosotros dos. Por supuesto que celebramos no estar solos en aquella guerra con los americanos y sus amigos en la Isla, cuando el Pacto de Varsovia nos apoyó, y Jrushov declaró su admiración por la Revolución cubana. Locos estábamos por aprender ruso, el idioma de la ciencia y los viajes interplanetarios, desde que habíamos viajado a la capital expresamente para ver la Exposición soviética en marzo de 1960, y nos extasiaron los primeros sputniks y naves Vostok, con rusos de verdad.

No en balde entre las congas estudiantiles con que arrollábamos sin que nadie nos convocara había una dedicada a aquel primer hombre en el espacio exterior: “Yuri Gagarín, Yuri Gagarín/ yo me voy p´al cosmos, con Yuri Gagarín/ Montado en un patín, montado en un patín/ que yo me voy p´al cosmos, con Yuri Gagarín.”

Todo eso y más ya había pasado aquel año cuando Fidel, a fines de junio, se reunía con los escritores y artistas en la Biblioteca Nacional, cuyo eco apenas nos llegaba en medio de las peripecias de la alfabetización, y de aquella marea cultural y política que lo envolvía todo.

Cuando hicimos nuestra entrada triunfal en La Habana, siete meses después, nos habían pagado la astronómica cifra de 80 pesos por el servicio prestado a la nación. Con esa riqueza inesperada, me compré, en una tienda de San Rafael y Galiano, un reloj de pulsera Raketa, al módico precio de 20 pesos, que me duraría muchísimo, como casi todo lo made in the USSR.  Lo demás lo gasté en libros. Mi lista de compras, que comentaré en la próxima oportunidad, era una buena muestra de lo que editaba la Imprenta Nacional de Cuba, así como las demás editoriales, privadas y estatales, que existían entonces; así como del marco cultural en que tuvieron lugar las reuniones de la Biblioteca; y también de la huella que la Revolución me había dejado a mis 13 años.

No recuerdo si los miembros del club de cine cabaiguanense vimos el documental PM cuando se pasó por la televisión. Si lo hicimos, seguramente no nos llamó la atención, en medio de tantas películas compartidas en nuestras conversas cinematográficas. Que un corto de gente bailando en un bar de la Playa de Marianao había desencadenado las reuniones en la Biblioteca Nacional, un tremendo discurso de Fidel, y la constitución de la UNEAC, hubiera hecho encogerse de hombros a Armandito el Farmacéutico. 

A él le había encantado, en cambio, una de Jeanne Moreau y Jean Paul Belmondo, donde ella es una viuda rica y él un obrero, que se encuentran en un bar, y que los dos se acordaban de una mujer asesinada en aquel mismo lugar. En una de esas noches de invierno en el Paseo de Cabaiguán, tullidos de frío, lo escuchábamos narrarla, con primeros planos de Jeanne Moreau, “esa mujer que no es bonita, pero sí muy atractiva,” como si estuviera leyendo el guion, mientras Belmondo le daba vueltas, y descubrían al asesino. “Modereit canteibol,” nos dijo que se llamaba la película, “es francesa.” La habían puesto hacía poco en el Capirot.

 

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