Relaciones Cuba-Estados Unidos para principiantes (I)

Una cosa es la respetabilísima opinión de cada uno y otra muy distinta, entender la naturaleza de la relación.

Foto: Kaloian Santos

Los cubanos pueden confesar ignorancia en epidemiología o meteorología, pero pocos se pasan ante la ficha de las relaciones Cuba-Estados Unidos. Quizás nada los junte tanto del mismo lado ‒incluidos quienes no las tienen todas o ninguna con el sistema‒ como esa tensión histórica entre un Norte que ha buscado prevalecer a toda costa, y un país empeñado en no dejarse, también a toda costa.

Si ese fuera un rasgo de pensar como país, seguramente habría que sentirse ufano de una conciencia cívica. Después de todo, como bien dice una amiga profesora de historia, “somos animales políticos” a los que no les queda de otra que opinar ante “un asunto que nos concierne”.

Aquí viene la idea básica (o el “marco teórico”,  según decían antaño en la Universidad de La Habana) de esta conversación: una cosa es la respetabilísima opinión de cada uno y otra muy distinta, entender la naturaleza de la relación.

Pongamos por caso que se trata de una pareja en conflicto conyugal. Quienes se preocupan, interesan y opinan sobre ellos no tienen que entender lo que les pasa; opinar apenas expresa “saber”, por ejemplo, cuál “tiene la razón”. Pero el conflicto mismo, como nos explicaría Carl C. Jung, es más que eso. No es tan simple como entre otros seres del mundo natural, digamos, el lobo y la oveja o el tiburón y el calamar. Nada se compara con un conflicto entre seres humanos, especialmente si viven bajo el mismo techo, o casi.

Deslizándose por esa misma condición de seres humanos, algunos estiman que la relación de Cuba con Estados Unidos es de odio/amor. Seguramente se refieren al montón de gustos que los cubanos comparten con la sociedad y la cultura estadounidenses: que si el béisbol, que si el jazz y el rock, que si la rumba y la salsa, el cine, el swing, los gadgets del hogar, los automóviles, etc. Al comparar a los cubanos con otros latinoamericanos probablemente un tercer ojo imparcial nos encontraría más próximos a los gringos (mexicanismo peyorativo), a los que el habla cubana nombra (cariñosamente) yumas (por aquella película del oeste, con Glenn Ford).

3:10 to Yuma 1957 Trailer | Glenn Ford | Van Heflin | Felicia Farr

Entonces, ¿cómo se pueden pelear a muerte con tales yumas? El conflicto, naturalmente, no es con los estadounidenses, ni es de odio/amor o de eros y thanatos, como diría Jung, sino con su Estado-nación y sucesivos gobiernos. Aunque la idea parecería de lo más razonable y aceptada por todos, la personalización del conflicto sigue como si nada. Atribuirle rasgos de carácter al poder político equivale, por ejemplo, a diluir el rol de presidente de Estados Unidos en una cierta personalidad: autoritaria, machista, bruta, narcisista, mentirosa, prepotente, estúpida; o si se prefiere, sonriente, colectivista y afable, amiga de los inmigrantes, apaga-guerras, “dialoguera” y social-civilista. Hay gente así o que portan esa imagen, aunque no siempre la merezcan.

En todo caso, atributos de ese tipo no explican, digamos, que la nación alemana se fuera detrás de Hitler. Considerar el nazismo como la locura colectiva desencadenada por un líder psiquiátrico o, por el contrario, al buen hombre adornado por un dechado de virtudes, Franklin Delano Roosevelt, como encarnación de la justicia, carece totalmente de poder explicativo, si de política se trata. De otra manera, va a ser difícil entender que Donald Trump finalice su mandato sin haber programado (en firme) lanzarle varias bombas atómicas a otra gran nación (como hizo FDR); o que el bravo luchador por los derechos civiles Bob Kennedy hubiera tenido algo que ver con acciones paramilitares, bombas de fósforo vivo, campesinos y pescadores ametrallados en ciudades y campos de la isla. “Nothing personal, just business”, diría Vito Andolini, natural de Corleone, Sicilia.

Descifrar la razón de Estado desde la moral es no entenderla, le decía Nicolás Maquiavelo a Lorenzo de Médici. Claro que puede resultar muy cínica y atroz esa razón de Estado, pero no se gana mucho con limitarse a condenarla, si se tratara de razonar sobre ella y vislumbrar lo que se propone. Sí, porque entender un conflicto entre Estado-naciones, como casi cualquier otra cosa, se mide por la capacidad para calcular lo que debe venir luego, aunque no sea en la desmesura de “lo posible”, sino en el rango de “lo probable”.

Para no equivocarse constantemente en lo que viene, e identificar los factores que mantienen vivo el conflicto, resulta útil empezar por comprender la naturaleza de la política: la estadounidense, la cubana, la de cualquier país.  Como casi siempre pasa con la parte de caja negra de todos los procesos, lo normal es que no se disponga de elementos de juicio suficientes. “En política, lo real es lo que no se ve”, nos dice Martí.

Esa falta de nitidez da pie a todo tipo de facilismos, en particular los que se construyen sobre “la política es conspiración” y “la política es ideología concentrada”. En otras palabras: “Las torres gemelas las derrumbó la CIA”, “la Seguridad del Estado cubano tiene que haber sabido de los ataques sónicos (esos fueron los norcoreanos)”, “imposible que un negro sea presidente”, “si el New York Times, CNN y todos los grandes medios están en su contra, ¿cómo va a ganarle a Hillary?”… Claro que hay conspiraciones e ideologías, pero la arquitectura de la política no la revela el Código Da Vinci, los discursos o los editoriales en ninguna parte, sino la dinámica de intereses y valores. Olvidarlo conlleva equivocarse una y otra vez, como se puede comprobar.

De ahí que las relaciones Cuba-EEUU en los últimos 60 años, atravesadas como han estado por todo tipo de conspiraciones y polaridades ideológicas, solo se explican racionalmente si se sabe que siempre han contenido diálogo, entendimiento y cooperación. Como demuestran Leogrande y Kornbluh, sobre la base de documentos desclasificados, el liderazgo cubano no dejó de responder ninguna señal norteamericana para dialogar, negociar o acordar cosa alguna de interés común, sin excluir a las administraciones republicanas más tenaces: Nixon-Kissinger, Reagan, G.H. Bush y G.W.Bush.

Esto quiere decir que conflicto y cooperación no se han sucedido en una secuencia lineal, que desembocó en cooperación cuando se establecieron las Secciones de Intereses (1977) o se acordó la normalización diplomática el 17D (2014), sino que han acompañado a las relaciones, y casi siempre han actuado en paralelo, con resultados contradictorios y zigzagueantes. Apreciar así las relaciones permite reconocer su complejidad, en lugar de atribuirle las contradicciones al clásico dios montado en una máquina que desciende por una ventana. No es una aberración; es así y probablemente siga siéndolo.

Más de 20 acuerdos entre Cuba y Estados Unidos

Con esas salvedades, y para pausar esta charla sin propósito didáctico (y sin apuro por cumplir el programa docente), habría que volver a la naturaleza del conflicto.

Si este se desencadenó con la Ley de Reforma Agraria (mayo de 1959), apenas a cinco meses de la toma del poder, cuando la Unión Soviética no entendía bien lo que pasaba en Cuba, y el Partido Socialista Popular todavía le llamaba “la revolución de enero”, ¿la causa de todo fue la expropiación de los latifundios de la United Fruit? ¿Es ese el huevo del descomunal conflicto? Lo que vino después, la espiral que condujo a la guerra civil, la violencia organizada a escala de Playa Girón, meses antes de las nacionalizaciones del verano y octubre de 1960, ¿respondió a aquellas primeras expropiaciones? ¿Fue el anticomunismo de una clase alta cubana y un gobierno estadounidense que veían la silueta de la hoz y el martillo detrás de cualquier reforma moderada? ¿Hay una explicación que vaya más allá de listar “nacionalizaciones” y atribuir la causa de fondo a la “ideología imperialista”?

Esto, que puede parecer una clase de Historia, resulta clave para entender el conflicto aquí y ahora, y también para pensar su horizonte, como se verá muy pronto. 

(Continuará)

 

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