Kiki Álvarez: “Viajando por internet cada uno de nosotros se ha vuelto, peligrosamente, un Dios”

“En su esencia, el socialismo es un proyecto de emancipación que responde al ansia de modelar una sociedad donde todos compartan y sean responsables del bien de todos, del bien común; un experimento social de individuos pensantes, solidarios, con relaciones horizontales y libres de toda dominación y adoctrinamiento.”

Kiki Álvarez. Foto: Nicolás Ordóñez.

Enrique “Kiki” Álvarez (La Habana, 1961) es de esos cineastas cuyos filmes pueden gustar o no, pero a los que, por razones diversas, no podemos dejar de admirar. En su caso, ha levantado una obra notable casi en solitario, tanto como este arte coral lo permite. El suyo es un cine introspectivo, íntimo, que más que narrar nuestra singularidad cultural, se sitúa en ella con naturalidad, eludiendo las estrechas codificaciones de esa sustancia elusiva que, a falta de mejor nombre, llamamos realidad.

Desde hace trece años nuestro entrevistado lleva en paralelo su carrera artística con las labores docentes en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.

En el momento en que establecemos este cruce de palabras, Kiki trabaja en el levantamiento de su próximo filme, Bajo un sol poderoso, que ofrece la siguiente sinopsis en el dossier de producción:

“Un cineasta se encierra en su casa a confrontar su soledad y los fantasmas de unas parejas que protagonizaron tres de sus películas anteriores. Estructurada y montada a partir de fragmentos diversos, recorre un itinerario que comenzó hace 31 años con la caída del Muro de Berlín y llega hasta los días de hoy. Es un ensayo sobre la soledad, la ausencia, el desasosiego, y el peso de las circunstancias sociales sobre los individuos. Una película sobre La Habana, filmada en la Habana, vivida en la Habana…”

Escena de «Bajo un sol poderoso», en proceso de realización.

¿Cómo y cuándo te encuentras con el cine?

Mis recuerdos de la niñez son pocos, discontinuos, y no puedo precisar la primera vez que fui a un cine ni qué película vi. Cuando trato de rememorar, me veo ingresando a una sala de cine como si estuviera entrando a un lugar mágico, enorme, con un hueco en la pared del fondo por el que brota un haz de luz y polvo que atraviesa el espacio sobre mi cabeza hasta una pantalla blanca, y la repleta de imágenes. Todavía hoy, cuando voy al cine, trato de cazar ese instante que es para mí el “había una vez” por el que uno entra a las películas.

Por eso añoro las salas de cine, por eso sueño con volver a ellas. En Marianao, cerca de mi casa, había un montón de cines de barrio: el Principal, el Gran Cine, el Alfa, el Record, el Cándido, y a todos ellos se podía ir caminando, que es la mejor manera de salir a recorrer el mundo y descubrirlo. Entonces mis películas favoritas eran las de piratas, las del oeste, las de samurái y, un poco después, cualquier comedia italiana protagonizada por Mónica Vitti; hasta que entré a la universidad y mi profesora de Materialismo Dialectico, Magaly Espinosa, nos habló del cine La Rampa y de las películas y los directores que allí se programaban; gracias a ella descubrí a Bermang, a Tarkovsky, a Antonioni y a una Mónica Vitti igualmente sensual, pero mucho más compleja y misteriosa. Por suerte, de la Facultad de Artes y Letras al cine la Rampa se podía ir caminando, y pude mantener esa costumbre.

En 1986 te licencias en Historia del Arte en la Universidad de La Habana. En 1988 y 1990 recibes cursos y talleres en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. ¿Cómo llegas a realizar Sed (1991), tu primer trabajo como director?

Sed la pude hacer gracias a los grupos de creación de la Asociación Hermanos Saíz, la Muestra de Cine Joven, y a Ricardo Acosta, que cuando se leyó el guion me dijo que él tenía acceso a una película de 16 mm reversible que estaba vencida y abandonada en un almacén del ICAIC1, y que la persona con que la podía filmar era Santiago Yanes, un asistente de fotografía muy talentoso que en ese momento estaba castigado en los talleres de tornería de la Empresa por quedarse con los trozos de negativo sobrantes en la última producción que había trabajado. En aquella época existía un movimiento de jóvenes cineastas que actuábamos como parásitos en las entrañas de la Industria, aprovechando sus recursos: filmábamos con trozos de películas desechadas, a veces “extraviadas”, y editábamos y mezclábamos de madrugada, cuando nuestros mayores dormían o simulaban dormir para dejarnos hacer.

Sed es mi primera película y la hice a una edad donde la noción de la espera es terrible; por eso es una variación de Esperando a Godot, la obra teatral de Samuel Beckett. Es una película muy formal, que todo el tiempo expone su escritura y el material con que se filmó: una película positiva que en el laboratorio tuvimos que llevar a negativo para después hincharla a 35; mucho grano, luz contrastada y planos largos en los que al mismo tiempo que ves la historia puedes explorar la imagen y definir la precariedad con que está hecha.

Fotograma de «Sed». En la imagen, Ricardo Vega y Verónica López.

Nunca olvido el día que mi padre la vio, y me dijo: “¿Y por esto fue que te dieron trabajo en el ICAIC? Yo te hubiera dado una patada por el culo.” Y me abrazó.

La ola (1995) la realizaste en uno de los años más severos del Período Especial. ¿Cómo fue posible terminar el filme en esas duras condiciones económicas?

Porque estaba pensada para filmar en esas condiciones: otra vez dos personajes, una casa que es mi casa; y los exteriores, lugares de Centro Habana a los que podía ir caminando un equipo mínimo de personas con una “cámara en la mano y una idea en la cabeza”. De nuevo el gesto de poder ir a los lugares caminando (o en bicicleta). Así es como suelo moverme por la ciudad, así es como he hecho la mayoría de mis películas. Nunca he soportado trabajar con un equipo de más de 15 personas, no soporto las multitudes, y por eso nunca he ido a una concentración, ni a una marcha, y tampoco fui al concierto The Rolling Stones.

Fotograma de «Bajo un sol poderoso», filme en proceso. La locación es la sala de la casa de Kiki Álvarez en Centro Habana, escenario también de «La ola», «Jirafas» y «Domingo», esta última producción del 2007.

En aquellos años, Víctor Varela, que había sido mi vecino cuando yo vivía con Puchy Fajardo en 23 y 28, desarrolló su teoría y su práctica de Teatro del Obstáculo, y esa noción de  trabajar asumiendo el obstáculo como estímulo para la creación (después Lars Von Trier lo llamó obstrucciones) fue una revelación de cómo uno tenía que afrontar la realización de una obra artística personal en este país. También me había graduado con una tesis sobre Volumen I (1980) y conocía muy bien la experiencia artística y expresiva de Juan Francisco Elso, José Bedia, Ricardo Rodríguez Brey, Rubén Torres Llorca, Gustavo Pérez Monzón, Leandro Soto y Flavio Garciandía; todos ellos protagonizaron una revolución dentro de las artes plásticas cubanas al hacer prevalecer los conceptos, las ideas, en la selección y elaboración de los materiales con que hacían sus obras. La ola terminó siendo una producción del ICAIC porque cuando tenía montado todo el diseño de producción, les presenté el proyecto para que me apoyaran con un equipo de sonido, y Camilo Vives me ofreció cambiarme la película de 16 mm que yo tenía (me la había regalado el cineasta chileno Silvio Callozi) por negativo de 35 mm, más una unidad productiva y logística que me permitiera filmar en las calles sin ningún contratiempo; gracias a eso fue que pude diseñar con Yanecito unos planos con movimiento de grúa y travelling que aún me siguen gustando. Igual La ola fue rodada en los catorce días que tenía previstos.

En tu filmografía hay varias obras realizadas de forma independiente (Crisis, 2002; La persistencia de la memoria, 2004). Incluso Venecia (2014) es el primer largometraje cubano financiado enteramente con crowdfunding. ¿Cómo era posible producir esas obras al margen de las instituciones oficiales?

Crisis esta filmada en un baño por un equipo de 6 personas, dos de ellos actores. La persistencia… fue rodada en un apartamento de El Vedado en el que vivía en ese momento con Raquelita Casado; Domingo (2007) y Jirafas (2012), en mi casa de Trocadero, la misma casa de La ola; y todas con un equipo mínimo de personas. Durante todos esos años fui desarrollando un cine interior y de interiores, y cuando salía a la calle lo hacía con una pequeña cámara digital y la disposición de un documentalista. Gané en ligereza, aprendí a ver mejor, a separar mis ojos de la página del guion y a mirar y reaccionar ante lo que estaba sucediendo ante mí; descubrí que uno puede dirigir ficción provocando situaciones y dejándose sorprender por ellas mientras las registras. El cine tiene la especificidad de fijar instantes únicos, y la búsqueda de esos momentos es lo que más disfruto cuando dirijo actores, cuando diseño una situación escénica, una interacción dramática y cuando monto la película. Es intentar entender la realización cinematográfica (aún la digital) como una sucesión de revelaciones, como un prodigio alquímico, latente, mutante, hasta que se materializa en el momento de la proyección.

Fotograma de «Venecia». En la imagen, las actrices Marianela Pupo, Claudia Muñiz y Marybel García Garzón.

Mi diferendo con el cine industrial, institucional, viene de ahí, del control a priori sobre el resultado de la película que se ha decidido producir; pero es el mismo diferendo que tengo con los largos recorridos de desarrollo de proyectos, con los procesos interminables de escritura de guion, con la dramaturgia de relojería, con la película escrita y lista para ser filmada. Son procesos que entiendo y respeto (varias de la personas que más quiero y admiro son guionistas y productores), procesos que me toca estimular y acompañar en la escuela donde trabajo, pero nunca he logrado hacer mis películas desde ahí, no tengo esa disciplina, esa paciencia, ese rigor, esa obsesión de perfección. Puedo andar largas distancias dentro de un bosque intrincado, pero prefiero perderme a tener que ir siguiendo las indicaciones de un GPS que me obliga a centrar la atención en las pautas y no en la vida que ocurre alrededor. Prefiero, y eso lo incorporé cuando descubrí el cine de John Casavettes, construir mis historias interactuando con las vivencias y las emociones de los actores con que estoy trabajando. Es una noción de escritura que opera con lo inesperado, lo irrepetible, lo casual,  la singularidad de cada persona, y el instante que se fija. Esto no quiere decir que no pueda filmar desde un guion bien escrito y estudiado por mí, pero cuando entro en el set me olvido de esas previsiones y me entrego a las revelaciones que los actores me puedan regalar a partir de su punto de vista y la interrelación escénica que logre inducirles.

En un cine tan íntimo, tan de cámara como el tuyo, supongo que el cuidado en la puesta en escena demande muchísima concentración. ¿Has llegado a un método propio de dirección de actores? ¿Cómo lidias con estereotipos como los que definen a los actores como personas difíciles, más intuitivas que inteligentes?

Cuando empecé a hacer cine parecía (yo mismo lo creí) que los personajes de mis películas y sus intérpretes estaban supeditados al discurso, a la escritura audiovisual, y que en las puestas en escena los actores estaban usados en función de un estilo fotográfico muy planificado y riguroso. Viendo nuevamente Sed y La ola descubro que no era así, y eso me impulsó, a partir del año 2002, a entrenarme como actor en un taller que la Fundación Ludwing organizaba en La Habana, con la profesora Catherine Coray, del NYU Tisch School of the Arts. Recuerdo que el primer día de clases me presenté y dije que había ido a mirar, y Catherine me respondió: No, si quieres participar, tienes que estar dentro, no es algo que se pueda aprender mirando. Y eso cambió muchas cosas para mí. Ella se convirtió en mi maestra y en una de las personas más importantes de mi vida a nivel humano y profesional. Dentro aprendí a sentir y a mirar, aprendí a sentir y a controlar o a dejar ir mis emociones, y aprendí a ver, a centrar toda mi atención en los actores y a disfrutar y dejarme sorprender por la infinidad de emociones que tenemos las personas, y que definen en cada uno de nosotros una individualidad.

Los actores y actrices no son personas difíciles, aunque sí hay personas difíciles que son actrices y actores. Las actrices y los actores son personas dispuestas a jugar, a exponerse, a compartir sus vivencias, a entregar sus emociones; y los directores tenemos que estar ahí para ellos, para estimularlos, provocarlos, inducirlos, dejarlos ir; y cuando se van muy lejos, cuidarlos, protegerlos, traerlos de vuelta.

Dirigir a un actor en el cine no es lo mismo que dirigir a un actor en el teatro. En el teatro, el actor requiere de un entrenamiento y de un itinerario, una partitura física y emocional que le permita recorrer función tras función la trayectoria dramática de su personaje y de toda la obra; hay que trazarle una especie de hilo de Ariadna que lo ayude a no perderse en ese laberinto que cada noche parece ser el mismo, pero que en realidad muta durante cada función a partir del estado de ánimo de cada interprete, cambios en el elenco, o con cualquier imprevisto que pueda ocurrir.

En el cine, el actor no necesita tantos asideros. Si está dispuesto a jugar y confía en ti, puede entra al set con los ojos vendados y entregarse al aquí y ahora del momento en que se filma. Por eso es bueno no ensayar tanto, no indicar resultados, sino saber inducirlos. A veces, en el cine como en la vida, es bueno que el personaje y su intérprete no sepan lo que va a pasar después. Ahí quien tiene que tener muy claro el recorrido es el director. A mis actores trato de llevarlos a una situación en la que puedan accionar e interrelacionarse espontáneamente a partir de sus vivencias y del punto de vista que han desarrollado preparando sus personajes. Lo importante en el momento de filmar, de fijar un instante de verdad escénica, es que los actores estén ahí con y para el otro, con y para los otros, y que se miren (o eviten mirarse, porque la situación o la relación lo requiere), que se escuchen y que se dejen llevar por sus emociones, por la situación que están viviendo. A esto es a lo que Jonh Casavettes llamaba improvisación emocional, que no es libertad para improvisar diálogos, sino libertad para dejar fluir las emociones. Pero para que eso ocurra uno tiene que estar ahí con ellos, ser su primer espectador, sin prejuicios, entregado y dispuesto a dejarse sorprender por lo que está sucediendo, intentar comprenderlo, como uno hace cuando ve una situación en la vida real entre desconocidos y trata de saber lo que está pasando y quienes son esas personas que han atrapado tu atención. A veces hay conductas que no comprendemos, pero que responden a las necesidades o a los deseos de quien la está ejecutando. Dirigir de esta manera, me ha hecho más tolerante y me ha llevado a recuperar la curiosidad por los comportamientos humanos. Cuando uno es niño, y tiene que explorar los misterios de la existencia, actúa así.  No hay nada más castrador que un adulto con una visión cosificada del mundo, convencido de cómo tienen que comportarse y actuar los demás.

La única inteligencia que me importa y busco en las actrices y actores con los que voy a trabajar, es la inteligencia y la flexibilidad emocional.

Póster de «Jirafa» para su presentación en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam.

Estuviste en el grupo de artistas más activos que abogaban por una Ley de Cine. El 25 de marzo de 2019, finalmente, se publicó en la Gaceta Oficial de la República de Cuba el Decreto Ley No. 373 Del creador audiovisual y cinematográfico independiente. ¿Por qué se demoró tanto ese proceso? ¿Estás conforme con lo alcanzado?

Las asambleas abiertas de cineastas fueron un proceso político complejo, tenso, pero a la vez hermoso. Ahí tuve que escuchar ideas opuestas a las mías, pensar dialogando, defendiendo mis criterios y, sobre todo, tuve que trabajar para crear consensos. Entendí que la política es una carrera de largo aliento, y que no importan las batallas perdidas, sino el propósito final. Y ahí está: el Decreto Ley No. 373 es el resultado y la superación dialéctica de una confrontación entre los cineastas y la institución ICAIC. Tiene sus detractores, tiene sus disidentes, pero responde a siete años de cabildeo con la institución y a la participación democrática de un gremio en el diseño de su actividad vital. No es aún la nueva Ley de Cine a que aspiramos, pero el ecosistema que abre su funcionamiento con el Fondo de Fomento para el Cine Cubano apunta hacia una revalorización creativa y productiva de la cinematografía cubana que terminará por materializar esa ley. No estoy conforme, pero ahora sé que dialogando con responsabilidad y firmeza se pueden alcanzar acuerdos, se puede lograr lo que en algún momento parecía imposible.

Tu proyecto Bajo un sol poderoso obtuvo en el 2020 el premio para postproducción del recién creado Fondo de Fomento del Cine Cubano.

El Fondo de Fomento para el Cine Cubano siempre formó parte del mapa que las asambleas abiertas de cineastas, y su grupo de trabajo G-20, diseñaron para articular las relaciones entre los cineastas, las producciones independientes y el instituto de cine; no es una consecuencia, sino parte de un sistema que en el futuro deberá completarse con el fomento de la distribución, la exhibición y la conservación del cine que ya se está produciendo en estas nuevas condiciones. Se trata de recuperar y superar el universo que fuimos perdiendo con el desgaste de nuestra economía y nuestra vida social y cultural. Es un proceso de revitalización y renacimiento que apunta a culminar con esa nueva Ley de Cine que deberá mantener en su escritura, y como principio, el enunciado radical de la ley que fundó al ICAIC: “POR CUANTO: el Cine es un Arte.”

Logrado el arranque y funcionamiento de estas nuevas relaciones productivas (en pleno periodo de contracción económica y de pandemia), a los cineastas nos toca responder con películas. Y Bajo un sol poderoso es mi contribución personal a este proceso. Es una película en la que regreso al cineasta que fui hace treinta años desde el cineasta que soy hoy; exploro en mis archivos fílmicos, utilizo fragmentos de diarios y hurgo en mis memorias. Cuando empecé a trabajar en ella pensé que sería mi última película: una carta rodada a Godard, una bitácora regresiva, un ensa­yo sobre el fin.

Antes, las películas tenían un anverso y un reverso; tenían un negativo y un positivo; una imagen latente y una imagen real. En el cine analógico se llegaba a la imagen por impre­sión, y esa captura de lo real permanecía oculta hasta ser revelada. Hoy, con el cine digital, el mundo se registra por escaneo, y su visibilidad es inmediata y con un plus de brillantez. En el paso del analógico al digital, el cine perdió misterio, el retardo de su escritura.

Bajo un sol poderoso es mi tránsito por esa mutación y una interrogante sobre el sentido de seguir haciendo cine hoy.

Por eso he regresado a cosas filmadas hace años, a trozos de películas olvidadas, estalladas en mi cabeza, en las que vuelvo a encontrar la fe creativa que tenía entonces.

Controlando el encuadre de una escena de «La caja negra» (2020). A la derecha, Nicolás Ordóñez, director de fotografía de la mayoría de sus filmes.

¿Cómo te sitúas dentro del intenso debate ideológico que se da hoy en Cuba, donde palabras como “revolución”, “socialismo”, “democracia”, “república”, por solo citar unas pocas, se utilizan por los contendientes de uno y otro extremo para referirse a conceptos diametralmente opuestos?

En principio me sitúo como un lector. Como un lector ante una enorme producción de textos repletos de juicios, aseveraciones, descalificaciones, en los que la inmediatez y la vivencia emocional se imponen a la lucidez, a la duda, a la reflexión, a la importancia de investigar y poder desentrañar las causas de las cosas. Ante esos textos trato de ser un lector que selecciona lo que lee, cómo lo lee y desde qué lugar lee.

Ocurre que de un lado y del otro hay muchos contendientes que actúan, piensan y escriben de un modo cercano al fanatismo, que no comparto ni puedo acompañar. Pero si uno sigue la trama, es muy evidente que lo hacen dentro de la lógica de confrontación radical que han ido estableciendo entre ellos como estrategia para no dialogar; esto, para mí, es lo que termina volviéndolos previsibles, reiterativos, rígidos, y con muy escasa capacidad de producir o articular un sistema de ideas o un programa de acción que denote, en unos y otros, una disposición real a trabajar por una sociedad mejor.

En su esencia, el socialismo es un proyecto de emancipación que responde al ansia de modelar una sociedad donde todos compartan y sean responsables del bien de todos, del bien común; un experimento social de individuos pensantes, solidarios, con relaciones horizontales y libres de toda dominación y adoctrinamiento. Si tú enseñas a pensar tienes que aprender a interactuar con ese otro que piensa; los que adoctrinan son los sistemas religiosos; el pensamiento científico nace de la razón y la prueba, y sus herramientas de educación son la razón y la prueba. Cuando de un lado y el otro las ideas se convierten en convicciones incuestionables, en verdades absolutas, no hay entendimiento posible, y en ese escenario trabaja el diablo.

Hay que volver a leer la historia y leerla bien, sin prejuicios, para poder entender el país que somos y la sucesión de acontecimientos que nos han traído hasta hoy.

Cuando Alicia se encuentra con el gato de Chesshire y le pregunta: ¿Podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí? El gato que sonríe le contesta: Eso depende en gran parte del sitio a dónde quieras llegar.    

¿Puedes separar al artista del ciudadano? ¿Reverdece la vieja discusión sobre el papel del intelectual en la sociedad?

No, desde hace varios años no vivo en un entorno de artistas, no hago vida de artista, y salvo con mis alumnos o actores con los que esté trabajando, me reúno muy poco con artistas. Creo que si no fuera por la satisfacción que me da compartir el conocimiento que tengo de mi oficio, o la necesidad de seguir haciendo películas, o la obligación de sustentar a mis animales y a mí, viviría recluido, leyendo, viendo películas, a veces escribiendo, sin extrañar casi nada ni a nadie.

Soy un ciudadano que vive en el corazón del barrio de Colon y comparte las mismas circunstancias que la mayoría de sus vecinos; en una casa que alguna vez fue un laboratorio de cine y que a veces, cuando pasa un ciclón, se inunda con el agua y la mugre que el mar arrastra por las calles de Centro Habana. Desde ese lugar, que tiene un piso ajedrezado, observo, reflexiono, y a veces, cuando me resulta inevitable o necesario, comparto una opinión o respondo una entrevista.

Es muy difícil y complejo ser lúcido y útil en una sociedad ceñida por un contexto económico insuficiente que determina día tras día el deterioro de sus valores. No vivimos en una época en la que importe mucho lo que piensen los intelectuales porque en realidad no importa mucho lo que piense nadie.

Quién establece ahora qué se piensa, cómo se piensa y en qué proporción se piensa es Internet y sus redes sociales, donde, lejos de relacionarnos a través de un intercambio horizontal, lo que importa es lucharse un like, un emoticón, o más gente que te siga y te soliciten amistad.

Los intelectuales, su prestigio, la responsabilidad social, son valores en decadencia, inoperantes; en estos momentos lo que importa es ser sexi, ser cool, y saber venderse para llegar a ser un influencer. Nunca antes habíamos sentido tanta sensación de poder y de autoridad moral sobre los demás, como la que nos ofrece hoy nuestro muro de Facebook, nuestra cuenta de Twitter, nuestro canal de Youtube, nuestro grupo de WhatsApp, nuestro Blog. Somos dioses. Viajando por internet, cada uno de nosotros se ha vuelto peligrosamente un dios.

Por eso vivimos conectados, enganchados, atados a la virtualidad de una nube que nos impone la tarea de ser visibles para interactuar con los demás; pero es una paradoja: la virtualidad de esa nube es totalmente inútil para entender, sentir, habitar y compartir, con todas sus carencias, la calidez de lo real.

¿Qué es lo que más te gusta de tu cotidianidad?

Lo que más disfruto en mí día a día es salir a caminar con Greta, mi perra. En sus paseos, ella me hace recorrer los caminos que se le antojan y durante el tiempo que quiere. Tiene tres itinerarios con variaciones, pero nunca sé por qué un día escoge subir hacia el centro y al día siguiente bajar hacia el mar. En cualquier caso, siempre hay un punto en que se detiene, me mira, la miro y su instinto decide por dónde continuar; entonces la sigo, y mientras caminamos, mi mente va discurriendo de una idea a un recuerdo, a un incordio… hasta que ella me ladra, salta a mi alrededor y juega a morderme el brazo. En ese momento siento que entre los dos rozamos la felicidad.

Greta, compañera de las correrías habaneras del director.

A Greta la encontré en la calle hace diez años, cuando era una cachorra, y desde ese día hasta hoy hemos construido juntos un certeza: mientras estemos vivos, ninguno los dos abandonara al otro; cuando salgo de viaje ella sabe que aunque demore voy a regresar, y en esa confianza radica la sanidad de nuestros rituales cotidianos, la fuerza de nuestra relación real.

 

Nota:

1 Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos.

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