Polaridades, pugilatos, palimpsestos

Las crisis en curso incluyen un peculiar laberinto de ideas.

Movimientos sociales, corrientes políticas y religiosas, organizaciones internacionales y no gubernamentales, medios de comunicación, grupos en redes sociales, activistas y todo género de voces hacen un llamado al diálogo, la reconciliación, el entendimiento, la paz.

Al mismo tiempo, fundamentalismos redivivos y nuevos, auges conservadores y radicalismos de diverso color, extremismos que parecían extinguidos, se hacen visibles en votaciones, resultados electorales, editoriales, cartas públicas, encuestas, declaraciones, manifiestos, blogs.

Aunque tales manifestaciones no son, en su mayoría, inéditas, su convergencia y escalada en los últimos años, antes y después de la pandemia, marcan algo distinto. Podrían tomarse como ebulliciones propias de una época de cambios. Pero también como señales de un cambio de época.

Época de crisis o crisis de época

No voy a inferirle al lector un discurso filosófico, ni una meditación melancólica sobre la decadencia de una edad dorada donde convivíamos en igualdad, paz y amor. Me quiero referir al paisaje social, cultural y político polarizado y contradictorio que atravesamos, su entorno mundial y algunas peculiaridades cubanas.

Visible, digamos, en votaciones muy estrechas entre corrientes polares, como ha ocurrido en EEUU, Uruguay, Perú, Ecuador, Chile, Colombia; y ahora mismo en el mínimo margen que separa a Lula de Bolsonaro en la campaña electoral en Brasil. En gobiernos conservadores, como Reino Unido e incluso Suecia; y en el auge de la derecha en las muy recientes elecciones en Francia e Italia. Dentro del propio espacio europeo, a un conflicto ucraniano arraigado en el auge de su extrema derecha, y una guerra interna extendida por casi diez años, anterior a la invasión rusa.

Este no es nada más un choque entre civilizaciones, según preconizaba hace par de décadas Samuel Huntington, sino dentro de una misma civilización; o de civilizaciones que se reconocen culturalmente en un mismo espejo.

Si damos un paso atrás, podremos ver ese presente nuestro como historia, inextricable de un pasado, el de la post-guerra fría, y de su turbulento legado, que conviene rescatar de la neblina del ayer.

A este momento se le bautizó entonces como mundo unipolar, llamando la atención sobre la desaparición de la URSS, y del sistema internacional bipolar emergente de la II Guerra mundial. Obvio que EEUU era la potencia militar descollante, pero también se hizo evidente que su capacidad para hegemonizar ese nuevo orden mundial, como ellos le llamaron, se hacía cada vez menor.

Medido en términos estratégicos, no de número de misiles nucleares y bases militares (como se solía en la Guerra fría), sino de conflictos simultáneos, con raíces y elencos de actores diferentes, este mundo se volvió muchísimo más complejo y multipolar, y bastante más difícil de hegemonizar o dominar. 

Cuando los cubanos dábamos los primeros pasos, o traspiés, en la crisis del Periodo especial, además de la debacle del socialismo real en el este de Europa, se desencadenaba el interminable conflicto armado en los Balcanes, seguido por guerras en ex-repúblicas soviéticas (Chechenia, Abjasia, Osetia del Sur); la primera guerra del Golfo pérsico, contra Irak (1990-91), el conflicto en Afganistán tras la retirada de la fuerzas de la URSS (1989).

Esta primera etapa, que algunos juzgaban de ajuste al nuevo orden, fue seguida por una proliferación de conflictos “regionales,” que lo han sido cada vez menos, en el sentido de englobar arenas y actores más allá de sus fronteras de origen, como se demostró a partir del 11 de septiembre de 2001. El carácter trasnacional del nuevo desafío de seguridad planteado por “la cuestión del terrorismo,” así como las guerras en Afganistán, Irak, Siria, son ejemplos patentes de esta multifocalidad inabarcable para una superpotencia, por mucho que lo sea.

El conflicto ucraniano, catapultado con la intervención rusa y su escalada, es el ejemplo perfecto de una guerra local que es más que eso, con efectos internacionales mucho mayores e impredecibles que la de Vietnam en medio de la Guerra fría. 

Esa mirada al pasado reciente y sus polaridades está ok, dirá el lector, pero ¿qué tiene que ver con Cuba?

El laberinto cubano

La imagen de los dibujos infantiles, una isla con olitas por todas partes, y gente con maletas que parten en aviones, tiene el defecto de verla desconectada del resto del mundo. Esa representación medio pueril, que se difunde en las redes y se extiende a publicaciones dedicadas a “la investigación y el análisis político,” contiene, como en una nuez, la condición laberíntica —y la confusión— que mencioné al principio.

Claro que vivimos una depresión económica profunda, inseparable de este contexto. Pero no tanto como una crisis de desorientación, causada por cambios en la sociedad y en la cultura política, agravada por políticas ineficaces (y a veces contraproducentes) para lidiar con esos cambios. En esa circunstancia, la izquierda intelectual no siempre cumple su papel de elucidar la situación, y a veces contribuye a nublarla, más capaz de adoptar una postura de condena o de encomio que en analizar lo que está pasando.

En una serie anterior, dedicada a la izquierda intelectual, apunté que los debates entre sus corrientes desde los años 60 hasta no hace mucho tenían lugar en el entorno ideológico de la ortodoxia y la heterodoxia, o para usar el lenguaje de antaño, entre “dogmáticos” y “liberales.” Los “dogmáticos” veían a los “liberales” como “bien intencionados, pero equivocados.” Los “liberales” veían a los “dogmáticos” como “la derecha de la política revolucionaria.” Por si acaso, aclaro una vez más que “los liberales” se llamaban: Alfredo Guevara, Fernando Martínez Heredia, Juan Valdés Paz, Aurelio Alonso, Hugo Azcuy; y que “los dogmáticos” eran Humberto Pérez, Mirta Aguirre, Lionel Soto, Eduardo del Llano. Su enfrentamiento tenía una clara índole ideológica y conceptual, aunque no el carácter de una polaridad política. 

Según un interesante texto reciente de Mario Valdés Navia publicado en La Joven Cuba dedicado al tema de la polaridad, “el mecanismo principal de formación [de los extremismos] es el llamado proceso de radicalización, que puede dar lugar a posturas que van desde dogmatismos ideológicos hasta el terrorismo en sus diferentes manifestaciones, tanto el practicado por el Estado como el de grupos y organizaciones que postulan el empleo de la violencia para lograr sus fines políticos.”

A propósito, quiero añadir que los “dogmáticos” y “liberales” que nombré antes no se hubieran ofendido si los llamaran radicales, porque para ellos radical no significaba ni implicaba la condición de extremista. Tampoco habrían compartido la idea de que una deformación en la cultura nacional, “posterior al 1o de enero de 1959,” era la expresada en la polaridad revolución/contrarrevolución, ni que en sí misma fuera una expresión de ese “extremismo,” ni tampoco equivalente a “etiquetas y adjetivaciones.” 

En cambio, como anoté antes, ahora sí hay una izquierda que, en contraste con antaño, se coloca en posición anti-PCC y anti-gobierno. Es decir, que el 90% de lo que produce equivale a una alineación contra el Estado y el Partido; y quizás 10% a desaprobar a quienes les piden a los EEUU que no “oxigenen al régimen de los Castros” mandando ayuda humanitaria. Una crítica tan de soslayo al embargo, que llega al punto de relevar al poder ejecutivo de la responsabilidad de su mantenimiento, con el expediente de que las sanciones económicas estadounidenses solo podrán ser desmontadas por el Congreso —ignorando cuántos agujeros se le pudo hacer a ese muro sin que el Congreso tuviera que votarlos, durante los 25 meses de Obama.

Coincido plenamente con Harold Cárdenas quien en un reciente artículo, afirmaba que hay un bloque de publicaciones “críticos de la otra orilla ideológica, pero cuidadosos de no señalar las faltas en su propio patio.” Tanto lo creo que en varias ocasiones lo he comentado con editores y orientadores de algunas de esas publicaciones, de uno y otro signo. No menciono aquí sus nombres porque prefiero discutir razones y argumentos, no sobre personas. Y porque mi humilde experiencia me hace confiar más en el diálogo y el intercambio cara a cara que en emplazamientos públicos que sirven para desahogar el resentimiento y hacer catarsis, fomentar el encono y la polaridad, en vez de cultivar el debate en serio y desactivar extremismos.  

La condición laberíntica de este debate, a menudo más cerca del pugilato, especialmente para observadores externos, pero también para quien no esté en su inside, le viene sobre todo de entreverarse con posiciones tenidas por excluyentes: defender el diálogo y la empatía, mientras escriben editoriales enfurecidos y cartas públicas cargadas de insultos; enarbolar el estandarte de la unidad nacional, y condenar a quienes comparten las propias filas con anatemas peores que a los enemigos de enfrente. 

Aunque esta superposición de actitudes y lógicas contradictorias, de llamados a la razón y la moderación mezclados con la descalificación y el desafío del otro, constituye un verdadero palimpsesto, esto no lo hace menos interesante y abigarrado.

Quienes deprecian este debate nuestro, afirmando que el “poder totalitario e indiscutido” del sistema deja a quienes cuestionan sus decisiones con la única alternativa de la protesta social, no solo las justifican de plano a todas sin distinción, sino de paso aplanan y convierten en chatarra el contenido y el sentido de nuestros debates, y el espacio conquistado en la esfera pública.

Parafraseando a José Martí, reservorio casi inacabable de ideas y expresiones del que abusan tirios y troyanos, podría decirse que nuestro debate, “como el vino de plátano, es nuestro” —incluso cuando muy a menudo resulte “agrio.”

Salir de la versión móvil