He aprendido a leer y escribir

Foto: Miguel Ángel Romero

Foto: Miguel Ángel Romero

En realidad no sabía qué significaba todo aquello. El uniforme, la boina, el farol, que a él le pareció tan grande como el mismo sol. Ella, en cambio, era la misma hermana de siempre, pero ahora bajo una indumentaria muy distinta a las ropas de domingo para ir a la iglesia.

Los días anteriores a esta imagen habían sido de guerra casi total en la casa. Ella empeñada en irse a enseñar a leer y a escribir, no sabía a quién ni sabía dónde, mientras que su madre intentaba demostrar cuánto trabajo pasaría y el padre recitaba una y otra vez los peligros tremendos de aquel mundo distinto y lejano.

Luego él la vio regresar. Era la misma pero más flaca, con muchos collares de semillas raras que le colgaban del cuello donde también continuaba enredada la cadena, con su crucifijo y la Virgen de la Caridad. Venía con una libreta gruesa llena de palabras de agradecimiento y cariño, escritas en letras grandes. Venía con los mismos ojos, con otra luz.

Ni la hermana ni él comprendieron lo que había pasado ese año. No supieron ambos, sino hasta mucho después, el significado trascendental de aquellos meses de separación, ni la verdadera grandeza de aquellas letras, ni el tremendo reto que fue vencer al analfabetismo.

Tampoco supieron entonces cuán innovador había sido, no la idea de enseñar a leer a más de un millón de personas en apenas un año, sino la forma de conseguirlo, con el apoyo masivo de miles de cubanos, jóvenes o no tanto, de clase media o baja. Menos aún se dieron cuenta de que habían sido testigos y protagonistas del hecho cultural más importante de Cuba y de América Latina en muchos años.

El conocimiento es como la luz, ocupa y llena todo los lugares y los hace más grandes. Saber leer se convierte en querer leer y después en querer seguir aprendiendo. Hoy es, además, un derecho. Aquel esfuerzo devino también en ventaja competitiva del país de hoy, muy fácil de decir ahora, muy difícil de imaginar en aquel momento.

A diferencia de la luz, el conocimiento necesita de acciones concretas de los seres humanos y de los gobiernos de los países para llegar a todos. Para nosotros los cubanos, a partir de inicios de los sesenta, el conocimiento se hizo tan natural como la luz. No nos preguntamos nunca de dónde vino, apenas nos damos cuenta de cuánto bienestar nos provee. Muchos, especialmente los que no tuvieron la suerte de asistir a aquella epopeya, lo entienden casi como una herencia “genética”.

Para finales de los años 50 del siglo pasado, sin embargo, la escolaridad promedio en Cuba no rebasaba el tercer grado. En la década de 1980 era ya de nueve grados y hoy en el 2015, sobrepasa los 10 grados.

Los economistas casi siempre tenemos la atrofia profesional de querer cuantificarlo todo. Incluso se han diseñado modelos econométricos que “casi” logran medir el impacto de la educación en el PIB, para poner en su justo sitio este factor de la producción. Pero lo que no logramos, ni los economistas, ni los sociólogos, ni cualquier otro profesional, es medir el impacto que tiene sobre la felicidad de un individuo saber leer. Alfabetizar a tantos centenares de miles de personas no fue una “política” para hacer crecer el PIB, sino un acto para hacer crecer a los individuos.

Lograr que la educación sea “tan natural” como la luz del sol, cuesta. A mediados de los cincuenta del siglo pasado el gasto anual per cápita del gobierno en educación apenas alcanzaba los 11 pesos, mientras que en los ochenta alcanzó los 164 y ahora anda por los más de 700 pesos.

A la idea muy revolucionaria de aquellos tiempos de que no existiera un cubano sin saber leer y escribir, para que fueran mejores personas, para que se sintieran prósperos y no miserables, le siguieron otras muchas que hicieron del conocimiento un recurso económico.

El reto más grande hoy, que ya el acceso al conocimiento es un derecho, está, a mi juicio, en hacer que la ventaja competitiva de tener una población altamente instruida se convierta en realidad. Radica en convertir ese conocimiento en una fuerza productiva efectiva; en lograr que sus poseedores, que son todos los cubanos, puedan sacarle todo el provecho posible, primero para el bien común y luego para beneficio propio.

El conocimiento cuesta, aunque todos accedemos a él en Cuba sin pagar nada de forma directa (lo hacemos, sí, de forma indirecta). Y para justipreciar su valor habría que enfocarlo también en construir valores acordes a la idea de prosperidad reinante.

Es difícil, porque el conocimiento es un ser vivo, que necesita “ser alimentado”. Mientras más conocimiento hay, más y mejor es el alimento que necesita.

A inicios de los años 60 del siglo XX necesitábamos muchos maestros de primaria (formados a galope en las escuelas Makarenko). Luego necesitamos muchos de secundaria y preuniversitario, y más tarde muchos profesores universitarios, a medida que aquellos niños llegaron a las universidades, multiplicadas por más de veinte en muy pocos años. La crisis de los 90 nos ha golpeado muy duro.

Hoy los países que tienen altos niveles de graduados universitarios y científicos por habitante, gastan una proporción significativa de su presupuesto en Investigación y Desarrollo. En algunos casos alcanza entre el 2,5 y el 3,5 por ciento de su presupuesto, mientras Cuba con una escolaridad parecida (medida en años promedio) solo puede invertir alrededor del 0,5 por ciento de su presupuesto.

Nos tomó dos décadas pasar de una escolaridad de poco más de dos grados a otra de nueve grados, pero el esfuerzo para subir dos grados más de escolaridad nos ha tomado casi otras dos décadas. Es así el esfuerzo.

La dotación de conocimiento que tenemos hoy, nuestra tan mencionada ventaja competitiva, es también uno de los mayores retos que tiene el modelo cubano, pues si alimentar el conocimiento cuesta –y mucho–, más cuesta conservarlo y reproducirlo.

Aquella meta grande –quizás inalcanzable para algunos– de alfabetizar a centenares de miles de cubanos en un tiempo récord, se transformó en esta otra meta –también grande, también inalcanzable para los escépticos– que es hacer que ese conocimiento se transforme en una fuerza productiva decisiva para la economía de nuestro país.

***

Subió los escalones del hospital donde siempre había trabajado. Delante del cuadro vio al niño llorando porque no lo dejaban poner su nombre en el libro. Tendría la misma edad de los nietos de su hermana, no más de 5 años.  Le explicaron una y otra vez que era para los mayores, pero el niño, que aún estaba muy lejos de entender la trascendencia del momento, quería poner su nombre y demostrar que el también, como su mamá, sabía leer y escribir.

 

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