Sombras y otros legados de la Guerra Fría

Es curioso que todavía hoy algunos académicos hablen de la política de EE. UU. hacia Cuba como si fueran “sanciones” dirigidas a promover la democracia y la libertad.

La Habana. Foto: EFE/ Yander Zamora.

En noviembre de 1975, en el 58 aniversario de la Revolución de Octubre, un joven oficial de una fragata antisubmarinos soviética protagonizó un motín encaminado a recuperar la revolución bolchevique. Inspirado en la rebelión del acorazado Potemkin en 1905, que inmortalizara la gran película de Serguei Eisenstein, los marinos de la fragata Sentinela, de la flota del Báltico, enfilaron hacia Leningrado (hoy San Petersburgo), cuna de la revolución de 1917. Temiendo una reacción en cadena, el Kremlin inventó que los jóvenes marinos en rebeldía intentaban secuestrar la fragata y desertar a Suecia. Capturados, sometidos a corte marcial y condenados, la verdad histórica se revelaría solo dos décadas después, cuando salieron a la luz los documentos del proceso.

En la novela de Tom Clancy (1984) y la película homónima La caza del Octubre Rojo (The Hunt of the Red October, 1990), inspiradas en los hechos de 1975, el capitán de un submarino nuclear (con misiles nucleares) intenta desertar, perseguido por la flota soviética, mientras la OTAN cree que se trata de un ataque, y casi se desencadena la guerra mundial. El thriller y la película de Hollywood están más cerca de la versión oficial de Moscú que de la acción heroica de los marinos leninistas del Báltico. 

Este ejemplo ilustra en qué medida los déficits en la historia de las revoluciones y los socialismos no se suplen con seriales, novelas o películas, en los que a menudo proliferan “narrativas” simplificadoras, tóxicas o fantásticas de lo que realmente ocurrió. Vacíos históricos que no implican solo desconocimiento, sino que marcan nuestras visiones del mundo y nuestra cultura política aquí y ahora.

Entre estos déficits está el de las relaciones cubano-soviéticas, así como el del triángulo EE. UU.-Cuba-URSS, y sus huellas más allá de la Guerra Fría, no solo en las mentalidades, sino en las razones políticas en curso. 

La primera vez que vi soviéticos en vivo fue en la Exposición de la Ciencia y la Técnica de la URSS, en marzo de 1960. Allí había réplicas del Sputnik I, el primer satélite artificial puesto en órbita tres años antes; fotos de la perrita Laika, el primer ser vivo en el espacio exterior; todo tipo de maquinarias agrícolas y equipos de construcción, que competían con los de la International Harvester y Caterpillar. Etcétera. 

Aquella ventana que se abría con un país tan avanzado, a medida que se enfriaban las relaciones con EE. UU., resultaba no solo reconfortante, sino excitante para muchos cubanos, incluidos adolescentes como yo. No es extraño que el idioma extranjero de moda entre mis amigos fuera el ruso; y que nos conmovieran Tatiana Samoilova y Alexei Batalov en el drama de guerra Cuando vuelan las cigüeñas, premio de Cannes dos años antes de la exposición, tan distinto de las epopeyas de los americanos en las islas de Japón y de los esquemas del realismo socialista.

Lo que no sabíamos en aquel encuentro temprano, más de seis meses antes de las grandes nacionalizaciones, era que el presidente Eisenhower estaba aprobando oficialmente el plan de Girón, que la CIA había iniciado en diciembre de 1959. Ni que para los estrategas de JFK, como el Asesor de Seguridad Nacional McGeorge Bundy, la política de empujar a Cuba a los brazos de la URSS era una buena manera de ponerla a tiro para facilitar su guerra total contra la Revolución, más allá de las sanciones económicas en curso desde 1959. 

Algunos estudiosos parecen olvidar que esas sanciones antecedieron no solo al estrechamiento de relaciones con la URSS, sino a la radicalización socialista misma. En 1959 teníamos economía de mercado; grandes empresas privadas, cubanas y extranjeras; varios partidos legalmente existentes; así como pluralismo en el consejo de ministros, y otras instancias de gobierno, como el Banco Central, con presencia de figuras muy moderadas. 

En aquel contexto, las sanciones de EE. UU. no se dirigían a contrarrestar el comunismo totalitario ni a proteger la prensa libre, los negocios, o el mercado —es decir, la democracia y la libertad—, como se justificaron después, sino a amedrentar y castigar a Cuba por la Revolución. Digamos, por la modernización económica y social del campo cubano impulsada por una reforma agraria, que mantenía intacta la mayor parte de la propiedad privada rural, y cuyos antecedentes más connotados estaban en México y Bolivia, casos que no habían desencadenado antes la furia de EE. UU.

Lo curioso es que todavía hoy algunos académicos hablen de la política de EE. UU. hacia Cuba como si fueran “sanciones” dirigidas a promover la democracia y la libertad. O sea, a provocar “cambios en la isla”. Entonces, digo yo, cómo se explica que esas “sanciones” corregidas y aumentadas al máximo posible se hayan mantenido por más de sesenta años, teniendo efectos más bien contraproducentes respecto a sus objetivos declarados, es decir, echándole combustible a la política de fortaleza sitiada, al cierre de los espacios para que esas libertades y prácticas democráticas y pluralistas se hagan realidad. He preguntado si es que, salvo Barack Obama, son tan torpes que no se han dado cuenta de sus efectos reales. La respuesta más original que he escuchado la recibí hace poco: se trata de “una tradición de la Guerra Fría”. 

Según enseña el análisis de texto, las palabras elegidas en el discurso no son irrelevantes. Llamar “sanciones” a la guerra económica no es un simple eufemismo técnico. Tampoco ignorar el significado de “bloqueo económico” como recurso de fuerza descrito en los manuales militares. Cuando JFK (no el Congreso de EE. UU.) aprueba la Ley del Embargo a Cuba, en febrero de 1962, está en curso el Plan Mangosta, cuyo paso final prevé la invasión con tropas de EE. UU. (no una brigada de exiliados cubanos) a la isla. 

Cuando la crisis provocada por la hiperreacción estadounidense ante los misiles soviéticos en Cuba desemboca en el pacto Kennedy-Jruschov, el eje de la política pasa de Mangosta al cerco-multilateral-geopolítico-global llamado “embargo a Cuba”, y así permanece desde entonces hasta hoy. 

Claro que ese cerco no se limita tampoco a “bloqueo económico, comercial y financiero”, como se dice aquí en Cuba; ya que no solo persigue transacciones económico-financieras, sino que rastrea todo tipo de movimientos, intercambios educativos, culturales, religiosos, informativos, biomédicos, familiares, personales, públicos y privados, físicos o digitales, en donde aparezca la palabra Cuba.

Por ejemplo, cuando al tratar de acceder a una plataforma de internet cualquiera desde Cuba, la respuesta es “no tiene permiso para acceder desde el país donde está”, aunque esa plataforma sea gratis y no implique ningún beneficio económico para el usuario. 

Los efectos de ese cerco rebasan el ámbito de acción de las instituciones en las que EE. UU. tiene una presencia, digamos un 20 % de las acciones. Por ejemplo, cuando un banco estatal de la República Popular China ranqueado entre los primeros del mundo es renuente a abrirle una cuenta a un cubano residente en ese país o a un profesor invitado a enseñar en una universidad.

El carácter punitivo del cerco afecta directa y personalmente a cualquiera, no solo a los funcionarios del Gobierno o de instituciones oficiales cubanas. Por ejemplo, un ciudadano cubano que asiste a una actividad en EE. UU. con visa, cumpliendo todas las regulaciones migratorias y aduanales establecidas, y sin haber violado ley alguna, al salir es despojado de su teléfono móvil y laptop personal, sin explicación ni argumento legal mediante, con la promesa de que “se los van a devolver luego”.

Las derivaciones de ese cerco para la política exterior y doméstica de Cuba son difícilmente exagerables. Como he apuntado antes, esa centralidad de la sobrevivencia ha determinado, por ejemplo, el peso de los órganos de la defensa y la seguridad en el orden político del socialismo cubano, hacia afuera y hacia adentro, desde los años 60 hasta hoy.

No hay mayor ironía, por decir lo menos, que mantener ese cerco o colaborar con él, justificarlo como mecanismo de presión para el cambio de régimen, o no hacer nada por moverlo un milímetro de donde sigue estando, o identificándolo como especie de tradición, que aun siendo contraproducente, resultaría legítima como recurso político, en vez de ser un abuso de poder, mientras se reclaman a la vez libertades y democracia, derechos humanos, extensión del sector privado, reformas, pluralismo, protagonismo de la sociedad civil, ampliación de la esfera pública, etc. 

Para algunos estudiosos, esta es la Cuba post-revolucionaria, post-soviética, post-Castro, etc. Para los que mantienen el cerco desde EE. UU. parece ser el mismo régimen de 1959 y 1962, pues su política se mantiene intacta.

De esta circunstancia no elegida, como no lo fue la de 1959-62, se derivan algunas otras consecuencias para la política cubana. Toda acción de relaciones exteriores, dictada por la lógica de escapar a ese cerco, que se asocie o busque alianzas con otros actores (digamos, Rusia, China, Irán…), está justificada. Su raison d’être no proviene principalmente del impulso ideológico revolucionario y el internacionalismo, sino de esa ecuación de seguridad nacional, que los familiarizados con la realpolitik pueden explicarse, y que nos acompaña desde los años 60, lo mismo que la hostilidad del Norte.

Hace menos de dos años, hice el experimento de poner una preguntica en mi muro de Facebook (26/11/2022): “¿Acercarnos a Rusia y China perjudica un cambio EEUU-Cuba? ¿O lo favorece?”. 

Aunque no tengo espacio para discutir los interesantes patrones emergentes entre las casi 80 respuestas, que invito al lector a revisar, listo algunas como botón de muestra. Los que decían que estas relaciones “no tenían nada que ver” [con EE. UU.], que “no había que esperar nada de EE. UU. de cualquier manera”, que comoquiera habíamos “sido la hierba aplastada por dos elefantes haciendo la guerra”, que “las desfavorece y perjudica”, que la propia pregunta es “una equivocación onírica academicista”, que “de cualquier manera el acercamiento nos beneficia, e igual el bloqueo seguirá”, que “la solución está en nuestras fuerzas productivas, no hay que buscar con quien relacionarnos”, que “aliarse con dos bestias negras para EE. UU. no puede favorecer las relaciones bilaterales”, etc. Una exigua minoría respondía que las podría favorecer. 

La cuestión no parece haber perdido sentido, si miramos detenidamente la marcha de las relaciones de Cuba con ambos países, en particular, la reciente visita de un grupo naval ruso, incluido un submarino nuclear (sin armas nucleares), en el mismo lapso que una patrullera canadiense (país miembro de la OTAN) y un submarino de ataque rápido de EE. UU. estuvieron fondeados en aguas cubanas. Entre La Habana y Guantánamo.

A pesar de la tirantez de las relaciones con Rusia, la declaración de EE. UU., en boca de un portavoz del Pentágono, parecía dirigida a apaciguar la alarma de algunos, allá y aquí. Traducida al lenguaje común, estaba diciendo algo como “tranquilos, this is business as usual, nada de qué preocuparse”.

Quiero terminar reiterando una idea que he apuntado antes: el diálogo entre los militares de ambos lados, desde los acuerdos migratorios, y la cooperación en asuntos de interés mutuo, mantenido a lo largo de casi tres décadas, ha representado el principal espacio de entendimiento entre ambos lados. La razón no radica en una lógica gremial, sino en los problemas compartidos, como se refleja en los acuerdos de seguridad que predominaron en la agenda durante el corto verano de Obama. Para que fuera así, naturalmente, ambos lados pusieron de su parte. 

Los militares de EE. UU. no han estado en el lobby que promueve aislar a Cuba, sino al contrario. Cuando han podido hacerlo públicamente, altos oficiales han reiterado que no es buena idea dejarle el espacio cubano a Rusia y China. Pero esas relaciones cubano-rusas no son objetadas ni aparecen como un obstáculo para cooperar con la isla. Si pensamos en esos intereses y los comparamos con los económicos, podemos comprobar que tienen un perfil mucho más alto y claro.

Cerrando con lo que algunos toman por “cháchara académica”, cito una tesis de Maestría en Estudios de Seguridad titulada “Cooperación de seguridad con Cuba: el impacto de la normalización en las relaciones de los Guardacostas con las fuerzas de Guardafronteras cubanas” (2021). Su autor es el comandante de Guardacostas Derek Cromwell, que durante los años de Obama fue oficial de enlace entre la Embajada de EE. UU. en La Habana y las FAR: 

Las relaciones de confianza se desarrollan gradualmente con el tiempo, y su fortaleza depende de una base de respeto mutuo. La relación de seguridad marítima entre la Guardia Costera y los Guardafronteras cubanos encarna esta premisa… [Esta relación es] un modelo para su uso con otros países, especialmente aquellos con diferencias políticas que de otro modo limitan el diálogo constructivo y la cooperación… Al revisar las secuelas del retroceso de la política entre Estados Unidos y Cuba por parte de la Administración Trump, específicamente los impactos en la relación de seguridad entre la Guardia Costera y los Guardafronteras cubanos, se puede reconocer que tal cambio de política no sirve a los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos. A pesar del tradicional enfoque de línea dura de Trump con respecto a Cuba, ninguno de los 22 acuerdos bilaterales firmados derivados de la normalización fue anulado. La Administración Biden debería aprovechar esta oportunidad para renovar la cooperación bilateral en materia de seguridad en áreas de interés mutuo, incluida la relación de larga data de la Guardia Costera con los Guardafronteras cubanos.

¿Pueden las estrellas de Defensa y Seguridad Nacional de ambos lados alinearse para reactivar los acuerdos pendientes de interés común? ¿Los que influyeron para quitar a Cuba de la lista de “países que no cooperan plenamente con el terrorismo” podrán sacarla del grupo “patrocinadores del terrorismo”? ¿Es que la triangulación de las relaciones Cuba-EE. UU. con América Latina, Europa, Rusia, China, puede catalizar las primeras?

Como se demostró hace diez años, la decisión no radica en Florida ni en el Congreso, sino en la Casa Blanca.

Veremos.

Salir de la versión móvil