Pasado presente (IV y final)

A riesgo de simplificar, se podrían distinguir al menos tres corrientes en la izquierda cubana actual.

Foto: Kaloian Santos.

Un amigo me reclamaba hace poco que ponía muchas preguntas, sin darles respuestas. Haciendo seminarios he aprendido que no se abren las entendederas adelantando respuestas —le repliqué— sino encontrando buenas preguntas. No digo como esas tan previsibles de algunos corresponsales, que a menudo se deshojan en sí o no, verdadero o falso, negro o blanco. Por el contrario, las preguntas claves indagan en los matices, el grado de sí/no de esa realidad en movimiento, cuyo fondo nunca es como lo pintan. Si lo real en política fuera una pila de opiniones, sería lo que todo el mundo dice, en vez de como lo definía José Martí: “lo que no se ve.”

Mi amigo volvía a la carga: lo real sí está en esa pila visible, y la prueba es que la gente se mueve políticamente según esas opiniones. Yo le ripostaba que muy a menudo se guía por las ajenas, en vez de por un juicio propio, más bien por contagio. 

“Pero suyas o ajenas, al fin y al cabo son opiniones,” me decía, y sin pausa: “en política, la gente se guía más por opiniones que por lo que dicen los expertos. Los influencers arrastran más que la ciencia política.” Yo detrás: “No lo dudo, si hablamos de opiniones. Que por cierto, tú pareces creerlas sólidas e inmutables; pero aún si lo fueran, ¿estás seguro de que guían la conducta de los opinadores?” “Al menos, son sus ideas. Las que tienen, porque ese es su derecho,” me respondía mi amigo, a punto de iniciar un alegato por la libertad de pensamiento, etc.  “¿Quieres decir que la gente hace lo que dice que piensa? ¿Son lo mismo sus supuestas ideas que sus conductas?” “¿Y eso de qué va?”, ya medio impaciente. “Que la política no es la ideología, compadre. Que la actitud no equivale a posts y likes en Facebook. Que la cultura política no son solo creencias, sino actos. Lo que uno hace y lo que deja de hacer. Si no fuera así, no existiría el consenso político, ni los factores reales que movilizan a la gente, y que no se reducen a la opinadera.”

Entonces me dijo que yo parecía despreciar las opiniones de los demás. “No hay opiniones mejores que otras, todas valen, pues lo que para unos es cáscaradepiña, otros lo creen firmemente, y más bien juzgan cáscaradepiña lo que piensan los primeros.” Ahí sellamos el chateo, porque teníamos cosas que hacer.

En mi artículo anterior comentaba que la izquierda del pasado en revolución, más heterogénea de lo que se suele asumir, se alineaba en torno al poder. Las tendencias que discrepaban de ese poder no consistían en meras opiniones, sino en acciones a favor o en contra. Pero tampoco ese poder era uniforme, ni invariable. El mismo liderazgo que acordó crear una revista teórica para contribuir al marxismo cubano, enriquecerlo conceptualmente, y fomentar la ideología de un socialismo diferente, decidió cerrarla, una vez que las circunstancias políticas se lo impusieron. Porque el campo de la política tiene sus propios problemas, a los que corresponde su lógica, y no simplemente a “la voluntad de los decisores” o “los caprichos de la burocracia.”

Pasado presente (III)

Quiero decir que los políticos no son filósofos, profesores de derecho, ni militares, y si lo son, su rol como políticos se les impone. Es decir, si no dejan de pensar dentro de la caja de sus profesiones, pueden confundir la Cuba posible en sus cabezas con la probable en la sociedad y el mundo reales en que viven. Si siguen pensando dentro de esa caja, en lugar de interpretar la realidad de la sociedad y el mundo del que forman parte, si creen que la “Cuba próxima” es la de sus programas y proyectos, pueden estar pedaleando en seco, como diría Maquiavelo si fuera estudiante de ciencia política en alguna universidad cubana —y si esa carrera volviera a abrirse.

Para seguir en el pasado presente, claro que la voluntad movió montañas, y lo que parecía imposible se volvió real al doblar de la esquina, etc. Pero porque prendió entre la gente, como semillas germinadas en las grietas de un muro, y porque los astros internacionales se alinearon, y el mar se abrió, por así decirlo. De manera que pudo encontrarse un camino, que no era el que pensaban los que dirigían, ni tampoco quienes los seguían. Y así terminaron juntándose en un mismo partido unido los que tenían no solo ideologías y opiniones muy distintas, sino contradictorias, forzados por la lógica de la circunstancia política.

Los que guiaron aquel proceso, además de audacia y voluntad, tuvieron lucidez para navegar en aguas oscuras, y salir adelante, tejiendo alianzas, negociando, reorientando la ruta una y otra vez, con luz larga, y “sentido del momento histórico.” Los errores cometidos no fueron tantos, entre las muchas oportunidades para meter la pata, si se les compara, por ejemplo, con los costos humanos de otras revoluciones. Aunque los pagados para sobrevivir entran inevitablemente en la contabilidad de la política, no pueden ser juzgados al margen de esa lógica, como si fueran monstruosidades en el sueño de la razón filosófica o jurídica, o errores sintácticos en una cierta gramática de la historia o de la econometría.

Ya todo eso más o menos lo sabemos, me dirá un lector avispado. Pues viene el caso para nuestro tema, porque esa genética heterogénea y contradictoria de la izquierda anterior, el dilema de lo posible y lo realizable, etc., atraviesan de un lado a otro el espectro de la izquierda cubana actual.

Empecemos por la cuestión de la perspectiva. 

La paleta intelectual de la izquierda se concentraba antes en áreas como la filosofía marxista, la economía del socialismo, la política cultural y el papel del arte, la ideología, la historia de Cuba, y en problemáticas como la liberación nacional y el tercermundismo, el anticolonialismo, las luchas de las minorías. La de hoy tiene tangencias con esta agenda, y la rebasa en la multiplicidad de sus abordajes, aunque no tanto como antes en contribuir a la superación de los amarres que ataban a grupos sociales subalternos, y en jugar un papel en sus maneras de pensar y sus conductas.  

Leyendo y conversando hoy con una veintena de intelectuales jóvenes destacados, se puede comprobar que no tienen nada que envidiarle a la izquierda intelectual de los 60 en su capacidad de interpretación de un contexto social, ideológico y político particularmente más complejo que el de entonces. Además de filósofos y economistas, hay sociólogos y comunicadores, historiadores, juristas, psicólogos, antropólogos, y muchos no solo enseñan, sino investigan, y forman parte de grupos que hacen activismo. Estos abarcan campos como el feminismo, el antirracismo, la lucha contra la homofobia, la protección de los animales y del medio ambiente, la educación popular, el desarrollo comunitario, y otras temas relacionados con la justicia social y la participación ciudadana.

Como apunté antes, los debates entre corrientes de la izquierda en el pasado tenían lugar en un entorno ideológico mucho más definido, el de la ortodoxia y la heterodoxia. El segmento de la oposición anticomunista que se reclamaba de izquierda resultaba políticamente irrelevante. En cambio, la trama de toda esa izquierda hoy se revela mucho más compleja. Y también bastante más contradictoria.

Pasado presente (II)

Entre las incongruencias que ya mencioné están la de quienes veneran a íconos políticos e intelectuales de los 60, y al mismo tiempo ejercen una oposición incesante al Partido y al Estado; y los que priorizan esa negación incluso por encima del factor EEUU, y del peso que tiene en la dinámica del proceso político real, hacia adentro y afuera. Otras contradicciones son también muy ostensibles.

En principio, todas las corrientes de la izquierda actual afirman defender la justicia social y la soberanía, como ejes centrales, aunque no exclusivos, de su condición de izquierda. A riesgo de simplificar, se podrían distinguir al menos tres de esas corrientes.

La primera corriente se suele llamar a sí misma fidelista, guevarista, partidista, genuinamente revolucionaria;  recela por lo general de los activismos (de género, raza, etc.) que no se instauren en las organizaciones establecidas, por ser susceptibles de afectar la unidad, entendida como dividir “el bloque de la Revolución.”

La segunda también recoge, a su manera, el legado de Fidel y el Che, entendido como la autocrítica y rectificación de tendencias dañinas, digamos, la burocratización de la política y la falta de diálogo con el pueblo; se asume en una relación vivaz con el Partido, no antagónica, sino más bien cooperativa, pero se define más ligada a feminismos, antirracismos, trabajo comunitario, ambientalismo, y demás movimientos arraigados en la sociedad civil concreta. En sus filas hay miembros del Partido y no miembros, cristianos, santeros, protestantes, ateos, etc.

En la tercera se reúnen doctrinas políticas tan disímiles como anarquistas libertarios, seguidores de un cierto trotskismo, socialdemócratas de corte escandinavo, republicanos de izquierda, de manera que resulta difícil verlas como un bloque, porque no lo son. En su heterogeneidad fundamental, estas subcorrientes convergen no solo en su anti-PCC, sino en simpatizar mutuamente en torno a cuestionamientos políticos puntuales, a pesar de discrepar respecto a concepciones de fondo, como por ejemplo, su definición básica de un sistema democrático.

Este conjunto agreste de corrientes y matices, sobre el que no pretendo ni remotamente hacer un mapa, incluye algunas contradicciones peculiares. Por ejemplo, que seguidores de la primera corriente caractericen abiertamente como “socialdemócratas” o “confundidos por la ideología enemiga” no solo a los de la tercera, sino a algunos de la segunda que militan en las mismas filas del PCC. Que seguidores de la tercera confundan a la primera corriente con el Partido mismo, y a los militantes con un bloque de individuos carentes de criterio propio y de capacidad para defenderlo y discrepar de políticas determinadas . Que no solo a los seguidores de la primera, sino a los de la segunda les sea imposible trazar una línea entre los de las tercera y la oposición antisocialista (también conocida como contrarrevolución), si no en ideología, sí en términos de su funcionalidad política real.

Queda mucho por analizar en este tema del que, hasta donde conozco, no existen investigaciones de campo, sino opiniones florecientes, que mi amigo del principio celebraría. Creo que es de la mayor importancia, no solo por relacionarse con la muy mentada unidad, el diálogo y el debate de ideas. Sobre todo, está estrechamente ligado con lo que Pierre Bourdieu llamaba “la institución de la eficacia política de la izquierda,” y que pudiéramos caracterizar como su capacidad para captar los corazones y las mentes de los cubanos. No me parece que ninguna de estas corrientes pueda ufanarse de poseerla, con la intensidad y la calidad requeridas en la Cuba de hoy. En otras palabras, con la capacidad de representar a una sociedad como la surgida de la revolución cultural que el socialismo, en su ciclo histórico largo, ha propiciado.

¿Pueden esas corrientes aspirar a representar a los cubanos reales sin contar con la cooperación de las instituciones, sin desarrollar una capacidad política de diálogo y entendimiento? ¿En qué medida el sistema institucional podría generar políticas que dialoguen e integren, al máximo posible, a esas corrientes de la izquierda cubana actual? ¿Hasta qué punto puede ser capaz de convertirlas en activos para transformar el socialismo, responder a las nuevas demandas de justicia social y reproducir de manera ampliada su soberanía, con un nuevo consenso?

Sospecho que, una vez más, mi amigo me va a reprochar que no ponga las respuestas a estas preguntas.  

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