Ocho maneras de cultivar la censura (en Cuba y más allá)

Unos y otros, censores y censurados, pueden responder a intereses, calcular oportunidades, tomar riesgos, padecer recelos, e incluso cometer torpezas, pero difícilmente sufran de inocencia.

Foto: Pxhere.

Parafraseando al poeta Víctor Casaus, la censura es tan antigua como la vida misma. Familias, comunidades, escuelas, iglesias, asociaciones, organizaciones; para no hablar de tribunales de justicia, estructuras de gobierno, corporaciones y medios de comunicación públicos y privados; instituciones todas que se arrogan, en algún momento, la facultad de restringir, desaprobar, prohibir o condenar lo que se puede hacer público, ejercen censura.

Se trata de sujetos distintos, como padres (y madres) de familia, maestros, babalawos, jueces, personas con alguna responsabilidad (también elegidas por voto popular), con diversas motivaciones, gustos o valores; opuestos a la aceptación o difusión de determinadas ideas, conductas públicas, informaciones, expresiones artísticas; desde consideraciones morales, religiosas, cívicas, militares; e invocando las reglas de lo justo, lo correcto, lo que debe ser.

Ningún gobierno de la época moderna podría competir con las iglesias en su ejercicio milenario de la censura. Pasados los tiempos en que para publicar un libro se requería un sello eclesiástico de imprimatur, no son tan remotos los juicios religiosos sobre las películas que los buenos creyentes podían ver sin pecar. Desde luego que ya las iglesias no son las que pueden controlar la difusión. Algunas incluso se quejan por no disponer de sus propios medios, que ya no son hojas parroquiales, homilías, lecciones de catequesis, sino publicaciones de temas políticos, derechos ciudadanos, con campañas contra la «ideología de género» o los matrimonios del mismo sexo, mediante emisoras electrónicas, editoriales, colegios privados, y todo lo que pueda servir a la circulación de (ciertas) palabras divinas.

Cuando hoy se habla de censura, sin embargo, los encartados no suelen ser iglesias y organizaciones religiosas trasnacionales, ni tampoco corporaciones, cadenas en cuyo imperio nunca se pone el sol, conglomerados informativos, megamercados culturales, u otras entidades con vastos poderes para controlar o restringir el alcance de las obras de arte, los libros, el cine, los programas de televisión. Casi siempre se alude a la acción de determinadas autoridades estatales o gubernamentales dirigida a dictar lo que se publica o no.

No todas las censuras oficiales se meten en el mismo saco. Depende de sus móviles, que pueden ser muy diversos: seguridad nacional, diplomacia, propiedad intelectual, defensa, legítima protección a un individuo o grupo para no quedar expuesto a la vindicta pública; y también de sus mecanismos de aplicación.

No son precisamente los casos de censura dictados por una corte de justicia o una institución legislativa, por razones de defensa o seguridad, los que resultan particularmente virulentos. Ni los que se ejercen en nombre de una fe religiosa, un criterio moral, o de algún actor de la sociedad civil, por reaccionarios que estos puedan ser. La censura virulenta resulta ser la que aplica una instancia gubernamental o estatal cuya atribución es vigilar el contenido, la oportunidad y conveniencia de un artículo de prensa, una publicación u obra artística, desde el punto de vista ideológico.

Por justificable que sea la reacción visceral ante esta censura ideológica, la representación unidimensional de la compleja dinámica política que rodea el acto de la censura, sus causas y consecuencias, tiende a confundirlo todo.

Según esa descripción unidimensional, de un lado estaría el factor activo o desencadenante, denominado genéricamente el poder, que es el censor; y del otro el que recibe su impacto, un ente subalterno, y supuestamente pasivo, que es el censurado. Visto así, el poder consiste en una estructura compacta y monocromática, igual a sí misma, más bien intemporal, carente de historia, inmune a las circunstancias, que obedece a un impulso más o menos ciego, propio de su naturaleza, y dedicada a predicar la ortodoxia y a ejercer la coerción. Del otro lado, permanece un sujeto colectivo, equivalente a «la sociedad civil,» formado por individuos atomizados, entre ellos artistas, comunicadores, y otros intelectuales, todos caracterizados por su heterodoxia, ansia de libertad, rebeldía, desinterés, ideales, inermes ante los dictámenes del poder, sin alternativas ni capacidad de respuesta. Estos dos actores se enfrentan desde el origen de las cosas, como el ying y el yang, el amo y el esclavo, el bien y el mal.

Ahora bien, si se busca entender esa dinámica y no nada más condenarla y repugnarse ante ella, se requiere examinarla como un fenómeno de comunicación social y política, en el que participan diversos actores.

Lo primero es que, si se observa detenidamente, la temática de filmes, novelas policíacas y hasta exhibiciones de arte de la Bienal de La Habana, revelan una particular inclinación por explorar «territorios prohibidos,» reales o supuestos, en la sociedad y la política de la isla.

Aunque algunos lectores podrían argumentar que ese es el eximio papel del arte en todas partes, me pregunto si alguien iría a ver The Departed, Amores perros o Dodes Kaden motivado por enterarse de los problemas políticos y sociales, o la vida cotidiana de ciudades como Boston, México y Tokyo. Y si los interesados en entenderlas no deberían conseguir mejor un libro de historia o antropología, periodismo investigativo o hasta una buena guía de turismo, que mostrara datos y valoraciones desapasionadas, en lugar de presenciar una escena interminable entre una tropa de amargados que descargan en una azotea.

De manera deliberada o indirecta, estas obras cogen por los cuernos (o por donde consigan hacerlo) la cuestión cubana o sea, la política. Si incluso los que se desinteresan o reniegan de la política, la prefieren por encima de cualquier otra cosa, para crear sus obras; y si cualquier tópico, lo mismo la prostitución y el mercado negro, que la emigración y la trova, se miran en su significado político, ¿estamos entonces conminados a un discurso artístico e intelectual más cercano del panfleto, de uno u otro signo, que a cualquier otra lectura?

Algunos dirán que «en Cuba las cosas son así,» y probablemente tienen sus razones, pero esa respuesta deja intacto el problema.

No es este el espacio para profundizar, y menos pretender ninguna tipología sobre este tema. Apenas me limitaré a enunciar un puñado de situaciones sobre el cultivo de la censura, casi como apuntes telegráficos. Espero que se entiendan como eso, y no como la defensa de ninguna tesis.

1 Quizás no haya peor calificación para una institución que patrocine o tenga alguna participación en la producción o difusión de una obra, sea educativa, mediática, artística, política, que el de ingenuidad política. La mentalidad de fortaleza sitiada, cuyo origen entre nosotros no es una tonta paranoia, agrava ese reflejo. El calificativo de ingenuidad quiere decir aquí realmente ineptitud para ejercer con suficiente celo una responsabilidad. Y esa ineptitud no constituye un simple dato ideológico, como tampoco lo es la confiabilidad, sino se refiere a la capacidad para hacer que la institución funcione en su propio ámbito.

2 Quien está encargado institucionalmente de juzgar y decidir no solo lo hace con su propia cabeza. Aun si entiende el espacio de expresión de ideas de manera muchísimo más amplia que hace treinta años (para no hablar de hace 60), también toma en cuenta las percepciones de otros, en especial otros más conservadores. Así como Francisco tiene presente a Benedicto XVI, y no puede olvidar que en las filas católicas hay otros que piensan como él, el espíritu de reforma convive con sus discrepantes, a quienes cree que no debe simplemente ignorar.

3 El que aplica la censura puede estar muy consciente de sus costos. No es necesariamente ignorante, inconsciente, bruto. Puede no complacerle ejercer ese rol, por las razones anteriores, y porque, al tocarle aplicarla, sabe que los censurados pondrán el grito en el cielo.

4 El censor puede anticipar que la historia posterior no lo apreciará. Que no solo los censurados, sino las políticas institucionales posteriores tomarán distancia, y llamarán a lo que él hizo una etapa errónea ya superada. Quien tuvo una vez ese papel, puede resultar luego irreconocible, por la distancia que ha tomado, a veces más liberal que las de sus propios censurados de antaño. Ni la mismísima iglesia católica avalaría hoy a la Santa Inquisición; ni siquiera su heredera actual, la Congregación para la Doctrina de la Fe, la reconocería.

5 Los creadores (artistas, comunicadores, intelectuales) suelen tener una idea muy precisa sobre el borde de la censura. Saben que «dentro de la Revolución, todo,» no significa lo mismo hoy que en 1961, en 1975, en 1990. Una película oficialmente repudiada en 1991 dio paso a otra muchísimo más atrevida y oficialmente premiada apenas dos años y pico más tarde. Su transgresión no responde a la aritmética del ying y el yang, sino a una progresión radical sobre lo artística o intelectualmente defendible.

6 Cuando los creadores tientan ese borde, lo hacen mediante una obra deliberadamente provocadora. Si reciben un premio otorgado por esa propia institucionalidad, no tendrán ningún reparo en recibirlo. Al mismo tiempo, pueden seguir afirmando en público que sus libros no se han editado tanto como en el exterior, a pesar de que sus tiradas sean las más altas que la menguada industria editorial haya podido alcanzar; o que sus películas, premiadas oficialmente, no se pongan por la televisión oficial. Pueden seguir permitiendo que la niebla dorada de la censura los acompañe, como al hada de Peter Pan.

7 Cuando ese tiento del borde permisible se topa con una cerca, y la obra queda bajo el halo directo de la censura, esta acaba resultando casi siempre tan resplandeciente, o quizás más, que bajo ningún premio. Una actitud herética bien administrada, combinada con resistencia a negociar, pueden ganarle más méritos y simpatías que su dominio real del problema que trata, y aun de su ética profesional, en un medio marcado por la tónica de las redes sociales, que tiende a ecualizar la opinión y la verdad, y a satanizar por principio a las instituciones, las malas por definición en esta narración.

8 La cultura política de la sospecha se revela igualmente del lado de los censurables.

 

Aunque no siempre ocurre, esta cultura genera también ignorancia, arrogancia, o simple satanización de todo lo que huela a funcionariado. Dejarse arrastrar por la tentación de desafiarlo no deja de tener su libido, muy especialmente si se trata de autores y obras mediocres, que nunca habrían logrado hacerlo por sus méritos, así como enriquecer resúmenes biográficos: «poetisa cuyos libros han sido prohibidos en la isla.»

En definitiva, unos y otros, censores y censurados, pueden responder a intereses, calcular oportunidades, tomar riesgos, padecer recelos, e incluso cometer torpezas, pero difícilmente sufran de inocencia, de no tener conciencia sobre qué pasos dan ni cuáles son sus costos y beneficios. La presunción de que «el poder» está del lado de las instituciones, y la convicción de que la censura es odiosa, ganará la escaramuza de la opinión pública, especialmente de los que no conocen el caso por dentro, que es la mayoría, y que simplemente se pondrá en el pellejo de «la víctima.»

En el fondo, la carencia de una historia del proceso, y en particular de la cultura cubana bajo la revolución, deja un vacío a cualquier interpretación alternativa acerca de problemas ignorados u olvidados, sobre los cuales todo el mundo ha oído hablar, pero casi nadie conoce, ni censurados ni censores, ni dirigidos ni dirigentes. Ese vacío que se llena, según la teoría de los gases, por lo primero que aparezca, incluso lo más tóxico, es un problema capital de la cultura cubana.

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