La Habana, como un viejo mapa o un pañuelo

Ciudad imposible porque se ancla en un tiempo que rehúsa. 

Foto: Alex Fleites.

Según Ítalo Calvino en su libro memorable[1], Marco Polo le narra a Kublai Kan, rey de los tártaros, las fantásticas ciudades que encontró en sus repetidos viajes al Oriente. Todas tienen nombres de mujer y características dispares: Leonia es continua; Berenice, escondida; Zenobia, sutil; Bersabea, con vocación celeste; Fedora, abierta al deseo; Clarice, pagada de su nombre; Diomira, sujeta al recuerdo; Eufemia, propensa a los intercambios de toda clase; Adelma, en comercio con los muertos; Fillide, con persistencia en la retina; Zirma, cargada de signos, grávida de significados…

A La Habana, esta ciudad de nombre pulposo, que llena la boca solo de mencionarla, ¿qué cualidad la enmarca? Para mí, La Habana es la ciudad imposible, una suerte de equilibrio precario entre la vetustez y la modernidad envejecida de los años cincuenta. Es la ciudad que se niega y se afirma en sucesivas remodelaciones y derrumbes, es el sitio que, tratando de ser, no es aún. Y quizás no sea nunca.

Al habanero le gusta hablar del pasado esplendor de su ciudad. Dice: “El Vedado”, “El Cerro”, “Mantilla”, “Puentes Grandes”, y se le ilumina la mirada. Son barrios hoy venidos a menos, pero siempre espléndidos en la arcádica memoria de quien se reconoce, orgulloso, en su linaje. Ciudad imposible porque se ancla en un tiempo que rehúsa. Por eso los habaneros vivimos en una ciudad que ya no es. Más bien La Habana es, será, dejará de ser solo en el recuerdo. Y también tiene nombre de mujer: toda enigma, toda posibilidad, toda amparo, toda maravilla.

 

 

La acera de los bobos llamamos en La Habana a esa franja de la vía donde pega, despiadado, el sol. Según la tradición, no se debe transitar por ese lado de la calle, pues uno corre el riesgo de que le sucedan cosas desagradables; entre otras, que te pidan dinero… Pero resulta que el sol de la Isla, que todo lo funde, que todo lo aplana, que vela hasta los más intensos colores en una atmósfera lechosa, difusa, cae a plomo a medio día. Entonces no hay acera de sombra o sol, sino un mar cegador, una inmensa caldera donde nos cocemos todos, listos y bobos. Salir a la calle a esa hora, como dijera el poeta José Lezama Lima, es un verdadero acto de fe. En La Habana hay que saber nadar, también, entre la luz.

 

 

Es inatrapable la ciudad. Las sumas de sus partes (edificios vetustos, rostros, centenarios laureles, el mar a dentelladas contra los arrecifes…) no hacen un todo indivisible. Una mirada no basta para fijar su cambiante complejidad de animal que resuella. Un sonido, un color no encierran a la urbe: el eterno y vano anhelo de apropiarnos de la ciudad limando sus aristas, alisando sus pliegues. Como un viejo mapa, o un pañuelo.

Foto: Alex Fleites.

 

 

Abomino de las generalizaciones: son trazos gruesos sobre el lienzo crudo. Carecen de profundidad, de perspectiva y de matices. Las más de las veces, simplifican al objeto definido, lo reducen al absurdo, lo caricaturizan. De modo que no es dable decir: el habanero es expansivo, o sensual, o generoso, o avispado.

De entrada habría que definir qué entendemos por habanero. Un dato sería el lugar de nacimiento; otro, más permisivo, el lugar de residencia. A mí me parece que habanero es aquel que se ha apropiado de la ciudad, que la ha sentido como un cuerpo vivo, y, por eso, sufre con sus dolores y se regocija con sus éxitos. Conozco habaneros que no han nacido ni han vivido en La Habana; como en el mito romántico, les bastó una mirada, un “flechazo”, para sentirse enamorados de la urbe. ¿Y qué es el amor sino carta de identidad y posesión?

La Habana es mi lugar en el mundo, mi sitio de poder, en donde soy de una manera que transcurre entre la plenitud y el enojo: aquí se ha construido todo lo que bajo mi nombre se cobija, aquí acuné a mis hijos, aquí devolví a la tierra los cuerpos de  mis padres.

Sin embargo, no comparto ninguno de los estereotipos que se tejen alrededor de construcción tan compleja: no soy un buen bailador, me molesta el ruido, prefiero la semipenumbra de la casa a la exposición permanente de la calle, soy ordenado y puntual, y en ninguno de los casos podría ser considerado un latin lover.

En La Habana vivimos un abigarrado “género humano”[2]. Hay habaneros expansivos hasta el grito; táctiles, que te dan golpecitos en el hombro durante una conversación intrascendente para asegurarse de que estás ahí, y que les entregas toda tu atención;  bailadores infatigables y amantes desaforados. Y hay habaneros también que buscan la conversación sosegada, reflexivos, amadores morosos y hasta triste.

Creo que el que visite por primera vez a La Habana debe despojarse de todo preconcepto. Limpio el paladar, por estrenar los ojos, aquí puede encontrar, como en cualquier comarca de vecinos, muy variadas y muy intensas experiencias. Los ojos miran; el cerebro –al que algunos prefieren llamarlo corazón–, ve.

Foto: Alex Fleites.

 

 

–¡Hola!

–¡Cuánto tiempo!

–Estás igualita.

–Mentiroso. En cambio, a ti la canas te han hecho más interesante.

­ –Me miras con los ojos del alma…

–¿Por qué no pasas un día por la casa? Vivo donde mismo. Te puedo invitar a un café.

–¿Solo a un café?

–Bueno, serán dos.

–Me refiero a si solo vamos a tomar café.

–Tú, llégate. Después veremos cómo se desenreda nuestra historia. Tenemos tanto de qué hablar…

–Mejor me llamas un día que estés sola y tengas tiempo. ¿Recuerdas mi número?

–¡Claro! Entonces sigo mi camino.

–¿Nos abrazamos?

–¡Por supuesto!

Juntan los cuerpos. Ella cuida que las pelvis no se toquen: hay que prevenir el incendio. Intercambian un beso en la mejilla. La mujer camina Obispo abajo. El hombre se queda parado en la esquina, a la altura de La Lluvia de Oro; no sabe qué hace ahí, ni cómo ha llegado. Ellos no conocen sus nombres, ni sus direcciones, ni sus teléfonos. Pero se han regalado un abrazo. Mientras, en la ciudad la noche, finamente, llueve.

Foto: Alex Fleites.

 

 

Como a todos los pueblos, a los habaneros nos interroga el azar. Mayormente en la forma de la Charada China, un juego de cien números llamado “Bolita”, que es un secreto a voces o una infracción consentida de la ley. Cada número se relaciona con uno o más sustantivos. Así, el cinco corresponde a la monja; el tres, al marinero; el nueve, al elefante… De modo que si uno sueña o se tropieza en la calle con una monja, debe correr a apostar (a apuntar) a ese número, ya que es una clara señal de que la suerte nos anda rondando debajo de unos hábitos. ¿Qué hacer, entonces, cuando en plena vía, desde el fondo de varias décadas –que aquí se cuentan por capas de pintura– nos sale al paso un 72 imponente? ¿Alude a un año, al ordenamiento numérico de las casas, fue dibujado ahí (nuevamente surge la palabra) por azar? En el complejo universo simbólico de la Charada China el 72 se corresponde con “ferrocarril”, “buey viejo”, “serrucho”, “collar”, “cetro” y “relámpago”. ¿Es una incitación a viajar? ¿Nos recuerda el inexorable peso de los días? ¿Cortaremos amarras, nos ceñiremos un nuevo collarín, en el eterno juego de renunciar a viejas lealtades y asumir otras nuevas? ¿Se empoderará nuestra anodina vida? ¿Al doblar de alguna esquina nos espera el fulgor? Ahí está, desafiante, ese número que la lluvia va sacando desde el fondo del tiempo. Que cada quien piense lo que quiera. También –aunque es más difícil– se puede pasar por su lado sin ver. A mí me sirven tan solo las preguntas.

 

 

Hay una esquina en la ciudad que, para mí, es La Habana. No voy a nombrarla porque se trata de un acto personal de apropiación, que no coincide ni con las más cantadas, ni con las más fotografiadas, ni siquiera es la más concurrida de la ciudad. Se trata de algo íntimo entre ella y yo. Cuando estoy fuera de la Isla y la nostalgia me atenaza las sienes, evoco su imagen y me siento acompañado. Por épocas la he transitado a diario; en otras ocasiones nos hemos distanciado, pero como se pueden distanciar dos seres que se necesitan mutuamente para ser. Ahí el viento bate fuerte todo el año, lo mismo si su aliento es endemoniadamente cálido, como si trae noticias de los “nortes”, caprichosos jirones de invierno que nunca duran más de dos o tres días. No nos parecemos esa esquina y yo. Incluso tenemos muy pocas cosas en común. Por eso mutuamente nos buscamos.

 

Foto: Alex Fleites.

 

Es un muro, pero también un diván, un banco y un escenario de ocho kilómetros de largo, desde el Puerto de La Habana hasta la desembocadura del Río Almendares. El Malecón es una de las riquezas innegociable de los habaneros. Hay quien ha dormido ahí, huyendo a las noches de hacinamiento y hervor de agosto; y quien ha enamorado, y quien ha discutido a gritos o bebido hasta morir; y quien ha ido de la mano de los hijos a «cazar olas», en un verdadero rito de iniciación ciudadana. Es el retablo para todas las representaciones de nuestra vida, que tienen, como telón de fondo, al azul insondable. Fue el andaluz Juan Ramón Jiménez quien observó que los habaneros nos sentamos en el muro de cara a la ciudad, más preocupados por el latir de la villa que por ese ente inquietante que circunda, vapulea y acuna la isla: el mar. El Malecón es nuestro finisterre, el límite de lo conocido, la línea que nos contiene y nos protege. Un sitio cambiante, según la hora y la época del año, a donde vamos todos, simplemente, a existir.

 

 

Han de estar entre los más antiguos gestores de la publicidad directa. Sus voces recorren una gama cromática que va del grito al canto. Anuncian, de día y de noche, mercancías y servicios: quieren arreglarte el colchón, venderte cebolla, galletas, aromatizante para la limpieza, hortalizas; pueden componerte la estufa, el aire acondicionado, la máquina de coser. Son albañiles, electricistas, fontaneros, pícaros que cambian relojes viejos por nuevos –como hacía en el cuento árabe el hombre que buscaba la lámpara maravillosa–. Son los pregoneros. Sus voces contribuyen al tejido polifónico de la ciudad. Van de la vida al folclor urbano. Inspiradas en pregones se han compuesto excelentes canciones, universalmente conocidas, como El Manisero, de Moisés Simons, y Frutas del Caney, de Félix B. Caignet. Los pregoneros cumplen, además, la inapreciable función de recordarnos que no estamos solos; podemos llamarlos para que se acerquen a nuestro balcón, negociar los precios, intercambiar sobre deporte o política, aunque algunas veces no les compremos nada.

Foto: Alex Fleites.

 

 

Parte de la Plaza de Armas, a orillas de la Bahía de La Habana,  y llega hasta la calle Monserrate. Es nuestro principal boulevard y la arteria más carnavalesca de la ciudad, porque casi todo lo que sucede ahí tiene el claroscuro, el guiño del juego: ni los turistas que la transitan son tan ricos, ni los mendigos tan pobres, ni las muchachas tan fáciles, ni el buscón tan desinteresado, ni el policía tan perspicaz, ni el poeta tan triste…  ¡La calle Obispo! Que, para no ser menos, desde el siglo XVI se ha ocultado bajo varios nombres: Calle San Juan, de los Plateros, del Consulado. Uno va a Obispo a creer y a que le crean, a no tomarse en serio, en una mascarada que puede ser  muy oxigenante.

 

 

A punto de cumplir 500 años la ciudad, cabe preguntarse: ¿hacia dónde va?, ¿qué destino –triste o glorioso– espera a los habaneros? Pues no lo sé. Creo que nadie lo sabe. Un solo hecho es incontestable: por casi cinco siglos La Habana ha estado ahí, sometida a feroces huracanes, crueles asaltos de piratas, invasiones extranjeras, incendios, desgobiernos, revoluciones y profundas e inenarrables crisis económicas. Y todo ha pasado, menos el mítico encanto de la ciudad, su secreto y difícil  glamour que seguirá moviendo las sensibilidades de pintores, poetas, dramaturgos, músicos y danzarines. Danzarines, sí, porque esta ciudad, en su esencia mutable, tiene cadencia, ritmo, melodía: se puede bailar. Y es una danza paroxística y lenta, sutil y explícita, dura y remansada. En una palabra: inclusiva.

 

tatuaje

 

escribo sobre la piel de la ciudad

 

mi mano se apoya

en la huella de otras manos

palpa oquedades

acaricia los queloides

que el salitre

las emanaciones del vivir

y el polvo han hecho surgir

de viejas cicatrices

 

rayo mi nombre

que es ninguno

pues va a borrarse

a fundirse con nombres

antiguos y por venir

a convertirse si acaso

en un trazo más

del inmenso tatuaje

con que intentamos

perpetuarnos junto a la ciudad

 

pasa el tiempo sobre la piedra

pasa la piedra sobre el tiempo

y ambos se erosionan entre sí

 

escribo sobre la piel

de la ciudad que me contiene

 

igual la ciudad

va escribiendo en mí

historias

que llegan

en forma de murmullos

voces superpuestas

frases entrecortadas

los sonidos

del goce

y

del dolor

 

 

Notas:

[1] Le città invisibili, Editorial Einaudi, Roma, 1972.

[2] Simón Bolívar dijo que los latinoamericanos somos “un pequeño género humano”.

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