En defensa del abrazo

¿Cómo vamos a abrazarnos si no nos conocemos? Para mí la pregunta pertinente sería: ¿cómo vamos a conocernos si no nos abrazamos?

Foto: Pxhere.

Él sabe abrazar. Es tan natural en la porción del mundo donde nació, que llegó a pensar que el acto de ceñir al prójimo con los brazos estaba genéticamente condicionado en los seres humanos.

Allí la gente aún se toca al hablar, se mira a los ojos y hasta se abraza. Se abrazan al saludarse y al despedirse, para compartir una alegría o un dolor, para premiar la nobleza de un gesto, para danzar, para subsanar un error, para pedir perdón y para perdonar, para prodigar calor y ampararse, y también, ¿cómo no?, para practicar el amor, que es una suerte de compleja gimnasia sentimental donde el abrazo es protagonista.

Las sociedades contemporáneas van desterrando cada vez más el abrazo. Se ve como un gesto basto, peligroso, que vulnera el espacio individual y muestra poca firmeza de carácter. ¿Cómo vamos a abrazarnos si no nos conocemos? Para mí la pregunta pertinente sería: ¿cómo vamos a conocernos si no nos abrazamos?

Proscriben el abrazo quienes temen al otro. Y allí, donde ahora él vive, se siente temido. Le pasa con frecuencia. Si va a abordar a alguien en la calle para pedir fuego o una dirección, lejos de detenerse el transeúnte aprieta el paso. “Persiguió” por dos cuadras a una señora que se le había caído un documento en plena vía. Él la llamaba, pero ella no se volvía a mirar. Hubiera sido una escena de comedia si estuviera desprovista de riesgo y de dolor.

En su país de dura cotidianidad, a los nacionales que emigran hacia las ciudades desde zonas económicamente deprimidas, les llaman despectivamente palestinos. Ahí donde está es tenido por un moro o un sudaca, aunque no sea lo uno ni lo otro, y provenga de una isla instalada justo al centro del sol.

En la hermosísima ciudad que lo ha acogido, bien al norte del norte, se siente “palestino”. Extraña su lengua y los sabores ancestrales de su cultura, pero más extraña los abrazos. A sus hijos, que nacerán ahí, piensa iniciarlos en el rito del abrazo.

Fisiología del abrazo

Está más que estudiado. El abrazo beneficia la salud del alma y del cuerpo. Resulta tan gratificante y liberador el gesto de abrazar, que puede extenderse a un muñeco de peluche o a una almohada con resultados similares.

Se conoce que abrazadores y abrazados (lo ideal es que ambos sean igualmente abrazadores) estimulan el flujo de oxitocina, la hormona neurotransmisora que ayuda a combatir el estrés y la ansiedad, disminuye la presión arterial, aumenta la libido y, en consecuencia, mejora el desempeño sexual. También hace que suba el nivel de dopamina en sangre, que es la llamada hormona del placer. Pero no es todo, en cuanto a química se refiere. La emisión de serotonina, causante de que las personas se sientan seguros y estimados, también la acrecientan los abrazos. Y todas estas sustancias tienen un importante papel inmuno-regulatorio. Quienes practican el abrazo con frecuencia son menos propensos a contraer enfermedades bacterianas y virales.

Los sicólogos dicen que abrazar a los niños desde la más temprana edad contribuye a la formación de una piel “emocionalmente fuerte”. Quienes son abrazados, abundan, refieren menos temor a la muerte, son más aptos para los rigores de la vida en sociedad y exhiben una notable autoestima.

Los abrazos, en síntesis, son altamente adictivos y se propagan con gran facilidad. De la misma manera en que el mal humor y la ira engendran más de lo mismo, el vigor risueño se expande, se contagia felizmente.

Juan Mann: One Man

Juan Mann[1], australiano, en 2004 se encontraba al borde de la más negra depresión. Varios sucesos lamentables lo rondaban: muerte de un ser querido, divorcio de los padres, ruptura con la que hasta entonces era su pareja… En una fiesta una muchacha lo vio tan cercano al colapso nervioso que, compasiva, le prodigó un abrazo sin previo aviso, casi “a traición”, lo que en cubano clásico vendría a ser una cañona salvadora.

Cuentan que nuestro héroe se sintió “como un rey”, tan reconfortado con el acto amigable de ese ser desconocido, que decidió hacer de la dificultad virtud, y el 30 de junio salió a las calles de Sidney a prodigar afecto a todo aquel que se le pusiera al alcance de un abrazo. Y si bien tropezó con la incomprensión de algunos, lo cierto es que a partir de 2006 su ejemplo prendió en un movimiento internacional de abrazadores voluntarios que ha llegado hasta nuestros días forzosamente en pausa. El combate contra la pandemia de la Covid-19 exige, entre otras conductas y procederes, el aislamiento social.

Las epidemias no son eventos nuevos. La historia registra incontables y dolorosos ejemplos. En lo adelante, nos alertan los epidemiólogos, lo más posible es que cualquier virus patógeno que mute o salte a los organismos humanos, muy pronto se extienda por todos los continentes. Es una de los efectos de la globalización y hay que afrontarlo así.

Pero igual la humanidad se ha recuperado de estas catástrofes, y una institución tan antigua como el abrazo no ha podido ser abatida por las enfermedades transmisibles. En cambio, la soledad, el feroz individualismo, la falta creciente de empatía y de compasión, el racismo y los fundamentalismos religiosos atentan seriamente contra uno de los, para mí, derechos humanos inalienables: abrazar y que te abracen.

Cuando nos estrujamos pecho con pecho, cara con cara, no nos estamos diciendo en silencio “te tolero”, que sonaría muy bonito si tolerar no fuera un verbo que se esgrime desde una posición de poder. Cuando nos abrazamos nos reconocemos en la otredad, en lo diverso. De modo que estamos afirmando: “tú y yo nos aceptamos”.

Quiero creer que al final de este tiempo luctuoso nos estará esperando un abrazo de dimensiones cósmicas.

 

Nota:

[1] Es un seudónimo. Fonéticamente suena como la expresión inglesa one man: un hombre.

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