Croupiers del vicio

He descubierto con horror otra prueba irrefutable de mi galopante avance a la vejez: no es una cana, una arruga, un nuevo resabio, no… Me inquieta que ya no salgo de casa sin un pomito ambarino de negra tapa, que antaño portaba Alusil y ahora carga… café.

Así es, me he convertido en uno de esos viciosos que repostan su oscuro combustible en cafeterías y timbiriches, con la diferencia que yo cuelo mi café en casa, al amanecer, y luego lo suavizo con leche: un cafetero empedernido como yo debe cuidarse de una gastritis, aunque el hecho de no ser fumador es, además de una rareza, un atenuante.

Y debería odiar al café, sobre todo porque me soné dos diciembres recogiéndolo en el Escambray, cagándome de frío y nostalgia. Rara vez, por no decir nunca, cumplí esas normas de dos latas, tres latas diarias. Andaba con mi cesta en la cintura, ordeñando gajos sin discriminar granos verdes, pintones o maduros, demorándome un siglo en cada mata, desafiando los nidos de santanicas y jugándome una dermatitis entre tanto guao y chichicate, huyéndole a los guías para majasear olímpicamente en algún viejo tronco.

Como sea, lo mejor de aquellos amaneceres gélidos era ir al fondo del comedor, y esperar junto al fogón de leña la primera colada de un café aguachento pero caliente. Yo reservaba un poco en mi viejo jarro de esmalte blanco tibor, para mezclarlo con cerelac y entonarme el estómago, imaginándome que desayunaba mi sacrosanto café con leche.

En Cuba hay quien no puede comenzar el día sin su buchito de café. Nótese que digo buche y no trago, aunque puede aceptarse sorbo. Aquí el café no se bebe, se toma. Para muchos es una medicina, y les duele la cabeza si no se suenan un cafetazo, y los ves con la nariz alzada, olfateando, detectando el inconfundible aroma del café recién colado, aunque sea en una media y sin chícharo.

El origen del café es intrigante. Al parecer lo descubrió un tal Kaldi, un pastor de Abisinia cuyas cabras no dormían cuando se comían los racimos de una roja frutilla. Se dice que café viene de “qahwat”, un término árabe que significa mejor bebida. Para mí, la etimología y la procedencia es lo de menos. Lo que verdaderamente quisiera saber es a quién y por qué se le ocurrió no hacer una infusión con las hojas, al estilo del té, no… sino coger el grano maduro, despulparlo, tostarlo, molerlo y en vez de mezclar el polvo con agua, “colarlo”… Eso, me perdonan los ateos, tuvo que haber sido una epifanía, o una casualidad descomunal, reveladora, milagrosa…

El café a la cubana es famoso y temido, sobre todo por quienes están acostumbrado al adulterado café americano, aguachirri pura, si me preguntan… En el mundo hay mil maneras distintas de tomarlo, variedades más menos amargas, maridajes que van desde la clásica leche hasta el insólito huevo. Igual pasa con los precios. Puede tomárselo a peso en la esquina, o pagar 900 euros por un kilogramo de Kopi Luwak, el café más caro del mundo, producido en Indonesia a partir del grano que caga –leyó bien, que caga- un pequeño mamífero llamado civeta. También se dice que el guano (la caca del murciélago) es un gran fertilizante para los cafetos. ¡Puagh…!

Para echarse una café de mierda, aquí sobran los lugares. Ha sido una interesante evolución desde la cafetería de 7ma Categoría hasta los nuevos templos cafeteros, donde unos croupriers del vicio reparten las tazas como naipes, puro fordismo que no pierde su tiempo en tonterías como, por ejemplo, limpiar bien el embudo de la cafetera eléctrica, revestido por una costra carmelita de mil y una coladas. A un costado de la taza te ponen una azucarera para endulzar el brebaje a tu gusto. Y si le gusta amargo no se preocupe: con mirarle la cara a los dependientes basta…

Salir de la versión móvil