Conversación con el espejo

“Así, el hombre maduro atacado del mal de soledad constituye
en épocas fecundas una anomalía. La frecuencia con que ahora se
encuentra a esta clase de solitarios indica la gravedad de nuestros
males. En la época del trabajo en común, de los cantos en común, de
los placeres en común, el hombre está más solo que nunca. El hombre
moderno no se entrega a nada de lo que hace. Siempre una parte de sí,
la más profunda, permanece intacta y alerta”.
Octavio Paz. El laberinto de la soledad.

Cuando por una descompensación de los astros, un desequilibrio en los contrafuertes del Universo caes en ese mar transparente y arisco que es la soledad solo puedes hacer una cosa. Llenarte los pulmones de aire y sal y disponerte a flotar de espaldas mirando fijo al techo del mundo hasta que alguna gaviota, compadecida, venga a sacarte los ojos o hasta que por fin encuentres tu estúpido rostro dibujado en alguna nube igualmente abandonada por el rebaño. Solo entonces tendrás el valor para sumergirte en tu interior y convertirte de una vez por todas en un solitario verdadero. Solo así, gracias a esa inmersión desesperada, tendrás la oportunidad de rebasarte a ti mismo y naufragar en una playa que dejará de estar desierta con tu llegada y que –y esta es la buena noticia- se irá poblando poco a poco con el resto de la humanidad.

Es obvio que te dices eso porque has estado leyendo en estos días, con un monstruoso retraso de unos 60 años, El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. Ya sabías por Borges o porque es inevitable saberlo que todo laberinto es un laberinto de espejos y que una pared es el reflejo de otra y que la oscuridad es una transparencia sin fondo que se mira en sí misma, y por eso puedes comprender a Paz cuando dice que el borde último de la existencia humana es la soledad y que cada utopía no es más que la proyección futura del paraíso hundido para siempre en un pasado mítico. Que toda revolución, digámoslo de una buena vez, está hecha de una nostalgia que intentamos racionalizar para volverla habitable. Y que en medio de la fragilidad de la vida solo atinamos a quebrar y diluir las cosas, cuando lo único que de veras deseamos romper es la soledad para retornar al fin a esa comunión universal que conocimos en el vientre materno o en el limbo de la ideas platónicas.

Quizá. Pero después de todo no te importan demasiado esas sutilezas. Te interesan los antídotos, los remedios caseros para la soledad. Te interesa el hilo de Ariadna y el naufragio. Sabes que nadie es un náufrago hasta que en medio del mar lo avistan desde algún barco y lo rescatan o hasta que recala en una isla ignota y después regresa a la civilización para contarlo; en casos diferentes, ese hombre solo será un muerto o ese hombre nunca existió. Quieres ser un náufrago. Puedes hablar de un hombre y puedes hablar de un país entero. Este país, por ejemplo, necesita naufragar para encontrarse consigo mismo. Naufragar no es hundirse definitivamente, sino coger un buche insospechado de agua salada que lo haga a uno toser hasta largar su mal. El naufragio puede ser una purga y una purificación.

Recuerda no hablar del país o hablar del país solo en clave, o decirle solo país y no decirle Juana o Cuba o algo así, porque la gente aquí es pudorosa. Tú lo eres, no cobarde, pudoroso, no te gusta mirarte en el espejo -como haces ahora, no sabes por qué- para no tropezar con la mirada de esos ojos y no verte los surcos en el rostro y la barba rala. No te gusta ver que estás solo, cada vez más. A los demás aquí tampoco les gusta, o no están acostumbrados. O les han dicho que no es conveniente  estar hurgándose en las entrañas. Si estás solo, dicen, lo mejor será que, ya de plano, tampoco te encuentres contigo mismo. Recuerda a ese Guardián de la Fe que aseguró esta semana en aquella reunión que todo era perfectible pero que sin dudas avanzábamos…, como si tú no supieras lo que es la inercia…

…Como si no supieras, por tanto, que avanzar puede no significar nada o puede significar, en ciertos casos, extraviarse en el centro de la soledad. Hay desiertos de sal por los que uno puede andar eternamente. La abuela de alguien puede avanzar ahora a través de sus ochenta años y del pasillo de la casa de toda su vida con un tumor encajado en la ingle.

A veces tienes mucho humo de tren en tu imaginación –por eso ahora no puedes verte bien ante el espejo- y piensas que esos trenes que avanzan en tu cabeza están cargados de judíos que van hacia la muerte, hacia una soledad inextinguible. A veces esos judíos tienen el rostro de tus amigos, pero ellos no van hacia la muerte, sino hacia la vida. Tú te quedas aquí. La soledad es eso. Creer que el resto avanza hacia la vida mientras tú te quedas al pairo. Creer eso, aunque ellos, tus amigos y tus ex amantes de Miami y Madrid, y tu novia del DF, estén convencidos a su vez, íntimamente, de que ellos de algún modo están muertos también.

Sucede que la trampa de la soledad es infalible. No puedes escapar, estás programado para la soledad. Solo puedes, con suerte, ir mañana en la noche a un club de esta ciudad y abrazar a ese bróder, ese semifantasma de la Universidad que se fue hace un año y que ayer te dijeron estaba aquí, casi de incógnito, de regreso por un rato. Escucharlo decir: Man, los extrañé, me voy el viernes próximo, a seguir luchando… Allí estarán también otros camaradas que en estos últimos años no han crecido un centímetro, pero cuya soledad se habrá ensanchado en cientos o miles de acres gracias a los aviones que partieron o a las ilusiones que se les van espantando con el ruido de esta realidad. Debes ir sin falta porque te acercas a tus 27 y eso es preocupante.

Descuida, no eres estrella de rock. Irás porque la fiesta, bailar horriblemente con Van Van, beber una cerveza tras otra, es lo que le queda al solitario que no sabe hacer la revolución o fundar una fe.

Quedan también la poesía y el amor, según Paz.

Lo sabes. Pero ya en alguna ocasión pretendiste hacer el amor con una mujer a la que un par de años antes le habías regalado un poema y al final del encuentro, o desde el principio, no quisiste o no supiste querer y solo fingiste que querías hacerle el amor y ella lo notó y te dijo que no. O tal vez fue que ella tampoco quería desde siempre. Eso no lo sabes. La cosa es que descubriste que aquellos versos eran falsos o que los versos que fueron auténticos un día pueden comenzar, en algún punto del camino, a ser mentira. No hay versos infalibles. La poesía también puede marcharse a otra parte y dejarlos inermes, vacíos, rotos, como esqueletos de nadie.

Eso te dejó flotando, una vez más, en medio de la soledad.

No es casual que la soledad sea para ti un océano; vives en una isla que, dicen, se repite hasta el infinito. La isla es un laberinto de agua y coral, habitado, entre otras especies, por peces sonámbulos como tú. Los peces son asexuales, por eso dejaste escapar a aquella mujer.

Cuál. También hay una muchacha que amuebla ahora mismo un apartamento microscópico en una ciudad copiosa y lejana. Esa muchacha ahuyenta la soledad con un gato callejero que debió bañar tres veces antes de liberarlo del smog. En las noches tú sueñas que eres ese animal.

De todas maneras no hay nada más grave que las simétricas excoriaciones que deja la soledad cuando ataca no lo excepcional o los privilegios de la vida (los amigos, el amor, la poesía, that kernel de las revoluciones…), que de alguna manera son indestructibles, sino cuando se ensaña con la tarea nuestra de cada día, con el oficio, digamos: no con la misa (que es la salvación) o el bautizo (que es el nacimiento), sino con la caridad (que es una prórroga y un remedio diarios).

Tú escribes y escribes y evitas leerte. A Sísifo no le importa tanto hacer el mismo camino una y otra vez, por más que la ladera sea empinada, lo que no soporta es saber que está solo con su roca, con su peso. Por eso tú desvías la mirada y lees a los otros y ves las marcas en sus espaldas y en sus manos. Y un día viene el Flaco -todos le dicen así, pero tú sospechas que el Flaco es un tipo más bien gordo- y te dice que tiene el cerebro dividido y que una cosa escribe pensando con una mitad de su cabeza y que otra cosa deja de escribir y la guarda bien en la otra para sacarla cuando ustedes por fin se encuentren y se den unos tragos. A ti te dan lástima ambas parcelas del cerebro del Flaco, tan apartadas entre sí, tan solitarias, y te prometes íntimamente que no permitirás a nadie hacerte un electroencefalograma.

Otro socio te dice: ¿finge? Menos mal. Y tú aseguras que sí, que tu amigo finge. Y de ese modo es como si pertenecieran, ellos dos y tú, a una misma cofradía de enmascarados. Sin embargo, llegado este punto en que sabes que los demás simulan una y otra vez te sorprende de pronto la duda acerca de cuándo, efectivamente, lo hacen y cuándo no. Y para eso muchas veces no tienes respuesta. Solo puedes, con suerte, dar cuenta de ti mismo, mientras la ciudad se deshace en un vertiginoso páramo de soledad.

Lees a Abel, que escribe artículos desde otra costa. Y te dices, y le dices a quien te escuche: al menos así sabemos algo de su vida. Ocurre que presientes que poco a poco lo irás entendiendo menos. Te corroe la certeza de que pasado un tiempo solo entenderás harapos de las banderas que él pondrá al viento.

Esto no es nada dramático. Le ocurre a la gente todo el tiempo. Todo esto de que hablas: la emigración, el desarraigo, la orfandad, la aridez del espíritu, la muerte de los dioses, el fin de las buenas historias. Solo hay drama, y hasta tragedia, en tu mente. Solo cuando te preguntas qué tan mal debe andar el orden de las cosas para que Abel (un Abel en toda regla) elija irse el primero y no dejarse matar aquí por sus hermanos.

Allá va Caín, el otro Caín, no tú, sino Caín el Flaco, y en medio de una borrachera tremebunda, en una playa casi inexistente –ni siquiera lo suficientemente contaminada y llena de piedras- se pone a gritar el nombre de Abel mientras le da manotazos al esqueleto rojo de un viejo barco encallado. Abel, lejos, junto a un rascacielos, no lo escucha. Lo escuchas tú y lo escucha otro amigo entrañable que pronto hará carrera en el servicio exterior. Tú piensas, metido hasta el cuello en tu propia soledad, que Caín el Flaco golpea un barco inmóvil y partido en dos como si se golpeara las sienes y que Caín el Flaco, casualmente, trabaja en un lugar con nombre de barco. El amigo funcionario escoge pensar otra cosa: piensa que es verdad que está buena la cerveza dispensada que venden en la bonita ciudad de Cienfuegos.

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