¿Hacemos café? Bueno

El café es imprescindible para la conversación en masa entre cubanos.

Café. Foto: Pxhere.

Café. Foto: Pxhere.

Cada cual con sus ritos. Entre los míos, el primer café del día tiene un lugar preferencial.

Es fuerte, casi amargo, colado en cafetera de las llamadas italianas. Los vapores del café ascienden a esa hora en que la claridad aún no quiere ser, e inundan todos los rincones de mi casa. No necesito el café para despertar, sino para afinar mis percepciones.

Tomo mi jarrita mexicana de pulque (caben, holgadas, dos tazas de las chicas en su estructura de barro, primorosa), y me siento en la sala a ojear libros de arte. Hay silencio casi total. Si el ánimo lo pide, pongo, muy bajo, algo de Mozart o Vivaldi, apenas un susurro.

No tiene una duración determinada este rito. En ocasiones se alarga; otras, se contrae sin una causa explicable. En ese momento no pienso en el día vertiginoso que me espera. Es un lapso egoísta que no me gusta compartir: la ilusión de que aún sostengo las riendas de mi carreta en este mundo caótico.

Hoy estuve mirando a Modigliani, sus mujeres esbeltas y tristes. Sentí que me hablaban desde el fondo del tiempo.

Cuando me dispongo a trabajar, el regusto del café me acompaña por horas. Es la reminiscencia de un acto placentero al que no podría renunciar. Por eso, cada cierto tiempo lo reactivo.

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Colarle el café a alguien, alcanzárselo a la cama donde se niega a dejarse desalojar del sueño, es un acto de amor de los más finos. También que le cuelen el café a uno. Sobre todo si después de largas negociaciones ha quedado fijada la cantidad de azúcar exacta que debe llevar, la medida del polvo y el instante justo en que la infusión debe ser retirada del fuego, una vez que ha brotado por el émbolo, para evitar que se “queme”. Digamos, que estén claras las sagradas proporciones.

Otro acto de total intimidad es compartir una taza de café. Dar o recibir el “último buchito”. Este gesto altruista y coqueto viene con la frase: “te vas a enterar de mis secretos”. A lo que uno debe responder: “es lo que quiero”.

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Hoy los médicos arremeten contra la ancestral costumbre de los padres y abuelos de dejarles el poso de azúcar de la taza a los niños. Dicen que es una puerta para las adicciones futuras. No sé qué opinar. Desconozco cuántos adictos actuales tuvieron esa gloriosa complicidad en la infancia, ese sentirse querido y “mayor” por un instante. En las familias numerosas, los fiñes se pelean “el azuquita” de la abuela. Es una batalla por la conquista de la ternura. Ninguna guerra tiene un motivo más noble.

En mi casa siempre hubo cafetera; incluso una con filtros de papel. Pero también había coladera de tela, que recibía la mezcla de agua hirviente y polvo del café para destilar o tamizar esa fusión alquímica. La coladera se “curaba” con el tiempo; el blanco original de la tela iba tornándose marrón. Una coladera curada acentúa al gusto final del café. Las coladeras y cafeteras no deben lavarse con detergente, sólo con agua caliente. Cualquier producto químico puede destrozar el mágico sabor. Aunque no la uso, conservo una coladera; es colombiana. Nos observamos como viejos amigos, nos queremos.

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Hace años me fui a Skopie para participar en las Noches Poéticas de Struga, a orillas del lago Ohrid. La primera tarde allí entré a una cantina con este letrero en cirílico: кафе, y pedí un café turco. Si había decidido ser un hombre de mundo, debía abrirme a experiencias nuevas. Mi compañera de correrías era Alexandra, una colega del lugar que se empeñaba en iniciarme en la poesía de Aco Sopov, una de las voces líricas más alta del país.

Pusieron ante mí una aromática taza, que apuré enseguida. Con espanto noté que la boca se me llenaba de borra. ¿Qué hacer en un caso así? Alexandra leía en voz alta para que yo pudiera apreciar la música de la lengua macedona. Yo me atragantaba. Salí disparado para el lavabo, donde devolví, me parece, un cuarto de libra de sedimento. A la vuelta, mi intérprete seguía leyendo, inmutable. No se dio cuenta de mi trance desesperado. Entonces aprendí que el café turco no se cuela: hay que esperar que el polvo precipite al fondo; también que hace falta mucha concentración para leer a Sopov.

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En 1968 tenía 14 años. Los suficientes como para ser “movilizado”, cada fin de semana, al Cordón de La Habana a llenar bolsas de tierra para los viveros de café caturra, variedad que se da bien, decían, en terrenos llanos. La siembra de caturra formaba parte de un plan de desarrollo integral de los alrededores de la capital cubana donde, también decían, hay tierras de gran fertilidad.

Como ya para la fecha era un lector voraz, conocía aquel cuento de Virgilio Piñera sobre un hombre que, con disciplina espartana, cada día se iba comiendo una montaña. Así me sentía yo ante la loma de tierra infinita. Cada fin de semana, al llegar a los viveros, estaba igual, sin un centímetro de menos.

Excuso decir que los fines de semana un adolescente tiene mejores cosas que hacer que llenar saquitos con tierra. A pesar de la natural alegría juvenil, aquello, por decir lo menos, era frustrante.

Un buen día no se habló más del Cordón de La Habana ni del café caturra. No sé si alguien llegó a probar una taza del mismo. En el mundo mágico de mi primera juventud aparecían y desaparecían, sin explicación alguna, planes y consignas que nos involucraban a todos. Ni siquiera esa infausta experiencia me hizo aborrecer el café.

 

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Alguien lo dijo antes. En Miami, cuando usted ve el cartelito de “café cubano” puede constatar que el grano proviene de Costa Rica, que la cafetera es italiana y que la camarera es paraguaya. Esto se repite con infinidad de variantes.

¿Qué es lo cubano, entonces? El tueste, que es oscuro, del tipo “italiano”, y que lo cuelan ya con el azúcar (en grandes cantidades) incluida. Cuando el tueste es ligero, el grano conserva algunas cualidades del fruto original, cierto fondo afrutado. El tueste italiano impone un sabor que nubla el original, producto de las reacciones químicas que desencadena el calor en los granos.

Esto explica que la materia prima para procesar el “café cubano” pueda provenir de distintas regiones geográficas, ya que el gusto –sobre todo si se trata de la modalidad arábiga– va a ser muy similar en todos los casos. El grano se oscurece con el calor. El “café cubano” es oscuro, fuerte, casi un chute de cafeína.

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Tuve otro percance en mi vida de cafetómano, en Saigón, actual Ciudad Ho Chi Min. Perteneciente a la milenaria cultura del té, Vietnam es hoy el segundo exportador de café a nivel mundial, después de Brasil. Se dice que agrónomos cubanos enseñaron a los vietnamitas el cultivo.

Paradójicamente, en nuestras bodegas se sigue distribuyendo, dentro de la canasta básica, un pésimo café mezclado que ni siquiera alcanza para cubrir el mes. En Hanoi y Saigón proliferan las cafeterías. Están de moda. Es chic tomar café.

Pedí un espresso (expreso) en el hotel; me lo sirvieron con generosidad. Pero tuve una escaramuza con el camarero, que quería endulzarlo con… leche condensada. Por poco la cosa llega a duelo. Yo esgrimía mi cucharita, amenazante, ante sus narices, y le decía: no, niet, ani, never, không, non, méiyǒu, caca… El joven no salía de su azoro, no entendía mi vehemencia. Tuve que tapar la taza con la mano –a riesgo de quemarme– para que no me dejara caer a la fuerza un chorrito blanco y viscoso. Se alejó rezongando, el anamita.

Yo tuve mi café no profanado, aunque más amargo de lo que prescriben las buenas costumbres.

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Esto me lo contaron en la Sierra Maestra. Nuestros campesinos empleaban varias veces el mismo polvo del café, tostado y pilado por ellos mismos. La primera colada era el café; la segunda, el cafué, y la tercera, la cafunga…

Me dijo mi informante que cuando llegaba una visita la mujer le preguntaba al marido:

–Viejo, ¿hago café?

Si la persona era estimada, el hombre respondía:

–Bueno.

Pero si no lo era tanto, decía:

–Claro.

Era el código establecido para ofrecer café o cafué…

***

Dicen los entendidos que el consumo de café ocasiona alucinaciones auditivas.

Yo pienso que esas voces raramente se escuchan, pues el café es un elemento imprescindible para la conversación en masa entre cubanos. Así que las alucinaciones quedan sepultadas bajo la avalancha de frases enfáticas, categóricas, hiperbólicas con que solemos comunicarnos.

Somos “polifónicos” y hasta barrocos. En una conversación se trenzan al mismo tiempo varias líneas discusivas y temáticas, producto de interrupciones y manoteos varios.

Los cubanos gritamos al hablar para imponernos sobre el barullo de nosotros mismos. En ocasiones se pierde el referente de quien dijo qué cosa.

Dos o tres discuten acaloradamente algo en que todos están de acuerdo, pues no se han detenido a escucharse.

Está el que te habla y te punza el pecho, insistente, con el dedo índice; y el que te hala (jala) la manga para que no le quites la atención; y el que te pregunta constantemente “¿me sigues?” o “¿me estás entendiendo?”.

Yo no sé si de mi jarrita mexicana salen murmullos o no.

A veces me sorprendo, a la hora prima, conversando con alguien que no soy yo. Sin ir más lejos, hoy mismo me hablaban las muchachas de Modigliani. El tema era Amadeo y el consumo desmedido del ajenjo. ¿Alucinaciones? ¿Ensoñaciones? ¿Quién lo sabe? Me basta creer que no hay que entenderlo todo.

Hasta aquí la crónica. Si se ha quedado con deseos de seguir hablando de lo mismo, ahí le va un bonustrack.

 

beber café en la oscuridad aleja el miedo

 

adentro de la taza

también está la noche

que diluye

hasta los pensamientos

 

beber café en la oscuridad

es como aspirar

la niebla

echar leños

al cráter de un volcán

lanzar los ojos

a las aves que han bajado

trinando

a comer de tus despojos

 

quien se bebe la noche

despertará

sangrando

en una noche

de otro tiempo

 

quien se bebe la noche

desciende

sin miedo

a la gruta

donde se guardan

los cuadernos y los signos

los talismanes y las fotos

el aire denso

de aquel amanecer

en que toda posibilidad

temblaba de rocío

 

beber café en la oscuridad

apaga los rezos

las canciones

que se pretendían

amorosas

sella el rumor

por donde tratara

de deslizarse la luz,

la caricia furtiva,

cualquier palabra

que no volviese

a herir

 

que no volviese

 

 

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