Jaime Ortega: cambiar las circunstancias

Sabía lo que era: un sacerdote católico. Vivió desde esa condición persistente, y disfrutaba cada una de sus pequeñas victorias, que, acumuladas, se hacían grandes.

Foto: Alejandro Ernesto.

Treinta y seis era su número como recluta en la UMAP. Allí pasó ocho meses Jaime Ortega, después de regresar de sus estudios teológicos en Montreal, e iniciar su vida de sacerdote en Matanzas, su patria chica. De aquella injusticia, responsabilidad del gobierno revolucionario, rechazó salir con resentimiento y odio. Jaime Ortega resurgió reafirmado en su fe y decisión de servir a la reconciliación de los cubanos.

Entre las múltiples anécdotas que me repitió en su oficina recuerdo una muy especial. Jaime contaba cómo en la UMAP había construido amistades con los otros reclutas, ayudándolos a comunicarse con su familia, dando apoyo espiritual a los que podía, algo que le permitió entender su destino allí como misión divina. Siempre enfatizó el papel que la voluntad individual y el temperamento juegan para definir las circunstancias. Una cosa es lo que el contexto impone y otra es cómo cada uno lo procesa, si decide no dejar de ser quien es.

En la UMAP y después, Jaime Ortega fue lo que decidió ser desde que tenía diecinueve años: sacerdote. “Yo soy yo y mi circunstancia” –le gustaba repetir la célebre frase de Ortega y Gasset, para luego aclararla–, no implicó nunca para el futuro cardenal cubano el determinismo de ser solo circunstancia. Claro que el cubano entendía la importancia del contexto, pero subrayaba la voluntad humana del ser según su conocimiento y sentido moral. Ortega, el sacerdote, leía y entendía al filósofo español. “Yo soy yo y mi circunstancia” –y agregaba: “Y si no la salvo a ella, no me salvo yo”.

Meses después de llegar a la UMAP, el político de la unidad militar, del que Jaime decía no importar el nombre, se molestó al notar que sus compañeros lo llamaban “padre” y ordenó que lo llamaran por el nombre o simplemente “treinta y seis”, su número. El resultado de aquel choque fue una lección. Jaime había plantado su cosecha dentro su pueblo, sus compañeros, y ellos siguieron llamándole como se llama a los curas, “padre”. Los oficiales lo supieron, pero entendieron que, bajo sus narices, sin ánimo de bronca, el “padre” había creado un nudo natural entre esos hombres. Costaba menos aceptarlo que dar la batalla en contra.

Foto: Alejandro Ernesto.

Hablando de nuestras respectivas religiones, en las que apoyaba los esfuerzos de diálogo inter religioso lanzados hacia el judaísmo por su admirado Juan Pablo II, el cardenal Ortega resaltaba que “una de las fuerzas mayores del bien frente al error es la constancia”. Desde esa perspectiva se entiende su ascenso en la Iglesia Católica y su prominente rol en la sociedad cubana y en las relaciones Iglesia-Estado por décadas.

Jaime Ortega sabía lo que era: un sacerdote católico. Vivió desde esa condición persistente, y disfrutaba cada una de sus pequeñas victorias, que, acumuladas, se hacían grandes. No en balde su consigna obispal sería luego “Con mi gracia te basta”, tomada de la segunda carta de San Pablo a los corintios. Más que preocuparse por marcar puntos retóricos, cambiaba circunstancias.

Fueron duras las condiciones de las comunidades religiosas cubanas en las que comenzó Ortega su sacerdocio y ascenso en la jerarquía católica. Los líderes católicos cubanos en torno al cardenal Arteaga, siguiendo el dictado de parte de su feligresía, y las visiones de sus principales soportes económicos, políticos e intelectuales chocaron con una revolución popular y auténtica a inicios de los 60. De ese conflicto, ellos y la institución salieron mal parados.

Foto: Alejandro Ernesto.

Para 1964, cuando Ortega regresa a Cuba, el conflicto de la Iglesia con la Revolución había puesto a la primera en una situación precaria. Gran parte de los mayores apoyos económicos de la actividad eclesiástica y social de la Iglesia habían emigrado mientras los templos eran identificados como espacios contrarrevolucionarios, con la red educacional católica desmantelada ante la nacionalización de sus escuelas. El ateísmo -mal llamado científico- era política de Estado, mientras la religión se consideraba “el opio de los pueblos” y un “remanente de la vieja sociedad destinado a desaparecer”.

Después de tocar ese fondo, con la ventaja que dio la renovación del Concilio Vaticano II, comprometiéndose a ser la Iglesia (comunidad, asamblea, lugar de oración) del pueblo que permaneció en la isla, una nueva hornada de líderes católicos inició la remontada. (A propósito, de distinta manera pero con importantes similitudes, ese proceso de adaptación, acomodo, y enraizamiento nacional ocurrió en otras comunidades religiosas como el protestantismo histórico y la comunidad judía). Se trató de una resistencia no heroica, desde las nuevas realidades del país. Ortega y otros, nucleados en torno a diferentes obispos a lo largo de la isla, recuperaron gradualmente los espacios, sin demandar nada que ya no hubiesen alcanzado dentro de la sociedad.

La labor sacerdotal de Jaime Ortega en esos años decisivos para la Iglesia plantó la visión y la metodología gradualista de la que emergería su liderazgo a nivel nacional e internacional. Sirvió en Matanzas, cubriendo varios territorios de la ciudad y aledaños; en Pinar del Río, ascendido a obispo, donde estuvo durante la difícil coyuntura de la emigración de Mariel y el acoso de los actos de repudio que la acompañaron-, y en La Habana, donde actuó como presidente de la Conferencia de Obispos y fue ascendido a cardenal.

Foto: Alejandro Ernesto.

El milagro de recuperar el espacio de la religión en la sociedad cubana no fue tema de un día, sino trabajo largo, persistentemente organizado y exhibiendo una conciencia admirable de la importancia del tiempo y la secuencia en lo político.

Primero, dentro de los templos, se puso orden, evitando la politización de la actividad religiosa, actuando como espacio de convergencia en la fe de los cubanos, cualesquiera fueran sus diferencias políticas, sin exclusiones. Luego en el terreno social, la Iglesia procuró dar esperanza y espacio legítimo de piedad y diálogo, como remanso de paz ante el desbordamiento de lo partidista propio de la movilización totalitaria y sus oposiciones. En paralelo, salieron nuevas publicaciones, se reconstruyeron las nuevas redes de bibliotecas y educacionales. la labor de la Iglesia en la medida en la que la sociedad abría nuevas dinamicas y la capacidad institucional lo permitía. En lo internacional, hubo un trabajo en tándem con la diplomacia vaticana que tuvo en el nuncio Cezare Zachi, un canal de promoción de acercamientos entre los obispos y el gobierno, particularmente la figura primordial que fue Fidel Castro en la política cubana. De allí salieron diálogos sinceros con importantes críticas pero también declaraciones claras de los obispos y llamados a sus homólogos en EE.UU. en contra de la política hostil del gobierno norteamericano contra Cuba.

Foto: Alejandro Ernesto.

Para principios de los años 80’s ya el ateísmo, un rasgo de la política totalitaria cubana estaba en retirada. Las bodas y bautizos religiosos, así como la asistencia a los templos alcanzaba los niveles de 1964-65, en franca señal de recuperación. Con una especie de judo político, pulsando con el gobierno revolucionario en su propio terreno y desde su mayor fuerza, el nacionalismo, las comunidades religiosas, en primer lugar la Iglesia Católica bajo líderes como Ortega (no actuaba solo sino en consonancia con otros que lo acompañaron), habilitó no solo su propia recuperación sino una nueva dinámica en la relación Iglesia-sociedad civil-Estado.

Para 1986, bajo el obispado de Ortega en La Habana, llegó el momento programático del Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC). En este importante cónclave, la Iglesia Católica en la isla asentó su doctrina social en bases programáticas auténticamente cubanas, poniendo al padre Félix Varela, con su metodología compasiva, conciliadora y gradualista; y a José Martí, el más grande patriota cubano, al centro de una proyección que combina su natural visión cosmopolita con el compromiso nacionalista con Cuba.

Foto: Alejandro Ernesto.

Esa proyección fue decisiva como guía ante los cambios de posición del gobierno cubano. Este, ante la desinhibición religiosa y el tacto con el que las comunidades religiosas habían derrotado al ateísmo, para 1992, acomodó sus políticas abandonando la que era entonces una postura indefendible como Estado. Algunos analistas afirman que en el ENEC de 1986, la Iglesia Católica bajo el liderazgo de Ortega empujó una puerta abierta por Fidel Castro a partir de sus conversaciones con Frei Betto, lo que es parcialmente cierto. Sin embargo, esa explicación obvia que la reanimación de las comunidades religiosas estaba tocando a la puerta del Estado, y hubiese sido irracional para el gobierno no tenerla en cuenta.

Desde 1992 se inició una nueva etapa en el liderazgo de Ortega en la iglesia católica cubana y el país. El cambio constitucional reforzó la desinhibición religiosa y el retorno a los templos, acelerado por las difíciles condiciones de crisis que vivió Cuba en los años 90. Elevado a la posición cardenalicia, Ortega sería clave en la histórica visita de Juan Pablo II a Cuba en 1998 y la implementación de un amplio programa antes, durante y después del viaje papal. Sería el primero de tres viajes papales, con una inusitada continuidad de propósitos. Luego Benedicto XVI y Francisco visitarían Cuba, en una llamativa atención al país a partir de la divisa: “Que Cuba se abra al mundo. Que el mundo se abra a Cuba”. Institucionalmente, la gestión de Ortega dejaría a la iglesia mucho mejor equipada desde los puntos de vista doctrinario, institucional, educacional y de presencia social que al inicio de su principado.

Foto: Alejandro Ernesto.

Un área donde la gestión de Ortega figuró en los primeros planos fue el internacional donde sus gestiones de buenos oficios acompañaron a la diplomacia vaticana en el entendido de propiciar las aperturas y reformas cubanas en términos soberanos a partir de la creación de un ambiente internacional más amigable al país. La sotana de Ortega proporcionó un manto imprescindible a la liberación en 2010 de los opositores arrestados en la primavera de 2003 y condenados a largas penas de cárcel en juicios cuestionados por importantes factores de la comunidad internacional. Los buenos oficios de Ortega y los obispos, para entonces respaldados por el gobierno español de Zapatero, destrabaron un nudo para las relaciones entre Cuba y Europa que las intransigencias reforzadas en La Habana y el viejo continente, inflamadas por visiones radicales opositoras en EE.UU. solo habían agravado.

Ortega sabía que los aguafiestas, contrarios a la reconciliación no se lo perdonarían. Ofensivo fue el acto que en 2005 montaron contra el cardenal Ortega en el aeropuerto de Miami los adversarios allí de sus enfoques. Esos sectores dirigieron contra él y los Papas que visitaron la isla, insultos que hasta entonces sólo habían reservado para Fidel Castro. Curiosamente, Jaime nunca viajó de nuevo a través del aeropuerto de Miami, pero encontró la mejor forma de convencerlos de su error, mejorando las relaciones con la Iglesia Católica en la Florida, recibiendo a múltiples primeros mandatarios de Europa, América Latina y Canadá, reforzando la percepción internacional de Cuba como “país en cambio” que socavaba las políticas de hostilidad y aislamiento.

Foto: Alejandro Ernesto.

Como reveló en su libro Encuentro, diálogo y acuerdo. El papa Francisco, Cuba y Estados Unidos (San Pablo, 2017), Ortega jugaría un papel complementario pero de gran nivel en el proceso de acercamiento entre Cuba y EE.UU. que llevó a los acuerdos del 17 de diciembre de 2014 entre los presidentes Barack Obama y Raúl Castro. Ya en otra ocasión, Ortega había tenido encuentros en plena campaña electoral de 2012 con los dos aspirantes católicos a la presidencia por el partido republicano Newt Gingrich y Rick Santorum para favorecer un enfoque bipartidista a favor del intercambio e informar a esos políticos sobre la situación en la isla.

Después de la reelección de Obama, y de común acuerdo con el Papa Francisco, Ortega escribió el borrador de la carta papal dirigida a los mandatarios de Cuba y EE.UU., y con la aprobación del Vaticano, visitó al Presidente cubano, por entonces de descanso en Cayo Saetía, y a la Casa Blanca, con el pretexto de una presentación en la Universidad de Georgetown. Los dos presidentes que se encontraban negociando de forma secreta sabían entonces que tenían un importante respaldo, y que sus oponentes tendrían que topar con la Iglesia.

De aquella gestión salió el acuerdo del 17 de diciembre de 2014. Ante pedidos de personalidades estadounidenses y de otros países, que abogaron por declaraciones unilaterales sobre el tema del sub-contratista Alan Gross, Ortega explicó con paciencia, que su papel era generar un ambiente propicio a soluciones reconciliadoras, no hacer declaraciones, respondiendo a presiones unilaterales. Cuando incluso académicos, artistas e intelectuales afines o insertados en instituciones del gobierno cubano viajaban a EE.UU., y bajaban el perfil del tema de los cinco cubanos en prisión en EE.UU. bajo acusaciones de espionaje, Ortega llamó a mirar el tema con apertura, reciprocidad y piedad hacia Gross y hacia los cinco. Sobre esas bases se llegó a una solución, que destrabó mucho más que gestos humanitarios recíprocos, se restablecieron relaciones diplomáticas entre Cuba y EE.UU.

Foto: Alejandro Ernesto.

No se podría terminar un obituario sobre el Cardenal Ortega sin referirse a lo que fue el movimiento más importante de la Iglesia desde el punto de vista de su doctrina social en Cuba: el rescate del legado de Félix Varela. La Iglesia, más que ninguna otra institución, se lanzó a rescatar al que nos enseñó primero en pensar y pensar en cubano: su independentismo, su proto-social cristianismo, y su condición de precursor del pensamiento martiano. Si el gran mérito intelectual de ese rescate corresponde a Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, el institucional tiene en Ortega a su mayor artífice. En esta hora de estructurar nuevos sistemas económicos y pensar que ordenamientos constitucionales y políticos, Ortega no se cansó de recordar en el 150 aniversario de su natalicio, la alerta vareliana a las nuevas generaciones: “No hay patria sin virtud, ni virtud con impiedad”. Promover una patria virtuosa con piedad, salvándose él y sus circunstancias, es su legado.

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