Norma Quintana: una isla fijada en el recuerdo

Norma es algo así como un secreto bien guardado, un arma lírica y oculta.

3. En su casa de Chetumal, 2018. Foto: Cortesía de la entrevistada.

Allí, donde crecen los árboles rojos,1 vive Norma Quintana. Es una poeta y una maestra; también una adoradora de la naturaleza y una investigadora literaria. Nació en Pinar del Río, estudió en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana y durante los últimos treinta años ha ejercido como docente universitaria y gestora cultural en el estado de Quintana Roo.

En Cuba trabajó en el Instituto de Literatura y Lingüística, donde tuvo a su cargo la redacción de varios epígrafes del tomo II de la Historia de la Literatura Cubana.2 De esa etapa son, además, sus estudios sobre Regino Pedroso, Navarro Luna, Nicolás Guillén, Félix Pita Rodríguez, Regino Boti y Dulce María Loynaz, entre otros.

También en Cuba se dio a conocer como poeta. Desde entonces, ha publicado poco y mal su obra, y aunque aparece en ciertas antologías de poesía cubana, Norma es algo así como un secreto bien guardado, un arma lírica y secreta.

A Chetumal fui a visitarla en una ocasión. Me prestó sus alumnos para que les hablara de cine cubano, me llevó a conocer la Laguna de los Siete Colores, en Bacalar, leímos poesía en público junto a Agustín Labrada, otro cubano “trasterrado”, y hasta tuvimos ocasión de ponernos al día de nuestras vidas respectivas, pues desde que fuimos condiscípulos en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, allá por la segunda mitad de la década de los setenta, no nos habíamos vuelto a encontrar.

Norma es rápida de mente y fácil de risa. La calidez es su rasgo distintivo. Entre libros, plantas, perros y gatos pasa los días. En ocasiones parece distraída, pero es todo lo contrario: anda concentrada en lo suyo, que es esa mezcla de recuerdos, intuiciones, premoniciones, sobresaltos y saberes que la arropa. Está atenta al “sonido de las esferas”, y de algún modo sutil comparte esa música.

Con Musa en su casa de Chetumal, 2021. Foto: Cortesía de la entrevistada.

¿Cómo una enamorada empedernida de la danza deriva hacia la literatura, su estudio y su ejercicio?

Tengo que decirlo, aunque sea una frase muy trillada: en esta vida no siempre se puede hacer lo que una quiere. Me recuerdo de niña con un salvavidas a manera de “tutú” y agarrada de la ventana haciendo supuestos ejercicios de ballet, pero ese deseo feroz chocaba contra la roca llamada Norma Padrón. Mi madre siempre tuvo un temperamento insobornable, para ella ser “artista” era un saco donde no cabía la gente inteligente (para mi desgracia siempre fui estudiante de excelentes calificaciones), así que no me llevó a mi ansiada prueba de aptitud en la escuela provincial de ballet. Puso mil pretextos; entre ellos, el más contundente fue que yo tenía los pies planos, la mayor patraña de las que inventó en su vida.

Día de su cumpleaños 21, 13 de junio de 1977, Malecón de La Habana. Foto: Rafael A. Bernal.

Decidí vengarme en cuanto pudiera, y cuando tuve que elegir carrera a la hora de matricular en la universidad, la única que se acercaba a mis aficiones totalmente alejadas de los números, la medicina y el pensamiento racional, era la carrera de letras. Literalmente me reciclé. Así fue como fui a dar a la Escuela de Letras de la Universidad de la Habana, en el lugar y la época más feliz de toda mi existencia.

Comenta tu relación con la poesía. ¿Cómo llegaste a su conocimiento y su práctica? Lecturas definitorias, autores iniciáticos que aún frecuentas. ¿Cuál sería el acto de mayor trascendencia poética de tu vida?

Cuando estaba en el preuniversitario, tuve un maestro de literatura que era poeta. Por él me acerqué a la poesía, en el sentido de tratar de escribir. Pero no fue un acto constante ni serio. En la universidad fue donde me empezó a intrigar, impulsada por las materias que tomábamos. Comprendí que si no se me ocurrían historias tal vez podría ejercitar mi imaginación de otra manera. En la Universidad de La Habana adquirí las herramientas para saber cómo “desarmar” un poema. En teoría, debería poder hacer el proceso inverso, pero escribir poesía no se trata de fórmulas para aplicar. En realidad, todavía hoy no puedo decir a ciencia cierta de qué se trata, y lo digo en serio, porque teniendo todos los recursos para saber cómo se hace un buen poema, jamás me senté a escribir uno…hasta un día. Y fue muy extraño, porque ni siquiera lo racionalicé, simplemente lo hice. Escribí un librito de un tirón. Poemas de amor, de amor nostálgico por la infancia, la familia, las cosas perdidas con el tiempo; poemas de susto por la experiencia de vivir y de tratar con la gente. Eso lo tenía atorado y un día explotó, mucho tiempo después de haberme graduado, de ser profesora y de ser investigadora. Ese es el “acto de mayor trascendencia poética” por el cual me preguntas. No soy conocida en el ambiente de las letras en Cuba, no pertenecí a ningún grupo, no escribí ni publiqué poesía mientras bullían los talleres, las cofradías, las lecturas, los congresos; no publiqué en Cuba más que una pequeña “plaquette” llamada Éxodos en 1991, el fruto de ese mentado momento de epifanía. Un año después vine a México y armé mi vida. Soy una pluma que flota ignorada en el limbo de la literatura cubana. Pero creo que no está del todo mal lo poco que he creado.

Bahía de Chetumal, Quintana Roo, 2006. Foto: Agustín Labrada.

¿Lecturas definitorias? Darío, Martí, Machado, Neruda, Vallejo, Paz, Cavafis (vuelvo a él todo el tiempo), Pessoa, Eliseo Diego una y otra vez y hasta la muerte, siempre Eliseo…y Dulce María Loynaz, un sueño en mi vigilia, la vela en la oscuridad.

Has conocido a muchos poetas. ¿Son en realidad los poetas “gente difícil”?

¡Gente difícil! La persona más amable, suave y adorable que conozco es un mexicano. Se llama Ramón Iván Suárez Caamal, y es un gran poeta. Yo soy una persona muy difícil disfrazada de cascabel, y todavía no estoy muy segura de ser “poeta”. Si con difícil se define a alguien sensible, perceptivo, un poco ido del mundo, por momentos lejano e intratable, eso podría en cierto modo aplicarse a los (las) que frecuentan el pensamiento por imágenes, pero no deja de ser un cliché: todos tenemos días malos. Conozco a más de una persona detestable, un verdadero asco, ¡ah, pero qué buenos poemas escribe! Luego, es evidente que la poesía no se vincula con el carácter y menos con la moralidad.

¿Sirve para algo la poesía?

Hace un tiempo, la revista Tropo a la Uña, de Cancún, me pidió un texto para celebrar el Día Internacional de la Poesía. Precisamente decidí hacer, a mi modo, una apología. Te comparto un fragmento de mis argumentos.

“(…) Dicho así, podemos afirmar que la poesía es, en sí misma, un arma para aprender, pero aprender de tal modo que el mundo se nos revele en toda su intensa emoción. ¿Y para qué sirve? Sirve para emocionar mezclando conocimiento y reconocimiento, y aunque es un hecho que la existencia es una fuente infinita de emociones, más que el más logrado verso, la poesía (…) es el reflejo de esa emoción mayor de la vida, que en ella revive, y por eso cuando cualquier otra manifestación artística nos emociona solemos decir que en ella hay poesía (…).”

Cuando te pedí los poemas para acompañar esta entrevista, me preguntaste “de cuál de las Normas quieres que escoja”. ¿Hay varias Norma Quintana? Caracteriza a cada una. ¿Cuál prefieres? ¿Cómo se ha ido construyendo tu identidad?

Hay una Norma cascabelera y escandalosa, lengüisuelta y casi sin filtros, con un sentido del humor bastante ácido y siempre listo para saltar, imprudente, protestona: un auténtico “diablo de la jiribilla” (con perdón de Lezama). Esa Norma con los años a duras penas ha tenido que aprender a controlarse, a medir sus dichos, sin conseguirlo del todo. Hay otra Norma, la brumosa, que se encierra y es la antítesis de la que todos ven. Es la que escribe poemas, la mayoría tristes, porque por lo general hablan de amores ensoñados, lejanos, perdidos, fracasados, muertos. Las dos me caen bien, no tengo una preferida. Mi identidad es un revoltijo de todo y se ha ido construyendo como Dios le dio a entender.

En el Bosque de Chapultepec, México DF, 1994. Foto: Agustín Labrada.

Rememora La Habana de tus años de estudiante en la Facultad de Filología.

De esos años no quiero recordar los malos ratos. Ya lo dijo Martí: “los desagradecidos solo ven las manchas”. Fuimos un hermoso grupo que vivió inconscientemente momentos históricos, como ocurre siempre, pues solo el tiempo les da esa cualidad.

Prefiero evocarme en La Habana de aquellos años finales de la década del 70 en los salones del edificio Dihigo, hipnotizada por las clases de Daniel Chavarría; a Ernesto Cardenal sentadito en el banco fuera del aula, esperando a quién sabe quién con su “cotona” blanca y su boina como la del Che. Recuerdo las escapadas a Santa María del Mar cualquier día de clases; nosotras, las becadas, parando “botella” en pleno Malecón, y regresar al atardecer, sin culpa, saladas y quemadas por el sol, para hacer escala en Las cañitas del Habana Libre a tomarnos un mojito; un concierto del grupo Moncada en la escalinata bajo los brazos abiertos del Alma Mater; los festivales y recitales de la Nueva Trova, las noches bohemias en El gato tuerto, el Scherezada, El pico blanco, para ver a César Portillo, a José Antonio Méndez, a Elena Burque y Martha Valdés; un concierto de Silvio y Pablo en el auditorio de la Biblioteca Nacional —en donde no llegábamos a las 150 personas—; a Alicia Alonso bailando Ad libitum con Antonio Gades en el García Lorca;  los maratones de los festivales de cine de la Habana, cómo se veía el Malecón lleno de luces desde el balcón del piso 16 de F y 3ra …

Nos recuerdo, en fin, como en una foto que anda por ahí en mi Facebook… sentados en la escalera de la entrada, frente al gran árbol del estacionamiento, esperando para entrar a alguna clase, hablando de cualquier cosa, jóvenes, lindos y felices…

Tienes una formación académica, y desde hace mucho tiempo eres académica tú misma. Mitos y realidades de la Academia. ¿Cuáles materias enseñas? ¿Cuáles serían tus hitos personales en este campo? ¿El trabajo desarrollado como docente es la obra de tu vida?

Hablaré sobre la academia en la escuela, no diré nada sobre el aspecto académico relacionado con la investigación, aunque también tengo experiencia en ese ámbito, pues fui investigadora en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba.

Desde mi perspectiva, hay dos grandes mitos sobre la “Academia”. El primero es que puede sobrevivir al margen de las individualidades (algo así como “los hombres mueren, la Academia es inmortal”). La academia es apenas un espacio para llegar a acuerdos en medio de una gran variedad de opiniones, experiencias y prácticas profesionales individuales. No es todopoderosa y a veces solo “se acata, pero no se cumple”, como las Leyes de Indias en la época colonial. No es un grillete, sino una guía general que cada uno adapta a sus instintos pedagógicos.

El segundo mito es que la academia lo resuelve todo en la educación. Muchos problemas de la docencia se tienen que resolver al margen y a veces a contrapelo de la academia. Eso es una cuestión latente en la educación pública en los países subdesarrollados o en vías de desarrollo. Si pasa en países desarrollados, no lo sé, porque nunca he vivido en uno.

He enseñado cualquier cantidad de materias, todo lo que se ha quedado huérfano de profesor en el departamento de humanidades de la universidad donde trabajo. He impartido Escritura y comprensión de textos, Comunicación, Redacción, Morfología, Sintaxis, Análisis de textos, Narratología, Literatura mexicana, Corrientes narrativas contemporáneas… y seguro olvido algunas.

Creo que si he hecho algo decente desde mi condición de académica, fueron mis resultados cuando trabajé en el ILL, pero mi gran orgullo es haber logrado ser profesora durante tantos años sin que me hayan tildado de incompetente. Puede decirse que ser maestra es la obra de mi vida.

¿Cómo, cuándo, en qué circunstancias llegas a México? ¿En México está tu casa, cualquier cosa que ese sustantivo signifique?

Llegué a México en la primavera de 1992. Me invitaron a trabajar con los talleres literarios de la Casa Internacional del Escritor de Bacalar, en ese entonces a cargo del poeta Ramón Iván Suárez, a quien conocí durante su visita a Cuba. Llegué directamente a colaborar con el trabajo de los talleres en la Casa de la Cultura de Bacalar y luego me consideraron para participar en un diplomado para escritores de México, Centroamérica y el Caribe organizado por el Instituto Quintanarroense de Cultura y la Sociedad General de Escritores Mexicanos (SOGEM). Después del diplomado, con el cambio de gobierno, pude entrar a trabajar en el Instituto de Cultura del Gobierno del Estado de Quintana Roo y lo hice por 20 años. En ese transcurso, también entré a dar clases en la Universidad de Quintana Roo como profesora al frente de asignaturas.

Fue una combinación de buena suerte, oportunidades y mucho esfuerzo por adaptarme, sobrevivir y encajar en un mundo ajeno. Ha sido duro, a veces agotador, desde el punto de vista emocional y cultural, no en otros aspectos, porque México me abrió los brazos desde el primer momento y no hay suficiente amor sobre la tierra para corresponder a eso. Esa deuda es impagable. En México está mi casa porque es el único lugar que me dio la oportunidad de tenerla. Me refiero a la casa física, el techo debajo del cual cuidar a mis mascotas. Pero distingo entre casa y hogar.

Hogar, lo que se dice hogar, tengo dos, uno está en México, el otro está en una isla fijada en el recuerdo, que ya no es la isla en la que crecí; la isla que sueño es la de mi infancia y juventud. Esa a veces irrumpe en mis poemas en forma de nostalgia por cosas concretas.

¿Tienes o adoptas alguna definición de cubanidad? Por mi cuenta, tu tiempo vital se ha divido, casi a partes iguales, entre Cuba y México ¿Te consideras, en lo emocional, con doble nacionalidad?

Tu pregunta me recuerda lo que escuché decir –o citar– una vez a Guillermo Rodríguez Rivera sobre la definición de pan con guayaba, contrapuesta a la de pan con “guayabidad”. Supongo que hay una cubanidad teórica. Creo que han corrido ríos de tinta sobre eso. Hay una cubanidad que está en los escritos de Cintio Vitier y Fina García, en Lezama, en todo el grupo Orígenes, en Nicolás Guillén, en José Martí, por solo citar una parte de ese río. No soy de ese estilo, aunque lo valoro profundamente, sino más elemental. Mi cubanidad la defino –o, mejor, la siento– cuando un día voy pasando por el mercado de Chetumal y de no sé dónde ni cómo salen las notas de “A Bayamo en coche” (mire usté qué rareza) y yo me suelto a bailar sin poderme controlar. Mis pies saben mejor de este tema que cualquiera de mis neuronas.

Tengo 66 años y de ellos he vivido 30 en México. Es tiempo suficiente como para haber absorbido un infinito de costumbres sociales, comportamientos y hábitos cotidianos e incluso lingüísticos. Dejé en Cuba mi antiguo hogar, a mi familia, a mis amigos queridos, lugares entrañables, recuerdos atesorados, pero durante 30 años construí aquí un hogar, hice amigos que valen su peso en oro (mexicanos y cubanos), creé afecto por nuevos lugares y acopié recuerdos. Creo que a estas alturas ya soy de las dos partes y de ninguna. Pero, como posiblemente me toque morir en México, y me van a enterrar aquí, puedo adaptar la famosa frase de José Arcadio Buendía cuando le dijo a Úrsula que uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra, ¿y qué mejor muerto que uno mismo para ser de algún lado?

¿Estás al tanto de la vida política y cultural de Cuba? ¿Cómo vives los ecos “lejanos” de tu país natal?

Podría decirte que me fui de Cuba y senté mis reales en México, justamente para dejar atrás y olvidarme de todo el paquete formado por esos asuntos. He tratado de integrarme a la vida en este país donde vivo, y eso implica tener opiniones, vivir las circunstancias sociales, evaluar la vida pública, tomar partido por algunas ideas. Duplicar ese esfuerzo mental es realmente agotador; sobre todo si, como es el caso, la otra “locación” para ser parte de las preocupaciones es un lugar ya lejano en la distancia y en el tiempo. Sin embargo, con Cuba no se puede: uno la trae pagada a los talones.

Tengo un grupo en WhatsApp de amigos de la Universidad de la Habana, mis compañeros de aula y de beca, con quienes hablo todos los días sin faltar uno. Por ellos estoy al tanto de sus vicisitudes y sufrimientos. No tengo que decir cuánto y qué hondo me llega ese drama (otra palabra no hay) que mis amigos queridos sobrellevan la mayor parte de las veces con resignación y otras tantas con amargo sentido del humor.

En cuanto a la vida cultural y literaria, solo escucho lejanos ecos. Demasiado tiempo fuera y demasiadas ocupaciones en esta vida de este lado para seguir los aconteceres de la literatura y el arte. Me entero de las publicaciones y los galardones de los amigos cercanos. No es algo de lo que esté orgullosa o con lo que me sienta felizmente cómoda, pero pienso que despegarse es parte de la condición de todo emigrante promedio.

¿Conoces la teoría de “el sitio de poder”, ese lugar donde se alcanza el mayor equilibrio entre el alma y las fuerzas del universo? ¿Tienes algún sitio de poder, un lugar donde “eres” con la mayor plenitud?

Mi “sitio de poder” es el lugar donde puedo pararme a respirar frente al mar y escuchar la música del atardecer. No está relacionado con bailar o escribir poemas, o sentirme en paz en casa un sábado por la tarde escuchando música o mirando una película que me guste, o leyendo una novela con una historia conmovedora llena de “amor y escualidez”. Podría vivir siglos en el asteroide del Principito cambiando la silla de posición para ver una puesta de sol cada diez minutos.

Déjanos leer unos poemas de alguna de las Normas.

Bueno, que sea algo de la brumosa.

 ***

FOTO DEL ESTÍO

El sol en lontananza

incendia el paisaje

para luego morir.

Escapa el día por la puerta trasera…

Calor

calor en la espalda del viento,

penumbra en la estancia quieta

y mi gato fugitivo

dormido, para siempre,

sobre el sillón

Rigoberto Mena, foto digital.

***

METAMORFOSIS

Como si fuera un mantra

murmuro las letras de tu nombre,

las bordo en el aire de mi casa.

En este hogar donde nada te recuerda,

he dejado tu nombre

sobre el trazo de luz de las ventanas.

Porque tu nombre es un cirio que

se esfuma,

y es el trillo de tus manos en mi espalda

procurando temblorosas mis caderas;

tu nombre, que en otras vidas

por otros vientos fuera levantado,

en la piel de mis vuelos

se deja acariciar

y se aquieta.

Las mariposas de tu nombre

nacen entre mis libros y florecen

mientras llegas a recogerlas

y las tiendes sobre mí

como se tiende el mar sobre la playa.

Rigoberto Mena, foto digital.

***

INSTANTÁNEA

Atrapo una imagen entre sueños:

Tú, fijos los ojos en mi boca,

fijas tus manos en mi pecho.

Yo, fija en tu respiración

como una paloma,

deshojada de amor,

hirviendo en hielo.

Fija en tu deseo, yo,

clavada en tu mirada

como una mariposa

en el alfiler de un

entomólogo.

***

LA ESPOSA Y LA MUERTE

Veo tus ojos en el lago,

desde allí me miran,

desde el agua me están observando.

Son círculos de ausencia tus ojos en el lago,

tu mirada prisionera de los peces

fija como la de los peces que flotan

con el vientre hacia arriba.

La muerte es una mirada

desde el agua muda de tus ojos

***

OCTUBRE

A la niebla luz

de la estación cansada,

hojas sin norte

lloviznaban su color

sobre los caminantes

Rigoberto Mena, foto digital.

***

LA GARZA EN EL ESPEJO

Un barco níveo

atraviesa la tarde.

Doble la garza,

en el cielo me cantan

el ave y su reflejo.

Llenos de prisa,

azules van los días.

Yo los observo

y cuento los suspiros

del agua en esta orilla.

Si mis palabras

levantaran el vuelo

sobre ese espejo,

se abriría en mi pecho

la estela de la garza.

***

Nota:

1 Significado en maya de Chetumal, nombre del estado mexicano de Quintana Roo.

2 Editorial Letras Cubanas, 2003.

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