Ella, El Vedado, el arroz con pollo y la hipoxia

Escogemos al azar una de las desoladas calles de El Vedado. Hay viento fresco. Se siente el aroma de las picualas. Cuando estamos a punto de la hipoxia, sacamos la nariz, como los caimanes y las focas. Nadie nos ve.

Calle G, en El Vedado. Foto: Wikipedia

Ya lo sé. Es un atavismo. Hemos heredado cierta propensión al orden y algunos gustos rutinarios. Pero en esta ocasión se trata de un recurso para paliar la golpiza de los días ya incontables de encierro e inactividad forzosa: asumir que nada extraordinario pasa, que mayo es mayo, con sus atronadores aguaceros, sus flores a punto de colársenos por la ventana y las temperaturas en ascenso. Fingir que un martes es un martes y un domingo es…, pues eso, un domingo, con todo lo que ello desde siempre implica y que nada ni nadie va a alterar. La ilusión de la fijeza en un devenir incontenible.

Así es que el pasado domingo hicimos lo de siempre. Dedicamos el día a las labores hogareñas, en un rito que replica al de nuestros padres, que a su vez lo replicaron de los suyos.

Botar la basura en la esquina es lo primero, casi rayando el día. Me desplazo cien metros; encuentro junto a los tachos azules a un hombre de mi edad que pasea a su perro. Lleva, como yo, un nasobuco cubriéndole buena parte del rostro. Se acerca con naturalidad y alza la tapa para que deposite mis bolsas. Saludo el gesto. Me dice, para que no haya equívocos, que él acaba de botar también la basura, y que no es necesario que los dos nos “contaminemos”. Agradezco su solidaridad. Pienso que llegará un día en que no habrá que explicar los actos amables. Nos deseamos una buena jornada.

Desayuno frugal. Disminuye la existencia de café. Es una de nuestras máximas preocupaciones de estos meses: los víveres e insumos que será dificilísimo reponer en las próximas incursiones al mundo exterior. Afuera están las aglomeraciones, las personas cansadas y nerviosas que no observan la distancia prudente. Cada salida es una aventura peligrosa. El virus está ahí, al acecho, y cualquier descuido puede originar una cadena de sucesos lamentables.

Esperamos la comparecencia televisiva del doctor Durán. Buenas noticias. Ningún fallecido desde hace una semana. Va en picada la curva de contagios. El país se acerca lentamente a la etapa endémica, con la vuelta paulatina a las actividades habituales. No sabemos cómo será la Cuba pospandemia. Parece que nadie lo sabe. Queremos creer que el panorama no estará entre los peores. Ejercitar el optimismo tan temprano puede ser muy energizante.

A las labores, pues. Yo, la fuerza bruta. Ella, la estratega, la que se encarga de pulir, ordenar, la detallista. Lavamos la ropa, limpiamos meticulosamente los suelos, la cocina, el baño. Va levantando la mañana, que se anunciaba gris y ahora es azul y oro. Ponemos música, el ingrediente imprescindible para sobrellevar los domingos; como quien dice, diseñamos la banda sonora de nuestra comedia personal. Escoge ella: U2. Era de esperar. Lo sabe todo, o casi, de este grupo. Me alfabetiza en el rock, una de mis lagunas auditivas. Me habla de Bono, de Adam Clayton. Escuchamos War, The Joshua Tree, All That You Can’t Leave Behind. El título de este último álbum nos servirá para las bromas de la jornada. Todo lo que no puedes dejar atrás: las cazuelas sin fregar, un par de medias debajo de la cama, sacudir los cuadros, exprimir las piezas y tenderlas… Hay placer en el esfuerzo compartido.

Almuerzo sobre las doce. Arroz con pollo, un plato que me retrotrae a los días de infancia. Pasa fugaz y sonriendo el recuerdo de mi madre. Leve discusión sobre la alquimia de este preparado ancestral. Coincidimos en los ingredientes que se deben usar —faltan algunos— pero no estamos de acuerdo en cuanto al modo; en la cocina el orden de los factores si altera, ¡y de qué forma!, el producto. Llegamos a una negociación satisfactoria. Guisamos el pollo aparte, hacemos un caldo fuerte con los huesos, y mezclamos todo para la cocción del arroz. En una escala del uno al diez, obtuvimos una calificación de ocho tirando para nueve.

Al mediodía, más música. Me toca a mí la selección. Los distintos álbumes de Años y de Filin. Pablo Milanés en su inmenso rol de intérprete. Pablo acústico, acompañado a ratos por El Albino, la clave trovera martillando por debajo de las voces empastadas. Acuden a la cita Marta Valdés, Matamoros, Corona, Sindo, José Antonio, Portillo, Eusebio Delfín. Escuchamos arrobados. Si U2 es música para la acción, esta es para la delectación. Aquí mi pigmaliónica vocación encuentra un muro. Nada tengo que decir. Lo entrañable no se explica.

A la tarde conversamos. Quiere, por enésima vez, el cuento de “el individuo”. Ahí va. Durante una buena parte de mi vida Lawton fue mi patria chica. Milagros 60 entre Delicias y Buenaventura. Con esos nombres de las calles, quién no quisiera vivir allí, me dijo una vez Cortázar. La ventana del dormitorio daba al patio de un círculo infantil. Más que molesta, la algarabía de los niños a ciertas horas le daba vidilla al lugar. No podía verlos, sólo escucharlos. Había un alumno al que las seños regañaban constantemente; lo llamaban “el individuo”. Andaba siempre a su aire, y pocas veces se sumaba a los juegos colectivos. Fue memorable el día que una comitiva “de nivel” visitó el centro. “El individuo” se saltó el protocolo, agarró un velocípedo, y empezó a competir con él mismo entre las piernas de los dignatarios asombrados que intentaban escuchar los discursos; el niño rugía y se atoraba como una moto rusa. Una tarde me subí a una silla y pude verlo. Tenía espejuelos y el pelo crespo; le faltaba un diente frontal. Las seños cantaban salsa erótica: “con cara de niño y alma de hombre”, “devórame otra vez”. “El individuo” contaba piedrecitas, no se incorporaba al coro. Cada vez que escucho a los puertorriqueños Lalo Rodríguez y Jerry Rivera recuerdo su figura menuda y simpática. ¿Qué habrá sido de él?  ¿Se habrá integrado al grupo? ¿El grupo habrá terminado por aceptarlo?

Después del noticiero de la noche hacemos caminata nocturna. Escogemos al azar una de las desoladas calles de El Vedado. Hay viento fresco. Se siente el aroma de las picualas. Cuando estamos a punto de la hipoxia, sacamos la nariz, como los caimanes y las focas. Nadie nos ve.

A las nueve la gente sale a los portales y balcones a aplaudir. No ha decrecido el entusiasmo desde que se lanzara la consigna de reconocer a los médicos y, con ellos, a todos los trabajadores de la salud, primera línea de fuego en esta batalla a muerte con la muerte. Una mujer blanca, los brazos en cruz, canta un himno religioso dedicado a Yemayá. Pide a la diosa que eche todo lo malo al mar. Caminamos en silencio; yo, tratando de ubicar el himno, que parece de los “violines” que se dan a los santos; ella va sobrecogida, no ha logrado superar cierto temor a esas manifestaciones de religiosidad popular. Tema para conversaciones futuras. Amamos El Vedado, sus aceras arboladas, las casas vetustas que resurgen con garbo apenas se les “pasa la mano”. Aquí hemos vivido momentos trascendentales en distintas épocas antes de que nuestras historias personales se encontraran.

Hay gatos por todas partes, cientos. Saltan de los contenedores de basura. Uno es tuerto, otro tiene la cola rota; son gladiadores de la noche. Ella, una experta también en esto, me va señalando las razas, los colores más extraños; los clasifica por sexos. Los gatos son dueños de La Habana a esta hora. Cada vez están más desinhibidos. “Más parejeros”, diría mi madre, que vuelve a cruzarse.

De regreso a la casa hacemos el resumen del día, que a los dos nos ha gustado. “Podría pasarme la vida escuchando esa música”, dice ella. “¿U2?”, pregunto. “No, Pablo, la trova tradicional, el filin”. Aún nos estamos conociendo, pienso. Y me alegro. Que el misterio no termine.

 

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