Atilio Jorge Caballero y “la cifra de la emoción extraordinaria”

“Mi cotidianidad se exalta cada día cuando despierto junto a mis hijos, cuando los llevo al mar, cuando abro y me encuentro en la puerta de mi casa a un amigo o una amiga que quiero mucho”.

Atilio Jorge Caballero. Foto: cortesía del autor.

Atilio Jorge Caballero (Cienfuegos, 1959) es el director artístico y general del Teatro de la Fortaleza, colectivo radicado en el complejo habitacional de lo que sería la Central Electronuclear de Juraguá, empeño frustrado que en su momento llegó a calificarse como “la obra del siglo”. Es, además, poeta, traductor y narrador.

Posee un máster en Dirección Escénica por el Instituto Superior de Arte (ISA) y es graduado del Taller de Alta Especialización “Escritura y metodología del trabajo del guionista”, por la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños. Como docente, conferencista y director teatral, ha trabajado en Italia, Brasil, Colombia, España, Nicaragua y Cuba.

Algunos de sus títulos más destacados son: La suela del zapato (Poesía, La Habana, 1987); Las canciones recuerdan lo mismo (Narrativa, La Habana, 1989); La última playa (Premio de novela Cirilo Villaverde, La Habana, 1999); La máquina de Bukowski (Novela, La Habana, 2007), Rosso lombardo (Premio de Narrativa Alejo Carpentier 2013); El olor del césped recién cortado (Poesía, Matanzas, 2019); y La maleta de B (Cuento, Premio Alejo Carpentier 2020).

 

Tu primer libro publicado es el poemario La suela del zapato, de 1987. Luego, sin abandonar el género, comienzas a darte a conocer como narrador, dramaturgo y traductor literario. ¿Fue la poesía la puerta de acceso para la literatura?

En el inicio, como casi todos, uno comienza escribiendo “poesía”, aunque no se sepa bien qué significa realmente eso (la poesía). Es decir, creemos que es así sencillamente porque esa escritura iniciática, por un lado, la estructuramos de forma versificada. Y a la vez por el concepto romántico heredado de que toda escritura “poética” refleja una emoción determinada. Y esas “ráfagas” de expresión muy personales, íntimas, confesionales casi, se van agrupando ahí, a un lado, protegidas de cualquier mirada. Crean un sedimento. Vedado, de momento, para los otros. Hasta que un día uno decide compartirlo con alguien, y descubre, e intuye, con un poco de vanidad, que eso puede ser apreciable por/para otros. Y no para hasta poder compartirlas, publicación mediante. Digamos que ese inicio fue una mezcla de necesidad y placer. La seducción por hacerlo. “El placer denso y profundo de escribir”, diría Stendhal.

¿Podrías señalar una genealogía poética, de dónde partiste, cuáles paradigmas asimilaste, que lecturas poéticas de los inicios sigues frecuentando?

Ya para entonces, se supone que uno haya leído bastante poesía (al menos, en mi caso, hablando de “genealogía poética”); las voces importantes de la lengua —para mí: Manrique, Darío, Martí, Lorca, Borges, Paz, Vallejo; también las que he podido encontrar, buenamente traducidas: Dante, Poe, Rimbaud, Mallarmè, Keats,Whitman, Baudelaire, Ajmàtova, Frost, Emily Dickinson, Eliot… Una conversación y un encuentro que no termina nunca, pues aún hoy, que escribo mucha más narrativa que poesía, sigo buscando y leyendo poesía: Sylvia Plath, Wallace Stevens, Montale, Celan, Char, Brodsky, Pessoa…continúan siendo compañías frecuentes. También algunos de mis contemporáneos connacionales (Escobar, Novas, Nara Mansur, Damaris Calderón, Omar Pérez…) No sé si han sido “paradigmas” asimilados: sí sé que siguen siendo importantes. A los que añadiría el feliz descubrimiento, hace pocos años, de la obra de poetas como Anne Carson, Sharon Olds, Leymen Pérez, Charles Simic, Israel Domínguez, Ashbery y la Szymborska.

¿Qué lugar ocupa hoy la poesía dentro de tu trabajo creativo?

Si aún leo bastante poesía, algún lugar debe ocupar hoy en mi trabajo creativo, específicamente en la narrativa y el teatro, que es a lo que más tiempo dedico últimamente. Puedo simultanear la poesía, entendida esta como un estado de creación, con otros géneros (por así llamarlos). Y hablo aquí no de la poesía como hecho escritural (aunque también), sino, sobre todo, como un estado (¿de ánimo/incertidumbre/relación?), una disposición; esa “actitud” que prescinde de las palabras y se confunde con la esencia de las cosas. No una poesía que se convierta en un ejercicio estilístico que culmine en sí mismo; tampoco en discurso (sentencia), sino que intente encontrar el equilibrio entre ambos. Si me preguntas por una motivación, por ese impulso que te “obliga” a escribir, creo que casi siempre parte de una desaparición, de una ausencia o una pérdida, y del intento de construir una búsqueda a partir de ahí. Búsqueda, sin embargo, que no se preocupa tanto por “comunicar”, en el más laxo sentido de esta palabra. Creo en la poesía como forma de pensamiento, no de comunicación —como mera información—. El “ideal” será siempre la producción de un sentido. Que es algo distinto a significado. Otra forma de conocimiento, tal vez. O un conocimiento otro. Más que una concepción —de la mente—, una revelación —de la naturaleza—, como quería W. Stevens. Las concepciones son artificiales; las percepciones, esenciales.

¿Cuál es el principal hecho de trascendencia poética (que no literaria) en tu vida?

Trascendencia como descubrimiento de algo, quiero entender aquí. Podría ser ese momento, alrededor de los dieciséis años, cerca de mi casa, junto al mar. Un alcatraz merodeaba a poca altura, sobrevolando el agua. De repente, alzaba vuelo, para enseguida precipitarse en perfecta verticalidad sobre la masa líquida, compacta, de la que emergía casi siempre con un pez en la boca. Así, una y otra vez. Esa noche, mi padre me explicó que, en cada uno de esos impactos del ave contra el agua, se producía un daño irreversible contra su retina, lo que a la larga provocaba su ceguera total. Me conmovió la idea de que una obstinación, una necesidad imperiosa, pueda llevar a lo oscuro, a un estado terminal, a la muerte, a fin de cuentas. Algo muy parecido a la simple existencia. Esa “percepción” cambió muchas cosas.

¿Es la poesía —entre otras cosas— un ejercicio, un desgarramiento o un ejercicio del desgarramiento? ¿Tienes una definición propia de poesía? Si no fuera así, ¿asumes alguna de las tantas que se han enunciado?

No me atrevería a definir qué es o qué puede ser la poesía. Por lo que tampoco creo que sea un ejercicio —de nada—, o un desgarramiento, o una combinación de ambas cosas…Lo fundamental es la permanencia de la seducción por ella. Y por su escritura, cuando es posible. La posibilidad de creación de lenguaje. La “alteración de la percepción” que su presencia puede producir. Y su capacidad absoluta de sugerencia. Seguramente has observado alguna vez a un perro nadando en el agua. Ves como el perro flota, parece que está tranquilo. Aunque al mismo tiempo, sepas que debajo del agua el animal se mueve con toda la furia posible para no ahogarse. Esa podría ser mi pretensión de escritura favorita y permanente. Y no solo con la poesía. Si esta ha sido definida como “un caracol en un rectángulo de agua”, también podría ser un perro en el centro de un estanque, ¿no? No sé si esta podría ser una definición propia —es decir, convertirla en tal—, pero hay una que me complace mucho, y que me gusta pensar como mía, esa que refiere Brodsky, hablando de la poesía de Eliot: “El único modo mediante el cual puede expresarse la emoción en forma artística —decía Eliot— es mediante el correlativo objetivo; en otras palabras, recurriendo a una serie de objetos, a una situación o a unos actos, que a partir de ese momento se convertirán en la cifra de tal emoción extraordinaria”. Lo que sí creo es que cualquier intento de definición, en mi caso, tanto de la poesía como de cualquier otra escritura, tendría que pasar por la ineludible circunstancia —y sus posibles “consecuencias”— de la escritura nocturna: escribo de noche. Siempre. Y cuando lo hago, intento que ellas terminen siendo, como decía Martí a su amigo Fermín Valdez Domínguez, “Noches de oro y de abismo”.

En tu novela La máquina de Bukowski (2007), un grupo de personajes encuentra en el ejercicio de la fabulación un antídoto para la corrosiva cotidianidad. ¿Es también tu caso?¿Es la experiencia de la literatura, ya como autor, ya como lector, un método de investigación de la realidad o una salida de escape de la misma?

Es posible. Es decir, es posible que la literatura sea, para mí, también y entre otras cosas, “un antídoto para la corrosiva cotidianidad”. Muchas veces lo he sentido así, lo que no quiere decir que siempre “opere” de esa manera. Y si en algún momento pudiera funcionar como “escape” —de esa realidad—, operaría como protección contra ella (contra esa misma realidad, quiero decir). Pero de lo que sí creo estar seguro es de la intención de la literatura como indagadora de “la realidad” (realidad como curiosidad por “lo que está a mi alrededor”). En La máquina…, estos personajes, por esa misma circunstancia —escapar o trascender esa circunstancia cotidiana—, deciden ir un poco más allá, es decir, son conscientes de que están violentando unas normas establecidas al buscar una salida a ese tedio ambiente, y que esa decisión puede acarrear consecuencias muy graves, sobre todo en un contexto como el nuestro/nacional. Sin embargo, cruzan una línea roja… Por lo que, en casos como este, “la experiencia de la literatura” puede llevarte, como autor, a tomar decisiones que tal vez en la realidad no adoptarías. Es el poder de la ficción (entre otros). Y ese es un espacio de libertad que nada ni nadie te puede arrebatar. Y tal vez sí, tal vez este tipo de “actitud” pueda constituir un método de investigación de la realidad: todo lo contrario a un escape de ella. Algo parecido a lo que me propuse, por ejemplo, con la escritura de mi novela La última playa, que es una historia bien real, y no una alegoría, como muchos han querido ver. Algo que también está, sobre todo, en buena parte de los relatos escritos en los últimos años, por ejemplo, esos que forman parte de dos libros recientes: Rosso lombardo y La maleta de B.

Vayamos al teatro. En este campo has sido investigador, docente, dramaturgo, director artístico y, desde 2003 hasta hoy, director general del Teatro de La Fortaleza. ¿Cómo es la experiencia de montar tus propias obras, lo sufres o lo disfrutas? Estoy pensando en espectáculos como Le donne di Caravaggio (1996).

Ejemplo (Le donne…) al que yo agregaría varios más, como Confabulario (a partir de las fábulas de Esopo), Ten mi nombre como un sueño o Montañeses, con Teatro de los Elementos; y, más recientemente, espectáculos como Woyzeck, La alegría de los peces, La tentación, Tigre, Zona o Espantado d´todo, ya al frente de Teatro de La Fortaleza.

Por cierto, Le donne di Caravaggio fue una de esas experiencias que no olvidas: la aceptación de una propuesta mía a un festival internacional de teatro, a partir de lo que significó conocer en Italia a esos artistas callejeros que hacen grandes reproducciones de obras de pintores clásicos sobre el asfalto, obras efìmeras, hechas con tizas de colores, sobre las que luego las personas deambulan o la lluvia hace desaparecer. Una posibilidad de creación con personas llegadas de varias partes del mundo, para participar en esa “propuesta” medieval-renacentista lanzada nada menos que por un cubano.

Y bueno, digamos que esa experiencia sobre la que me preguntas no es más que la necesidad de decir algo específico, de afrontar un tema determinado que ya lleva tiempo dando vueltas en mi cabeza, y que al no encontrar ningún referente cercano, accesible —tanto en la dramaturgia como en la literatura— que te pueda ser útil a ese objetivo, y al no haber otro dramaturgo en mi grupo, ni en mi ciudad, no me quede más remedio que asumirlo yo. Una práctica que es tan gratificante como enervante: ver cómo tu fabulación con respecto a una historia y unos personajes determinados cobran vida ahí, frente a ti. Al mismo tiempo que descubres que muchas de esas situaciones, o de esos pasajes que supones hermosos (y que tal vez lo sean) no funcionan en escena, no contribuyen al desarrollo de la acción, o son demasiado explícitos, o se repiten. La “gracia” del enervamiento está en la sabiduría de poder deslindar…. Pero cada vez más intento ser, como dirìa Renzo Casali, “un activista de la mirada profunda”, la única que puede darnos un vestigio de verdad, comunión y sentido. Hace poco, uno de los grandes directores de teatro contemporáneo apuntaba que “…la única posibilidad de supervivencia para el teatro es ofrecer una experiencia imprescindible”, y que tal vez por ello se aceptan mejor los nuevos enfoques, la nueva dramaturgia. Creo que tiene razón.

En 1998 te relacionas con Teatro de los Elementos, el grupo que fundara José Oriol en 1990 como una experiencia itinerante, y que en 1995 se asentó en Cumanayagua. Sin duda, los Elementos tributa a una tradición que empezó, entre nosotros, con el Grupo de Teatro Escambray, a finales de la década del sesenta; un teatro de vocación antropológica que se basaba en la investigación de las tensiones sociales en el lugar de emplazamiento para, sobre los resultados de las pesquisas, construir una obra la más de la veces de creación colectiva. No obstante, ese grupo y experiencias posteriores dieron dramaturgos como Albio Paz, Roberto Orihuela y Rafael González, entre otros.¿Piensas que el teatro de creación colectiva anula el papel de dramaturgo?

No se puede negar la influencia que Teatro Escambray, y su manera de encarar la creación, ejercieron sobre Teatro de los Elementos. José Oriol, su fundador, lo ha reiterado en varias ocasiones, así como su admiración por esta “poética” precedente. Como también creo que esa “…vocación antropológica que se basa en la investigación de las tensiones sociales en el lugar de emplazamiento” ha sido la que, a la larga, ha dado lugar a los que considero los mejores espectáculos de este grupo a lo largo de su historia: Inmigrantes, Ten mi nombre como un sueño y Montañeses. “Teatro de creación colectiva”, por otra parte, es una denominación que ya apenas se usa. Y que cada vez se practica menos, lamentablemente. Lamentablemente porque creo que cuando se tiene la posibilidad de trabajar siguiendo este procedimiento, que implica la participación activa, real, lúcida y comprometida de todo el colectivo —actores, escenógrafo, asesor, productor, técnicos, etc.—, dicha concepción enriquece las posibilidades del dramaturgo. Y por ende, las del posible espectáculo. Lo que tampoco quiere decir que garantice, automáticamente, su calidad. Es también una estrategia de representación, una manera de proceder; es el arte de la mirada atenta (otra vez): el dramaturgo/director como un ser al acecho, un espectador “emancipado”.

¿Qué heredó Teatro de la Fortaleza de Teatro de los Elementos? ¿En qué se diferencian sus búsquedas?

No creo que Teatro de La Fortaleza haya heredado nada de Teatro de los Elementos. Son dos experiencias distintas, si bien en algún momento, sobre todo en lo que concierne a “métodos de investigación” —como los antes mencionados—, parezcan coincidir. Llego a …los Elementos por una invitación para ocuparme de la dramaturgia de un nuevo proceso, que implicaba la investigación previa sobre el terreno (la desaparición bajo las aguas de Siguanea, un pueblo del Escambray). El propósito: “reconstruir”, desde la ficción teatral, la historia no conocida de ese lugar. Un proceso similar al seguido con Montañeses, algunos años después. Ambas, experiencias extraordinarias. Y entre uno y otro, Opción Zero, Confabulario, Hambre, etc. Buena parte (por no decir la mayoría) de los espectáculos de Teatro de La Fortaleza han seguido un procedimiento similar, solo que aquí se trata más bien de proponer un documento, el “registro” de una situación, un momento o un suceso determinado, que de alguna manera pueda ser útil para discernir una historia específica y de magnitud superior. A lo que yo añadiría la diferencia, entre ambos colectivos, del tipo de espectador al cual se dirige/con el cual, en primera instancia, se comparte el resultado del proceso: uno típicamente rural, montañés; otro citadino y desarraigado, que viene de una experiencia traumática (profesional y existencialmente hablando): la imposibilidad de culminar “La obra del Siglo”. El tipo de receptor condiciona los discuros. En fin, con Teatro de La Fortaleza soy responsable de quince personas más, lo que es bastante.

¿Qué fue PAIDEIA? ¿Algunas de las expectativas de sus integrantes se cumplieron? ¿Hay relación entre los presupuestos ideológicos y teóricos que asumieron ustedes entonces y los de los jóvenes que se posicionaron frente al Ministerio de Cultura el 27 de noviembre de 2020?

No es ocioso recordar que la palabra Paideia representa el ideal griego de cultura, según deja establecido el filósofo e historiador de las ideas Werner Jaeger en su libro homónimo. Pero creo que sería más elocuente comenzar describiendo lo que no fue. Así pues: no fue un movimiento, una asociación o un partido, sino un proyecto político-cultural de un grupo de personas, a partir de una propuesta de Rolando Prats y Ernesto Hernández Busto, con la intención de crear un espacio de sociabilidad intelectual. Una propuesta que enfatizaba, por un lado, el estudio de algunas de las principales teorías del pensamiento de la segunda mitad del siglo XX —Foucault, Baudrillard, Lyotard, Derrida, Habermas…—, absolutamente desconocidas en nuestro contexto, al mismo tiempo que pretendía la creación de una política cultural autónoma, o al menos paralela, a la de las instituciones establecidas, un espacio independiente de difusión literaria y artística: teatro, música, artes plásticas, literatura, poesía, narrativa, pensamiento. Y que convocó para ello, y logró reunir, a buena parte de los más importantes o interesantes creadores del momento. Obviamente, por su mismo carácter “alternativo” a la política cultural establecida, fue estrecho su margen de maniobra y recelosa la mirada sobre él (el proyecto). Una “concepción letrada de la política y la cultura”, también, al decir de alguien; esa misma que movilizó a muchos detractores del proyecto hasta su desmembramiento, apenas año y medio después de su fundación. No creo que se hayan cumplido muchas expectativas de sus integrantes, como tampoco podría afirmar que exista mucha relación entre nuestros presupuestos ideológicos y teóricos de entonces y los de los jóvenes —y no tanto— del 27N. Han pasado treinta años o más entre uno y otro hecho. Además, nunca hemos sabido a ciencia cierta qué se discutió aquella noche con aquél primer grupo en el Ministerio de Cultura. Paideia, por otro lado, tenía objetivos, tareas y un programa sólido y estructurado. Aunque nunca llegamos a ningún “acuerdo”, al menos pudimos dialogar con altos funcionarios de la institucionalidad cultural del momento (ahora creo que ni esa posibilidad queda). Asimismo, una buena parte de los integrantes del grupo inicial de Paideia, aun sin ser una extensión de ella, pudimos tener una revista (Naranja Dulce); efímera, pero revista al fin y al cabo; ellos, ahora, los del 27N ni boletín o simple plaquette tienen…En fin.

¿Cómo vislumbras la Cuba de dentro de cinco años?

Soy poco dado a los vaticinios. Pero puedo suponer que si el presente es opaco, cabe esperar un futuro oscuro. Es decir, tampoco tengo una visión entusiasta del futuro inmediato. “La ausencia de una narrativa central es una fuente de vértigo, es algo que asusta hasta el más valiente”, decía hace unos dias Benjamin Labatut, un escritor que admiro mucho. Creo que eso aplica perfectamente a nuestra circunstancia actual. Pero también creo que esa misma “ausencia” puede ser un espacio de libertad absolutamente necesario y una gran oportunidad para que brote lo nuevo, lo inesperado y lo milagroso. Pero ya sabes, son solo ideas. Y las ideas pueden (¿deben?) cambiar, se pueden redefinir. Si se convierten en una verdad intocable, ya no son ideas, sino dogmas. Y el dogma es la negación del pensamiento. No puedo vislumbrarla bien, pero sí creo que puedo decir cómo quisiera que fuese entonces: una Cuba realmente democrática, pluralista, con una Asamblea o Parlamento de personas muy capaces que se reúna todos los días y donde se discutan la mayoría de los asuntos que conciernen a todos; donde la propiedad sea colectiva (vieja máxima marxista) y no principalmente estatal, donde el noventa y cinco por ciento de los periódicos y/o semanarios no pertenezcan a un único partido; un país donde se acabe de entender de una buena vez que, como decía Patrick Henry, “La Constitución no es un instrumento del gobierno para controlar al pueblo, es una herramienta del pueblo para controlar al gobierno”, donde no haya discursos de odio, ni temores a expresarse libremente en voz alta, ni colas en las tiendas, ni inflación desorbitante, ni embargos o bloqueos; un país que mantenga su encomiable voluntad de equidad, pero sin tiendas donde tienes que pagar en una moneda ajena; un país sin café mezclado, “reconceptualizaciones” o nuevos ordenamientos… En fin, un país donde haya, sobre todo, libertad y prosperidad: dos conceptos idóneos para definir la felicidad social.

¿Qué es lo que más te exalta de tu cotidianidad, qué es lo que más te desmoviliza?

Hace poco alguien me dijo que yo nunca me deprimía porque soy un melancólico, y los melancólicos no se deprimen. Puede ser. La melancolía es un sentimiento voluptuoso, mientras que la depresión es trágica e incapacita. Una dicotomía que suele traerse mucho a colación cuando se habla de alguien a quien buena parte del resto cataloga o reconoce como “un artista”. Ese “misántropo”, un ser que está por encima de las cosas mundanas y apenas tiene tiempo para otra cosa. Puede que en algunos momentos funcione así —dice mi mujer que sí, y peor…—, pero te confieso que mi cotidianidad se exalta cada día cuando despierto junto a mis hijos, cuando los llevo al mar, cuando abro y me encuentro en la puerta de mi casa a un amigo o una amiga que quiero mucho, o escucho cada tanto, aunque sea al teléfono, la voz de alguien que extraño. También cuando llega el invierno (lo poco que nos viene quedando de él en esta latitud, o cuando voy a su encuentro). O cuando, excepcionalmente, puedo ver un buen partido de tenis. O me encuentro con un libro o veo una película que no me deja tranquilo por varias semanas —tal vez nunca—; cuando estreno un espectáculo que me remueve (aunque nunca, nunca esté totalmente conforme); cuando puedo reunirme con todos mis hermanos, cuando a mi mujer, que es veinte años menor que yo, no le duele nada —me exalto, ¡y salto!—, o cuando puedo darme una escapada a las montañas… Es decir, creo que es posible hacer todas estas cosas y además escribir, y dirigir teatro. No hay nada de especial en ello. Por aquí puede estar tu vida, o una parte fundamental, tan valiosa y necesaria como todo lo demás que usualmente consideramos sueños o realizaciones. Como ves, son muchas cosas, detalles tal vez. Podrían ser muchas más. Una cantidad proporcional, sin embargo, con aquellas que “me desmovilizan”. Pero en este caso no voy a hacer otra lista. “Preferiría no hacerlo”.

¿Como Bartebly, el personaje de Melville?

Exacto.

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