Luis Lorente: “En esencia, soy hedonista, asere”

Diría que ser poeta es “casi igual a ser agrimensor, mecánico, médico, arquitecto, ingeniero... Solo que el registro del poeta se concentra en las emociones, que son menos concretas y, por tanto, más escurridizas”.

Leyendo a Francisco Manzano, poeta cubano del siglo XIX. Foto: Alex Fleites.

Leyendo a Francisco Manzano, poeta cubano del siglo XIX. Foto: Alex Fleites.

Nunca voy a saberlo. Cada vez que visito a Luis Lorente, pone la cafetera al fuego. No sé si es porque se alegra de verme o es pura casualidad, algo que ya tenía dispuesto, y entonces no le queda otro remedio que compartir su café conmigo. A él me unen montones de cosas, que van desde afinidades políticas y estéticas —por sólo usar dos esdrújulas—, la juventud sobresaltada y veloz que ambos tuvimos, el cariño que siento por su hermosa familia, la admiración al poeta, la simpatía que me provoca su aire desvalido de hipocondriaco contumaz, las lecturas comunes y… los recuerdos.

Hemos llegado a esa edad en que la memoria se deshilacha y hay que estar remendándola constantemente. Por eso nos contamos sin cesar eventos del pasado que creemos haber vivido, y los reelaboramos y adornamos, o afeamos, según nos habría ido —o nos fue— en ellos.

Lorente (Cárdenas, 1948) vive en El Vedado, en una casa indescifrable, algo así como un container en medio de una ciudad que la desidia y la pobreza carcome. Ahí hay dos gatos de planta, Cuco y el Bola, y otros muchos, del barrio, que se acercan en busca de cariño, y tres artistas más: por orden de aparición, la poeta y narradora Charo Guerra, su esposa; María Lorente, hija de ambos, teatróloga y escritora, y Kevin Espinosa, cónyuge de María, pichón de germanista que en sus ratos libres toca la guitarra. Es un ambiente creativo y algo enloquecido en el que no falta el buen humor. Además, hay originales muy notables de pintores cubanos, como Samuel Feijóo, Arturo Montoto y Pedro de Oraá.

Luis ha publicado en Cuba una docena de poemarios, muchos de ellos reconocidos con importantes premios, como el de la crítica. En dos ocasiones ganó el Casa de las Américas, con Esta tarde llegando la noche (2004) y con La excepcional belleza del verano (2022).

Esta entrevista debió realizarse y publicarse el año pasado, a raíz del más reciente galardón obtenido, pero ya saben: la COVID-19, la corrosiva cotidianidad, en fin… Va ahora.

¿Cómo es ser poeta?

Te diría casi igual a ser agrimensor, mecánico, médico, arquitecto, ingeniero… Solo que el registro del poeta se concentra en las emociones, que son menos concretas y, por tanto, más escurridizas; de ahí quizá la complejidad del oficio. El poeta está alentado (y obligado) por una vocación a la que debe dedicarle todos los días de su vida.

Es un ejercicio escabroso, lleno de riesgos aquí y en cualquier lugar del mundo si se toma en serio, único modo de asumir la poesía. Proponer una visión, intentar que otra realidad sea aceptada por quien lee… “el crepúsculo arde en llamas”, “escucha el viento conversando su voz de corno inglés”. Impúdicamente, me he citado.

No te preocupes. Escribir poesía y, sobre todo, publicarla, ya es bastante impudicia. Como diría Álvaro Carrillo, “un poco más, y a lo mejor nos comprendemos luego…”. Avanza.

Las ideas, los símbolos deben convencer. El lector no debe sentir que hay artificio en la escritura, en tanto no puede haberlo en el proceso de creación. La poesía es un acto de sinceridad y su lenguaje se concreta mediante dictados. En mi caso, son voces que no sé de dónde vienen. Siento la imagen, la deseo, la escucho, la capto y necesito compartirla. Es forzoso para mí. Esto, pensando más en tu pregunta, quizá sea una de las tantas maneras de ser poeta.

Hablo por mí y por lo que siento como lector de poesía. Si no, ¿por qué estoy tan convencido, con Paul Eluard, de que “la tierra es azul como una naranja”? O sea, existe otra realidad que, finalmente, no es solo obra del poeta, sino también de la cierta complicidad que consigue establecer con el lector, quien interviene y participa del texto desde su propia experiencia.

¿Cómo es ser poeta en Cuba?

Si el poeta, como antes sugerí, es un fabulador a priori, lógico asumir y aceptar que sea una conciencia crítica a partir de su lenguaje. En Cuba no tendría por qué ser diferente. Nadie debe esperar cantos absolutos a la belleza, aunque no tengo dudas de que en la poesía gobierna la belleza. No hay contradicciones. El poeta expresa libremente sus sobresaltos y verdades, todos nacidos tanto de los placeres como del caos y el desconcierto.

Podría contarte algo de mi experiencia. Hubo un tiempo en que mi manera de ser y de decir generaba sospechas… Quería, y necesitaba para mi propio desarrollo, trabajar en espacios literarios, pero alguien estaba ahí para impedirlo. Un funcionario (de nombre real Herodes) me cerraba las puertas. Ya entonces había ganado el Premio David de la Uneac y me preparaba para viajar con un grupo de jóvenes a los países socialistas. Llegué al aeropuerto (1975) y otro “rey Herodes” se acercó al grupo y dijo: “Ud., Lorente, salga de la fila que no puede viajar”.

No se me ha quitado la vergüenza. Cuando voy al aeropuerto, siempre tengo la sensación de que puede repetirse la escena. Por supuesto, no recibí ninguna explicación por esta ni por otras penosas zancadillas.

Si me permites, concluyo la anécdota: un poeta llamado Lutero Hernández lo comentó con Onelio Jorge Cardoso y, este a su vez, con Nicolás Guillén. No sé cómo se aclaró el oscuro episodio, nunca pregunté, pero supongo que fue a partir de saberlo Guillén. En cuanto se organizó otro viaje de jóvenes a países socialistas fui incluido en la nómina.

Luego, Guillén pidió verme a propósito de la edición del libro premiado. El poemario le gustaba, me dijo, pero no el título y subrayó uno de los versos de un poema con que podía titularlo (Las puertas y los pasos).

Aunque a estas alturas de mi vida reniegue de aquella escritura, agradezco siempre la observación de Guillén. De hecho, el título fue y sigue siendo simbólico para mí.

Los “reyes Herodes” aparecen y, a veces, ni puedes identificarlos. Pero lo más probable es que esos inconvenientes puedan tenerlos también el agrimensor, el mecánico, el médico, el arquitecto, el ingeniero… Gracias a Dios, he dado también con sus contrarios.

Según Félix Pita Rodríguez, escribir poesía a los 15 años no tiene mayor mérito, salvo que estemos hablando de Rimbaud. A esta altura de la vida, ¿escribes impelido por las mismas angustias y certezas del poeta joven que fuiste o la técnica, la malicia literaria va ocupando el lugar del estupor?

Estupor siempre. Detrás del estupor hay rumbos nuevos, paisajes inéditos, crepúsculos donde toca otra orquesta y viene la escritura, la creación, la ventana al mundo desconocido. Detrás del estupor están el abismo y sus reflectores. Ese estupor se apropia de mí, me angustia si no lo esclarezco y me da paz cuando por fin lo consigo. En esencia, soy hedonista, asere. El estupor me ronda. Me ayuda a detectar lo mismo el olor a rinconera, a chivo muerto, que a esencia de lavanda. Y por ahí la poesía, el modo de captar lo que trae la atmósfera, dilucidar la vida que es algo en sí muy misterioso y diferente (e igual) en cada ser humano.

A los 75 años, después de una docena de libros publicados, de múltiples reconocimientos, ¿crees que lo has dicho todo? ¿Crees que lo que has dicho ha estado bien?

Ni una cosa ni la otra. Por eso continúo escribiendo con la devoción, el rigor y la paciencia de un grafómano. La poesía es infinita. No es un caracol nocturno en un rectángulo de agua, más bien pertenece al reino de lo inefable.

Un poeta venezolano dice que la poesía no sirve para nada, solo para ayudar a vivir. Está claro que esta sentencia se cumple, en primer término, para el poeta, aunque la poesía no le provea recursos económicos para la subsistencia. ¿Qué reflexiones te motiva esto?

La poesía ayuda a vivir, ¿qué más puede pedirse? Más que ayudar, la poesía da sentido a la vida. Un poeta no puede decir nunca, con sinceridad, que la poesía no sirve para nada, a menos que al hacerlo esté intentando desmontar semejante e inconsistente representación. O quizá está lamentando que la poesía, en efecto, no provee, en todo caso entorpece la subsistencia porque el tiempo que le dedicas se lo restas a esa obligación familiar que consiste en ganar el pan.

A mis 75 años, me siento cada día escribir, aunque sea una línea. Y si no la escribo, borro, que es otra manera de escribir, o insisto, pienso y sueño con esa línea hasta que salga. Escribir es un ritual que, si interrumpo o no cumplo, me incomoda. No concibo el día sin haber escrito, borrado o enmendado. El acto de sentarme frente a la cuartilla en blanco y escribir a mano con mis rocambolescos e indescifrables signos, hace además que me sienta vivo, me da paz, y la paz es algo que necesito mucho.

Es de suponer que Cárdenas, tu lugar de nacimiento, la infancia, es para ti un territorio mítico, algo así como la Arcadia.

De Cárdenas tengo recuerdos imborrables de los torneos de básquet en el Campo de Sport de la Sociedad de los Caballeros Católicos, con unas rivalidades increíbles; de mi padre involucrado en los preparativos de esos eventos en aquella magnífica edificación con sus gradas, sillas, y la cantina llena de cervezas, refrescos, rositas de maíz.

El disfrute por los finales de campeonato de pelota en el famoso colegio presbiteriano La Progresiva (donde vi lo mismo a Kiri Canasí —considerado el mejor de la zona— que a Joseíto Martínez, quien luego jugaría Grandes Ligas) y, en las afueras del pueblo, en el Chacho-park, a los mejores players de la liga local.

Con Cuco, otro miembro de la familia. Foto: Alex Fleites.
Con Cuco, otro miembro de la familia. Foto: Alex Fleites.

Cárdenas es la cercanía constante de mis padres y de la familia, gente noble, sencilla, entre quienes primaban rituales de cariño, solidaridad, compresión y ayuda constante. Mi trabajo, junto a mi padre, como obrero en la Fábrica Arechavala, vínculo que me aportó una mirada y conocimientos y modos de asumir y relacionarme con la vida. Y eso está en mi poesía.

En esos años comenzó mi interés por lecturas que me inquietaron. A finales de los 60, muy a finales, pude asistir a un taller literario de cierto nivel que había en la ciudad. Entre tantas escenas familiares, recuerdo una que viví, o quizá de tanto oírla creo haber vivido: fue el 13 de marzo de 1957. Aquella tarde-noche, sentados a la mesa, mi padre dijo: “Caballeros, hoy se acabaron los hombres guapos en Cuba”.

Las manos del poeta. Foto: Alex Fleites.
Las manos del poeta. Foto: Alex Fleites.

Tú y Aramís Quintero, matanceros ambos, fueron señalados en algún momento por la crítica como deudores de la poesía de Eliseo Diego, autor que, por demás, frecuentaste profusamente. ¿Es esta una buena influencia? ¿Cuáles serían los puntos de contacto entre tú poesía y la del autor de En la Calzada de Jesús del Monte? ¿Quieres compartir algún recuerdo de Eliseo, una breve semblanza?

Matanzas es mi patria poética. Encontré allí, por primera vez, autores maduros. Y revistas y boletines. A cada rato los diferentes grupos o tendencias fundaban una revista delirante: El Tocororo de piedra, La mosca profana, La nube en pantalones, La pajarita de papel, Hacer algo, La hoja armada (donde por primera vez publiqué). Hubo otras, muchas.

Por aquel tiempo pude experimentar lo que Cintio llamó la matanceridad, una especie de ángel de la jiribilla muy propio de la ciudad. Una manera de ser, casi forma de pensar, otros gestos, otra indrumuria, otra incorporación a la vida, algo que venía desde Plácido y Milanés y estaba sembrado allí.

La mayoría de los símbolos de esa matanceridad que yo conocí han muerto ya, aunque siguen vivos en el espíritu de la ciudad: Carilda Oliver Labra, Ricardo Vázquez, César Andricaín, Teté Gómez Albuerne, Eduardo Lolo, Mirta Martínez, Manolo García, Mario Argenter, Asteria Vargas, Leopoldo García-Oña, Pancho Santiago, Jaime Ortega, el propio Cintio.

En ese contexto conocí a Aramís Quintero que parecía —o en realidad era, y sigue siéndolo— un personaje de Corazón, la novela de Edmundo de Amicis. Aramís ya había publicado un libro y tenía más lecturas que cualquiera y era amigo de Eliseo. Mediante Aramís lo conocí.

No niego ni rechazo influencias, pero no creo que la haya. Eliseo es para mí uno de los descubridores de Cuba. Disfrutaba y gustaba mucho de elogiar la belleza. La última vez que lo vi, al despedirnos en la esquina de su casa, me dijo: “Cuando venga de México te voy a prestar José y sus hermanos“, novela de la que me hablaba con mucho fervor.

Según Roberto Fernández Retamar, se nace poeta como se nace jirafa. ¿Es la condición de poeta una fatalidad, en el sentido de algo que va a darse o no, inexorablemente?

Estoy de acuerdo con Retamar, la vocación es, sobre todo, parte de la naturaleza. En mi caso puedo decirte que, contra todo obstáculo, he sido persistente. Estoy convencido, e incluso lo he escrito como verso de confesión: “no sé hacer otra cosa que escribir”.

Manuscrito de poema en proceso.
Manuscrito de poema en proceso.

¿Puedes develarnos tu genealogía poética? ¿Aquellos autores sin los cuales no hubieras llegado a ser?

Todo autor que he leído es parte, de alguna forma, de mi amplia y diversa genealogía poética. No me gusta hacer listados que siempre serían injustos. Confieso que he leído…

Dijo Antonio Machado: “…yo vivo en paz con los hombres / y en guerra con mis entrañas”. ¿Es tu caso?

“Un pensar que se estanca es un pensar que se pudre”. Me gusta mucho aquel legendario cartel, entre los tantos que aparecieron en el París de Mayo, de 1968. En esta época, bárbara y primitiva, enloquecida y llena “de pájaros de ira ciegos”, es muy, pero muy difícil estar en paz, y cuánto lo necesito.

Yo no lo estoy, ni con los hombres, ni con las entrañas. Estoy en guerra con la impericia. Contra la falsedad, contra las imposiciones, contra las actitudes autocráticas y la pose, porque todo eso corrompe y pudre y extermina y niega y evita el desarrollo y la unidad y lucha de contrarios. Y empobrece, y la aspiración humana no puede ser la pobreza de espíritu.

Hoy tengo la ilusión, la locura o la idea romántica de haber hecho dos guerras de independencia en Cuba bajo las órdenes del generalísimo Máximo Gómez. Tengo edad y sentimientos para creérmelo. A veces sueño que todavía estoy en la manigua donde he dejado unas novias preciosas, unas aprendiendo a cantar La Bayamesa y otras las notas del Himno Invasor.

Cinco poemas de Luis Lorente

Tafia

Comienza a hacerse agua, a descender tardío el corazón.
Huele a embori, asere, a chivo muerto,
a viento de infinitas amarguras.
Huele a inmundicia, a pesadumbre, a pájaro esquelético,
a caballo cerrero, desbocado.
Huele a sudor, a cal y canto, a mácula, a última instancia,
a memoria borrada por la piromanía.
Todo se esfuma, todo
como el sueño ostentoso de la inmortalidad.
Huele a manigua, a palenque, a monte adentro,
a crápula, a rinconera, a desperdicio,
a hueso, a puñalada, a consumatum est.
A embori, a ñampe, asere, ambia.
A tafia, monina. Huele a chivo muerto.

 

Memorándum

Vuelve con su blusa de seda de algodón de la India,
y en sus manos hay un ramo de flores moribundas
como el sol que se pone sobre el plato de agua.

El verano inconsciente, el furioso verano, dejó escrito
en su casa memorándums y fechas que mientras pasa
el tiempo apenas dicen nada.

Cincuenta años después no dicen nada
enfrente de una vela que se descorazona al aire
que causa conmociones.

Como si no estuviera aún deshabitada, conversa
con ardor sobre acontecimientos y la flora,
y el arte de engordar prosaicamente.

Se mece en el sillón, cierra los ojos, sueña.
Se escapa en un caballo, y dice ¡arre!

 

Trilunio

Antiguamente era quien al pasar
se detenía a contemplarse hermoso
en el trilunio, pero el ángel murió
y unos días después, según les consta
a quienes siguen habitando estas paredes,
esa imagen del ángel fue sustituida
por la de una mujer que a cualquier hora
pasa y se mira y se interroga.
Su voz confirma algo que ella cree
inevitable confirmar mientras practica
un movimiento de cabeza donde están
implicados los ojos y los labios rosados
que se asombran y espantan como
si hubieran visto al ángel descender.

 

Venecia

Es mediodía, domingo, tienes las manos ciegas
y en la memoria como un charco de sangre
el cielo de Venecia.
Hay aguas torrenciales, cascadas majestuosas, viento,
la atmósfera insurrecta provoca confusiones,
heridas en la mente.
Hay trozos de madera, cristal en el lavabo.
Hay un pájaro muerto con las plumas intactas,
en el anafe llamas que asan el espinazo de los peces.
Las puertas se abren solas a pesar de las tablas
que tú clavaste anoche vencido por la angustia
infinita del sueño donde un rey destronado
recupera al final del verano su corona.
Regresas a Venecia,
hay cierta mansedumbre provinciana.
Se sobrecoge el perro que te mira despacio y convencido,
el mismo perro siempre, el mismo perro.

 

Luz del mar

La luz, o aquella luz que alumbra el viento
y las hojas que viajan en el viento.
Y alumbra el mapamundi que cuelga
entre retratos de bodas y posguerras,
madres muertas, familias en la playa.
La luz, o yo decía la luz, reflejo de dos formas
drástica y sutilmente, en las distancias, en las desconocidas
e irreales distancias que hay entre nosotros
aquí abajo, mirando al escorpión, noble dibujo.
Esa luz que traspasa entre las almas
que merodean espacios de la noche y adquiere
una postura radical.
La luz llamada a veces mortecina, rayo férreo de luz,
observando la vida transcurrir allá en el firmamento.
La inequívoca luz que no debe faltarnos
mucho menos mañana.
Esa es la luz del mar.

(Los poemas pertenecen al volumen La excepcional belleza del verano, premio Casa de las Américas 2022).

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