Dulce María Loynaz: “Quién me volviera a la raíz remota”

La Loynaz nos ponía en las manos, con la modestia que en ella fue proverbial, una manera otra de ser poetas de la Isla.

El 28 de abril de 1997, vestida de blanco y acompañada por la bandera cubana y las notas del Himno invasor1, que había compuesto su padre durante la “Guerra del 95”, bajó Dulce María Loynaz a la tierra. Mientras su féretro era depositado en el suelo que amó, desde una cinta magnetofónica, y en su voz, se escuchaban estos versos:

         Me siento extraña en mi ropaje…

         en la monotonía del viento sobre el mar,

         en la paz honda del campo,

         en el sopor del mediodía.

         Quién me volviera a la raíz remota

         sin luz, sin fin, sin término, y sin día.

La hija del General Enrique Loynaz del Castillo, la autora de memorables, fundacionales y singulares obras como Canto a la mujer estéril (1938), Juegos de agua (1941), Poemas sin nombre (1955) y Últimos días de una casa (1958); uno de los mitos de la poesía cubana del Siglo XX; la escritora que se autosilenció; la que se exhibió en los más encumbrados salones de la Cuba republicana y la que se recluyó durante décadas en su casona de la Calle 19, en La Habana; la que recibía, y no, a los múltiples admiradores que tocaban a su puerta; la que un día lejano de 1959 decidió no escribir más porque la poesía —dijo— es como el amor, que no se puede forzar, que viene y va a su entero capricho; la de afilada ironía y voz trémula; la sobreviviente de una familia de exaltados artistas; la igualmente laureada y negada; la “entre gótica y sobrerrealista” 2, en fin, Dulce María Loynaz (La Habana, 1902-1997), mujer de agua, cantora del agua, ceñida poeta de la lengua española, daba el definitivo paso hacia la clarísima mañana de ese abril en el que no cabía un pájaro más en el cielo de la Isla.

Posmodernista, han dicho algunos críticos; Roberto Fernández Retamar la señaló como “la última de las grandes hispanoamericanas que en la primera mitad de este siglo dieron estremecimientos nuevos a la poesía del idioma y lo enriquecieron decisivamente” 3; navegante solitaria en el mar de la poesía, se autodefinió ella.

Dulce María Loynaz a los 15 años. Foto dedicada a uno de sus abuelos.

Siento que a esta altura del Siglo, justo cuando nos interrogamos, una vez más, por el destino y la utilidad de la poesía, poco pueden ayudarnos las clasificaciones en escuelas, la sujeción a tal o cual movimiento, o rastrear la pertenencia a ese accidente que llamamos generación, para adentrarnos en una obra de recia autenticidad, referencial en la medida en que resulta el testimonio del paso por la tierra de una mujer de sensibilidad estremecida, quien enfrentó la vida conjugando pares como plenitud y pérdida, soledad y amor, existencia y recuerdo, advertida de su tarea como artista pues, para ella, “un poeta es alguien que ve más allá en el mundo circundante y más adentro en el mundo interior. Pero además debe unir a esas dos condiciones, una tercera más difícil: hacer ver lo que ve” 4.  

No se podría decir que Dulce María Loynaz5—ni ella ni su obra lo necesitan— es la poeta cubana por excelencia. En el tiempo la anticipan Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), Luisa Pérez de Zambrana (1837-1922), Mercedes Matamoros (1858-1906), Nieves Xenes (1859-1915) y la adolescente prodigiosa Juana Borrero (1877-1896), entre las más notables. Junto a ella está, también como un planeta de luz propia, Fina García Marruz (1923), la imprescindible autora de Visitaciones. Todas insertas en una tradición literaria que tiene a la poesía como su principal y más aportador género desde que, en 1608, Silvestre de Balboa inaugurara con Espejo de paciencia —precisamente un poema— la literatura de la Isla.

Lo que sí no dudaríamos en afirmar es que la Loynaz es, por derecho propio, una de la primeras voces de la lírica cubana, entendido el adjetivo en su acepción más raigal, es decir: cubana por su conciencia de pertenecer a una singularidad, a una cultura, por ser parte del devenir de una nación, y por expresar, con la naturalidad que es de rigor en el artista verdadero nacido de este lado del mar, algo de eso inefable que llamamos “cubanía”, tal vez un cierto estado del espíritu que hallamos en Heredia y en Martí, en Casal y en Lezama, en Guillén y Piñera, y en muchos otros expresado de múltiples formas: ora en la frondosidad tórrida y pulposa, ora en la apropiación del concepto de insularidad, ora en la capacidad de dar voz a uno de los componentes étnicos más importantes de nuestra población, ora por cierto sentido dramático que se resuelve en risa.

Dulce María Loynaz. Foto: Centro Cultural Dulce María Loynaz/página oficial.

La obra de la Loynaz sorprende, sobre todo, por su incontaminada sencillez, por la bella desnudez de la idea, por su no sujeción a un tiempo y un espacio conscientes. El calificativo de intimista resulta demasiado ceñido para ella, la vanguardia la dejó inmutable. Quizás cierta vocación simbolista y cierto romanticismo visceral, más como visón, como actitud, que como escuela, podrían detectarse en sus versos.

Directa, rápida, fulgurante, su poesía no adoctrina, no traza una estética ni un credo social en forma expresa. Y, sin embargo, toda ella participa de una actualidad esencial, propone un diálogo permanente en el que no son raros temas como la compasión, el sentimiento de pérdida de la inocencia ante la mezquindad, la ética —que no moralismo— que ha de asistir cada uno de nuestros actos.

Ya en su libro inicial, Versos, que recoge lo mejor de lo producido entre 1920 y 1938, extraño caso de madurez de expresión y sentido, entre otras piezas de innegable valor destacan aquellas que dedica a los seres desvalidos con una ternura reivindicadora, nunca asistida por la lástima epidérmica y ofensiva. La mujer estéril —“madre de una ausencia”—, la niña que “la muerte la dobló sobre las rosas”, la mudita que se parece demasiado a su muñeca rota, la solterona que hace flores de papel y “es tierna sin blanduras y es buena sin saberlo…”, la leprosa que pide besar “algo que le haya hecho sonreír /y no se contamine”, y el joven tullido, tienen su espacio natural en el poemario: 

El pequeño contrahecho

El pequeño contrahecho conoce

todas las piedras del jardín;

las ha sentido en sus rodillas

y entre sus manos ya escamosas

de humano reptil.

 

En la tierra tirado parece un ángel roto,

el ángel desprendido de un altar:

Juega con los gusanos de la tierra

y con las raíces del framboyán.

 

El pequeño contrahecho tiene

los pies más suaves y el cielo más lejos…

Cuando en brazos lo alza el hermano mayor,

él sonríe y extiende las manos

embarradas de tierra

para coger el sol…   

Casi diez años separan los textos de Versos de Juegos de agua. Versos del agua y del amor, aparecido en Madrid en 1947. Poeta morosa, mucho más dada a suprimir lo hecho que a publicar 6, reúne bajo este título Dulce María Loynaz su aporte a la conciencia insular, ese ingrediente de nuestra nacionalidad al que ella hace verdaderas aportaciones.

Foto: Centro Cultural Dulce María Loynaz/página oficial.

Para los cubanos el mar es una presencia, una necesidad y un drama. El mar más nos separa que nos une al mundo. Incluso a muy pocos kilómetros de nuestras costas, otras islas, hermanas geográficas anglófonas y francófonas, se abren ante nuestros ojos como verdaderos enigmas. El mar es el espacio que habrá de franquearse para cumplir el ciclo de una vida y una obra, para hundir las manos en las corrientes de otras culturas y luego hallar la confirmación, el sentido de pertenencia a un ámbito. El mar es posibilidad; la playa —dice la Loynaz—, muerte.

Hay una larga tradición literaria que, entre nosotros, habla de las noches insulares, de la Isla en peso, del volver y el partir, del “largo lagarto verde/rodeado de espuma y agua”. Esa tradición parte de los románticos, con José María Heredia a la cabeza, quienes —como señalara Cintio Vitier—  son los primeros en transformar la naturaleza en paisaje, es decir, en pasar la exuberante belleza de la Isla por la sensibilidad, dotarla de ánimo, subjetivarla.

Isla

Rodeada de mar por todas partes,

soy isla asida al tallo de los vientos…

Nadie escucha mi voz si rezo o grito:

Puedo volar o hundirme… Puedo, a veces,

morder mi cola en signo de infinito.

Soy tierra desgajándose… Hay momentos

en que el agua me ciega y me acobarda,

en que el agua es la muerte donde floto…

Pero abierta a mareas y ciclones,

hinco en el mar raíz de pecho roto.   

 

Crezco del mar y muero de él… Me alzo

¡para volverme en nudos desatados…!

¡Me come un mar batido por las alas

de arcángeles sin cielo, naufragados!

Como es visible, en estos poemas de reposada juventud la autora asume más la fatalidad geográfica que la exaltación de un entorno cercado por agua, prisionero del agua. “¡Qué mar negro me circunda!”, exclama en el poema “Viaje”, el mismo que tiene el siguiente y significativo final: “yo doblo en dos /el pañuelo con que dije/ a no sé qué cosa, adiós…” Siempre partir, siempre tratar de poner distancia física entre realidad y posibilidad, cuando no hacemos otra cosa que trasladar de uno a otro país la angustia de la insularidad, pues rodeados de agua nos asfixiamos, pero sin mar a la vista no sabemos respirar.

Viajera impenitente en la primera parte de su larga vida, la autora de esa extraña joya novelística titulada Jardín (1951) salió al mundo, vio, conoció, produjo espléndidos poemas en Egipto y España, pero luego regresó a Cuba porque “es más bien la tierra la que reclama al escritor y no el escritor quien reclama la tierra”. De nada valió que ya fuera ampliamente reconocida más allá de las costas del país, y que en su tierra natal la rodeara la densa indiferencia.

Casa donde transcurre la novela Jardín. Calle Línea, La Habana

Precisamente en Juegos de agua…encontramos la elegía al río sagrado de los cubanos, el “Almendares”, declaración de cubanía sin chauvinismo, alto tributo artístico a ese “río de nombre musical” que “no tiene horizontes de Amazonas/ ni misterio de Nilos”, pero que “le bebe al campo el sol de madrugada” y “le ciñe a la ciudad brazo de amante”. En la desembocadura de esta pequeña corriente —hoy gravemente herida— se asentó en 1514 la Ciudad de San Cristóbal de La Habana, de sus aguas bebieron los primitivos pobladores, en sus riberas se ha citado por siglos el amor y a su manso fluir se entregan ofrendas para conjurar a la vida y a la muerte.

No cabe duda que “Al Almendares” es uno de los momentos mejor conseguidos de nuestra poesía. Los jóvenes que en 1987 promovimos y logramos la candidatura de Dulce María Loynaz al Premio Nacional de Literatura ya lo habíamos advertido. Leer a Dulce María en aquel tiempo era harto difícil, pues su obra había que rastrearla en bibliotecas y publicaciones periódicas. No nos costó, sin embargo, gran esfuerzo asumirla como una contemporánea. Su obra y su actitud vital eran un irremplazable ejemplo. 

El poeta Eliseo Diego visita a Dulce María Loynaz. Foto: Centro Cultural Dulce María Loynaz/página oficial.

La menos “literaria” de nuestros poetas había trabajado la palabra con la pasión y la naturalidad que ponen los niños en sus juegos. No esperaba mayores recompensas. Dulce María también era nuestra voz. Mucho de lo que andábamos buscando estaba en sus Poemas sin nombre (1953), la más alta lección de austeridad y eficacia expresiva de toda nuestra literatura. La palabra desprovista de adorno, la idea brillando en un corpus que, de tan natural, parecía discurrir como el río de su amor y encresparse como el mar en que se asienta la Isla en octubre. 

Cansados de la retórica de la no retórica, del texto verbalista, de la pedrería de contrabando, del discurso que quiere perpetuarse cuando está destinado, aún antes de nacer, al olvido, Dulce María nos ponía en las manos, con la modestia que en ella fue proverbial, una manera otra de ser poetas de la Isla, que, por supuesto, no era de imitar; sino que más bien tenía la cualidad de demostrar que el camino de la autenticidad pasa forzosamente por el compromiso del escritor con su oficio, por el lento y doloroso aprendizaje, por el desgarramiento y, en alguna medida también, por el olvido.

En una ocasión Virgilio Piñera, refiriéndose a la Loynaz dijo: «no se sabe nunca bien si esta mujer vigila o duerme». Dulce María Loynaz —podemos hoy responderle al maestro— vigila desde su obra y duerme en comunión con las semillas de los cubanos que habrán de germinar. Una mujer así ha de hacer a la tierra muy fértil. Debe haber un paraíso a donde van a dar los buenos poetas cuando mueren. Desde allí ella nos estará observando. Si aguzamos el oído, quizás alcancemos a escuchar su voz alerta.         

Dulce María Loynaz al recibir el Premio Cervantes de Literatura.

          

***

Notas: 

1 Tal fue su voluntad expresa.

2 Jiménez, Juan Ramón. «Dulce María Loynaz». En Valoración múltiple de Dulce María Loynaz. Casa de las Américas, La Habana, 1991. Pag. 98.

3 En la despedida del duelo de D. M. L. Granma. La Habana, 28 de abril de 1997.

4 Valoración múltiple. (Pag. 48). 

5 Nacida María Mercedes Loynaz y Muñoz. 

6 Su primer libro, Versos, se publica en La Habana en 1938, luego su obra aparece principalmente en España. No es hasta 1984 que la editorial Letras Cubanas pone a circular sus Poesías escogidas. 

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