Que el dios Juracán nos coja confesados

Como todo caribe, la temporada ciclónica me sobrecoge, agrega ansiedad a mis días pandémicos y me provoca la indefensión que sentimos ante situaciones colosales que nos superan.

El huracán Isaías en Baracoa, en julio de 2020. Foto: Claudia Rafaela Ortiz

Hoy, 4 de septiembre, restan 86 días para que concluya la temporada ciclónica 2020. Como ven, voy tachando fechas en el almanaque. Pero no siempre fue así. Antes gozaba el tiempo de huracán. Era joven y estaba ciego para muchas de las calamidades que vienen aparejadas a esos eventos.

Cuando niño, en La Habana, la proximidad de un ciclón llenaba el aire de una energía nerviosa que tenía mucho de festiva. Se trataba de un evento que rompería la grisura monótona de lo cotidiano. No iríamos a la escuela, nos ampararíamos debajo del techo suficiente de la casa a escuchar el cincelado de la lluvia y el esfuerzo vano de las rachas de viento por destrozar nuestras ventanas.

La familia en pleno se acostaba para hacer cuentos, los mismos de siempre, que siempre provocaban carcajadas renovadas. Las noches de apagón se reservaban para las historias de terror: aparecidos, voces de ultratumba, objetos inanimados que de forma inexplicable cambiaban de lugar, mensajes cifrados grabados en las paredes…

Mi madre, previendo los seguros cortes de gas y electricidad, guisaba a la carrera todo lo que se encontraba en el refrigerador. La idea era asegurar alimentos para varios días. Solo la idea… Nos los terminábamos en dos sentadas y luego teníamos que recurrir a algún dulce casero y al pan acumulado, que la humedad, aunque parezca increíble, tornaba más elástico de lo habitual. Los días seguidos al paso de la borrasca eran de recuentos de daños, calamidades ocurridas a vecinos, familiares y amigos: árboles arrancados de raíz, casas con las tejas voladas, los consabidos derrumbes cuando el sol comenzaba a secar las vetustas edificaciones, tendidos eléctricos y telefónicos caídos, animales desaparecidos o ahogados…

El tiempo de ciclón en mi casa de Lawton viene asociado en el recuerdo con el aroma del café y el de la leche, espumosa, derramándose sobre la hornilla al rojo vivo. Ahora pienso que esos desmanes meteorológicos provocarían desazón en los mayores, que se esforzaban por hacernos sentir seguros a su abrigo.

Los programas costumbristas de la televisión —Casos y cosas de casa, Detrás de la fachada— satirizaban a los “cicloneros”, personajes que, contra toda prevención, salían en medio de la lluvia y de los fuertes vientos para participar en el espectáculo de la naturaleza desatada hasta niveles inimaginables. Ya hoy no se habla de ellos. Y si acaso alguno “asoma la oreja”, no dudamos en llamarlos irresponsables o estúpidos. La creciente precariedad de las edificaciones despoja a los huracanes de cualquier matiz festivo o la interconectividad del mundo moderno nos ha hecho más conscientes de los horrorosos estragos que estos meteoros ocasionan.

Pronósticos en tiempo de cambios climáticos

Que se haya fijado oficialmente la temporada ciclónica para el Atlántico entre el primero de junio y el 30 de noviembre, en las circunstancias actuales de cambio climático, no deja de ser una formalidad. En fechas tan tempranas como el 16 y el 27 de mayo de este año se formaron las tormentas tropicales Arthur y Bertha, por ese orden.

Predicciones para esta época hay muchas. El 17 de abril, la Universidad Estatal de Carolina del Norte vaticinó que la temporada ciclónica 2020 para el Atlántico sería particularmente activa. Según sus cálculos, deberían formarse de 18 a 22 tormentas con nombres; de ellas, entre 8 y 11 derivarían en huracanes, de los cuales de 3 a 5 alcanzarían grandes magnitudes.

Por su parte, La Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus siglas en inglés), agencia científica del Gobierno de los Estados Unidos, el 6 de agosto ajustó el pronóstico con los datos obtenidos de los dos meses precedentes, y calificó al 2020 como un año “extremadamente activo” en cuanto a estos fenómenos atmosféricos se refiere: 19 a 25 tormentas nominadas, de 7 a 11 huracanes y de 3 a 6 ciclones de mayor envergadura.

Es decir, que lo peor estaría por venir. Bertha, Arthur, Cristóbal, Dolly, Edouard, Fay, Gonzalo, Josephine, Kyle y Omar son las tormentas tropicales (vientos de entre 63 y 118 km/h) que se han registrado hasta el momento. Mientras que los huracanes formados en esta zona del mundo son cuatro: Hanna, Isaías, Laura y Nana. Excepto Laura, que tocó las costas de Luisiana con categoría 4, según la escala Saffir Simpson, el resto tuvo vientos sostenidos de 119-153 km/h, lo que los califica como ciclones de la más baja intensidad.

Laura se formó el 16 de agosto, a partir de una depresión tropical originada frente a las costas de África occidental. Como tormenta tropical azotó a República Dominicana, Haití y Cuba. El 25 de agosto, ya en el Golfo de México, se organizó como un huracán de categoría 1. Al tocar las costas de Luisiana, el 26 del mismo mes, lo hizo convertido en un formidable huracán categoría 4 (vientos de entre 210-249 km/h), algo que no se había visto desde el 2005, cuando el fatídico Katrina causó considerables daños en ese mismo territorio, también en el mes de agosto.

Según los cálculos preliminares, Laura provocó la muerte de 19 personas, a su paso por Haití, República Dominicana y Estados Unidos.

El poder devastador de los huracanes depende de diversos factores, como la velocidad del viento, las lluvias que acarrea y su velocidad de traslación. Mientras más lentos son al desplazar su centro, mayores son los daños que ocasiona.

Vale decir a esta altura que los términos ciclón, huracán y tifón designan un mismo fenómeno atmosférico, y que toman su nombre genérico según la región donde se originen: en el Caribe, huracanes; en el Océano Índico y en el Mar de Japón, tifones. Pero todos los fenómenos de este tipo que se desarrollen en aguas tropicales y subtropicales son englobados bajo la categoría de ciclones tropicales.

Huracán/juracán

El origen de la palabra huracán es controversial. Al menos el vocablo, con pequeñas variantes, era usado por caribes, quechuas y mayas para designar a dioses violentos relacionados con aguas turbulentas, descargas eléctricas y vientos criminales; aunque también, en algún caso, pudieran tener el papel de demiurgo. Juracán para los caribes, Hurakán para los quechuas y Hurankén para los mayas. Este último, según la mitología, creó el mundo al insuflar su aliento a las aguas embravecidas.

Allá por el cuarto o quinto grado, en la escuela Juan Enrique Pestalozzi1, de Lawton, me tocó representar a un cacique taíno en una obrita de teatro. Mi personaje, ataviado con un taparrabo de yute y una ridícula pluma de loro en la cabeza, anunciaba a sus súbditos que el dios Juracán amenazaba con descargar toda su fuerza destructora sobre la aldea. Claro, no lo decía así, sino como suponemos que hablaba Tarzán.  Afortunadamente no hay fotos del trance infausto, aunque la vergüenza que pasé, agravada por la jodedera unánime de mis colegas y familiares, que por largos meses me estuvieron llamando Juracán, dura hasta hoy.

Como todo caribe, la temporada ciclónica me sobrecoge, agrega ansiedad a mis días pandémicos y me provoca la indefensión que sentimos ante situaciones colosales que nos superan. Un factor a considerar es que ninguno de mis hijos está bajo mi ala. Para colmo, dos de ellos andan por Luisiana y Texas, justo a donde fue a parar Laura con toda su saña.

Ya franqueamos 96 días de la temporada ciclónica 2020 y, a decir verdad, no nos ha ido mal, pues la lluvia asociada a Laura cayó sobre tierra sedienta. Solo cabe esperar que no pasen de depresiones tropicales las nuevas perturbaciones que inevitablemente vendrán. Mientras tanto, intentemos reducir al máximo el nivel de propagación del nuevo coronavirus, una batalla que tendremos seguir echando juntos, otra pelea cubana contra los demonios. Y que el dios Juracán nos coja confesados.

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Notas

  1. Johann Heinrich Pestalozzi (1746- 1827), educador suizo muy apegado a los ideales de la última ilustración. Se considera padre de la pedagogía moderna. En América Latina, su nombre fue castellanizado.
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