Predicciones (I)

Voy a aproximarme con cautela de distancia y nasobuco a un puñado de temas de la política cubana, interna y externa. Naturalmente, no pretendo predecir, sino apenas anticipar lo que podría pasar.

Foto: Julio César Guanche

«El futuro no es lo que solía ser». Yogi Berra (catcher de los New York Yankees, 1925-2015)

Predecir es un negocio chiquito, decían en mi pueblo. Bien lo saben aquellos expertos en temas cubanos que hace dos años pronosticaron que un nuevo Gobierno en Cuba iba a estar atado de pies y manos por los militares y por «la gerontocracia que gobierna el PCC». Esos pronósticos compartían premisas y peculiaridades con las conversas de mis vecinos en las colas del barrio:  determinismo («esto va a ser así porque así es»);  argumentar lo que pasará con ejemplos de hace 30 años; confundir lo probable con lo posible, y lo posible con lo que ellos quisieran («esto solo se arregla si…»). También comparten la peculiaridad de tocar de oído («todo el mundo dice»). La lógica de mis vecinos es relevante para las encuestas sobre opinión pública, pero incierta si de entender el rumbo de las cosas se trata.   

La percepción sobre la velocidad de estas cosas depende de la que tiene el tren donde vamos. En ese tren no solo viajan mis vecinos, sino también los expertos y académicos, a saber, economistas, juristas, sociólogos, politólogos, historiadores, psicólogos, culturólogos, internacionalistas y comunicadores. Estos suelen ver en alta definición los objetos a los que se dedican. Pero en cuanto a otras dimensiones de esos mismos objetos, a menudo reaccionan como mis vecinos, cuando miran por la ventana los postes del teléfono correr en dirección contraria adónde va el tren, y con el mismo sentido común.

Claro que la mirada sobre el futuro no descansa solo en vecinos y académicos.  Los sacerdotes de Ifá, reunidos en la Asociación Cultural Yoruba de Cuba, y con el respaldo de «todas las familias de Cuba y sus descendientes en el mundo» vaticinaron que 2020, regido por Oshún en compañia de Obatalá, refrendaría «la paz y tranquilidad en los hogares». Advirtieron contra los padecimientos infectocontagiosos que aquejan el «sistema reproductor» y los «derivados del consumo de alcohol» y previnieron contra «la destrucción humana» acarreada por la «ingestión de carne de cerdo».  Dictaminaron que era «el momento de establecer nuevos patrones, tanto de conducta como de actuación, y de desterrar de nuestras vidas todo aquello que es caduco». Más tarde, pronunciándose sobre la pandemia, atribuirían su causa a conflictos ideológicos a escala mundial.

Last but not least, también los políticos construyen representaciones sobre el futuro, auxiliándose a veces de instrumentos provistos por los expertos. Su principal margen de ventaja no consiste solo en reunir información que nadie más tiene, sino en disponer de recursos de poder para acercarse al futuro. Esos medios, desde luego, no incluyen el dominio sobre factores externos, de la mayor importancia en un mundo tan interconectado y de muy difícil previsibilidad, así como sobre los que intervienen en los procesos internos, y que para abreviar podríamos llamar «la sociedad». Los procesos que atraviesan ahora mismo a esa sociedad, cada vez más autónomos e interactivos, imperceptibles a un simple vistazo e incluso elusivos a veces para las investigaciones, recorren la compleja marcha de ese tren y determinan su rumbo, casi nunca el imaginado en los planes.

La categoría de «expertos» también incluye, desde luego, a instituciones especializadas en el pronóstico. Lo mismo la CEPAL o la Economist Intelligence Unit que los think tanks y consultorías especializadas de todas las marcas pueden calcular cómo y cuánto crecerá el PIB, cuál es el «factor de riesgo» para inversionistas, el precio de las commodities (azúcar, níquel, litio, etc.), o en qué medida determinados acontecimientos influyen en las «expectativas del mercado». Suelen ser bastante exactas en medir algunas, en determinadas condiciones de temperatura y presión constantes, aunque muchas veces no han anticipado un aerolito como la crisis petrolera de 1973 o la financiera de 2008; para no hablar de otros cuerpos celestes formidables y químicamente más complejos, como el derrumbe del bloque socialista europeo. La pregunta sobre su confiablidad no es tecnológica o de artes matemáticas sofisticadas, sino de factores en pantalla. En tiempos de COVID-19, elecciones en EEUU, prolongación de guerras e inestabilidad en el sur de Asia y el Medio Oriente, y un cúmulo de «variables independientes» de mayor envergadura, la traducción del enjambre de factores que los rodean a sus modelos de pronóstico es más complicada que vaticinar los ciclones y temblores del año que viene.  

Las predicciones no son un negocio chiquito solamente por todas las salvedades que he anotado. A menudo, algunas basadas en premisas verificables no dan en el blanco; mientras que otras, construidas sobre opiniones, apreciaciones y buenos deseos, terminan acertando. Seguramente las proyecciones de hace dos meses sobre la COVID-19 en Cuba se construyeron sobre datos, variables y criterios mucho más precisos, rigurosos y controlables que los vaticinios sobre las próximas elecciones de EEUU de la miríada de expertos en política norteamericana que surgen todos los días en las redes. Probablemente, sin embargo, la cuota de azar de ambas predicciones sobre lo que pasará en los próximos tres meses resulte comparable, de manera que su verificabilidad no revelaría siempre, como en la fábula del burro y la flauta, que los que acertaron tenían razón.

Dicho lo anterior, voy a aproximarme con cautela de distancia y nasobuco a un puñado de temas de la política cubana, interna y externa. Naturalmente, no pretendo predecir, sino apenas anticipar lo que podría pasar, dentro de las circunstancias en desarrollo que vivimos. Parto de una lectura sobre antecedentes y elementos ya en curso dentro de esa política, en el contexto de una situación nacional e internacional que la rebasa, y al mismo tiempo, propicia su emergencia y velocidad.

VIII Congreso del Partido: lo pendiente es lo nuevo

Dentro de apenas ocho meses, debe celebrarse el VIII Congreso del PCC. Razones para posponerlo hay. El país y su entorno atraviesan una etapa de incertidumbre que no es cosa de entrada en otro túnel, sino de límite de sobrevivencia. Las reuniones y consultas que normalmente preceden a un congreso desde al menos un año antes se verían entorpecidas, entre otras razones, por la circunstancia de la COVID-19, cuyos coletazos parecen extenderse hasta 2021. Proyectar el quinquenio que viene pasa por lograr que el país entero mantenga la nariz fuera del agua en el que termina, prioridad nacional de tiempo completo. En una economía históricamente abierta como la cubana, las variables externas son tan numerosas e indeterminables como el mundo de la incesante pandemia. Contar, como en las tragedias griegas, con un dios en una máquina que entre por la ventana, parece exceder en optimismo o entusiasmo la expectativa más prudente, incluida la paz con Estados Unidos, a la que me referiré más adelante.

Por otra parte, en momentos críticos anteriores, como hace 30 años, en víspera del derrumbe soviético, el IV Congreso del PCC no evitó la hecatombe, pero sí contribuyó a mirarla de frente, a captar sin ambages el «sentido del momento histórico» con dura lucidez, y a articular la resistencia entre la gente. En la coyuntura actual, la lucidez y la convocatoria a la resistencia no bastan. Un nuevo consenso se está reconstruyendo en torno a una idea de socialismo distinta a la que se defendió hasta 2011, y que no acaba de cuajar en un nuevo orden. Posponer esa transición, el reajuste y la ejecución de las políticas acordadas en 2016, y la actualización del principal documento de carácter estratégico salido del anterior congreso, la Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista; o limitarse a tomar medidas de emergencia como las que se adoptaron en 1993-1996, y dejar para tiempos mejores la revisión de los acuerdos y de la estrategia aprobada, tendría un especial costo político en una circunstancia crítica como esta.  

En el esquema de la institucionalidad cubana, el Congreso del PCC es tan importante como la elección de un nuevo Gobierno. Avanzar en la delimitación del rol del Partido respecto al Estado y el Gobierno, a escala nacional y local, ha estado en el núcleo político de las reformas desde el inicio de la década presidencial de Raúl Castro. Solo el congreso puede elegir un nuevo liderazgo partidista, dándole continuidad al relevo generacional iniciado bajo su Gobierno, según lo previsto oficialmente desde 2016. Solo este mecanismo institucional puede revisar los acuerdos pendientes del VII Congreso, actualizarlos según su índole y comprometerse con orientar su aplicación completa.

La gestión política de la crisis vinculada a la COVID-19, donde el gobierno ha llevado la voz cantante, y donde el PCC ha desempeñado un papel clave, ha mostrado que es posible hacer un Congreso a distancia. Esa gestión exitosa, medida por sus resultados en limitar el costo de la pandemia, se ha caracterizado por consultar, escuchar la opinión pública, intercambiar con especialistas de diversos campos, exponer a los ministros y a los Gobiernos territoriales a explicar los problemas y responder por ellos, así como informar con transparencia, tomar decisiones, rectificar otras, chequear y, en resumen, practicar un nuevo estilo de gobierno y de interacción con la esfera pública, sin necesidad de reunir a un contingente durante tres días en el Palacio de Convenciones, ni de consumir tiempo en largos discursos.

En la lógica de los mecanismos institucionales del Partido, la primera tarea del VIII Congreso podría ser actualizar el contenido de la Conceptualización del modelo. Revisar sus ideas, ajustar sus definiciones y rectificar las que fuera necesario, para ponerlas en sintonía con el proceso de los cambios, constituye, al margen de sus enunciados ideológicos, un ejercicio político previsible y eficaz para articular un nuevo modelo coherente. De hecho, exactamente así fue presentado por Raúl Castro en el anterior congreso, como un instrumento político que debía seguir revisándose periódicamente, no como un catecismo.  

¿En qué medida la nueva Constitución, aprobada en 2019 luego de consulta nacional y referéndum, introduce conceptos y nuevos enfoques que podrían actualizar este documento programático? ¿Qué acuerdos de la Primera Conferencia del PCC (enero de 2012), texto notable por la novedad de sus ideas, que parecería olvidado, serían recuperables en la perspectiva de esta actualización? ¿A cuáles temas específicos de la Conceptualización y de los Lineamientos económicos y sociales revisados en 2016 podría volverse cinco años después?

A vuelo de pájaro sobre todos estos documentos, se puede constatar, entre otros, el carácter estratégico de la descentralización y la autonomía de los municipios, la legitimación del sector privado y cooperativo y la reforma a fondo del estatal, reconocidos como centrales en el nuevo modelo. ¿Qué puede esperarse del próximo Código de Familia, ahora que tenemos una nueva Constitución? ¿Del lugar de la salud, la educación superior, la cultura, la ciencia, y otras áreas que la Conceptualización define apenas como «servicios públicos», como si de esos «sectores presupuestados» según los Lineamientos, no dependieran el desarrollo y la innovación en otras industrias y servicios, incluido el turismo? Finalmente, ¿qué va a pasar con temas ignorados, como la emigración cubana, o apenas mencionados, como el papel de los sindicatos y demás organizaciones, fundamentales en una democracia de los ciudadanos?

Para desenrollar un poco esta tela, y darle algunos tijeretazos a lo que puede venir, hace falta mirarla más detenidamente.

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