¿Qué espero cuando espero?

No puedo moverme por dogmas o consignas. No puedo aceptar que alguien trace por mí los límites porosos entre el bien y el mal. No puedo tolerar que me orienten pensar de uno u otro modo.

Foto: Otmaro Rodríguez.

La respuesta corta sería: nada; la larga: casi nada. Y es que no se puede esperar lo que no se conoce. Incluso aquellos que operan con abstracciones como el paraíso o el futuro, tienen una vaga idea del referente, aunque ésta caiga de plano en el campo de las especulaciones más atroces.

Eso voy pensando en una parada de ómnibus en La Habana. Llevo hora y media ahí, camino a cierta dependencia estatal para recoger  los documentos de un trámite que, luego de larguísimas antesalas y desencuentros, se creía “resuelto”. Pues no. Debo volver a empezar, cambiar de dirección dentro del laberinto viscoso de la burocracia. Para llegar a esa instancia oficial empleé cuatro medios de transporte distintos, convencionales y no; la táctica es acercarse al “objetivo”, arribar a una zona donde se pueda concretar el tramo restante por medios propios, lo que vale decir en mi caso: caminando.

Luego de una exhortación del presidente del país ante la aguda crisis energética, los choferes de autos y otros medios de transporte estatales –inspectores y policías mediante— desde hace unas semanas se prestan para “adelantar” a los viajeros. Son los mismos que días atrás pasaban veloces ante las paradas igualmente atestadas sin mirar a los lados; son los mismos que volverán a hacerlo una vez que la consigna se disuelva en la corrosiva cotidianeidad. No hay que engañarse: el transporte para la población lleva más de cincuenta años sin estar bien, sólo que ahora pasa por un momento crítico, aunque no alcanza al fondo que tocamos en la década oscura de los 90 del pasado siglo.

Ser agnóstico me plantea algunos problemas prácticos; el más agudo de todos, no tener a quién o a qué encomendarme. Estoy solo ante la adversidad que, seguramente, se ceba con mis incapacidades y malas actitudes. De modo que debo asumir las ineficiencias y carencias que me cercan como un asunto de responsabilidad personal. El problema del desabastecimiento es mi problema, igual que la disminución de la frecuencia de los ómnibus, el mal trato de funcionarios y dependientes, la corrupción horizontal de las buenas costumbres, la arbitrariedad de las autoridades, etc. Y no encuentro el modo eficaz de ser parte de la solución.

Con agudeza, el Zen muestra que no hay más que el instante. El pasado es una construcción, el futuro, en el mejor de los casos, presente diferido. Hasta donde sabemos, sólo tenemos un plazo para ponernos tristes y alegres, para ser desdichados y felices, para sentirnos realizados o frustrados. Odio la expresión “en mis tiempos”. Mi tiempo es este, un devenir que alguna vez se detendrá. Mi compromiso se centra en el instante. No puedo esperar a mañana para existir. No puedo poner en pausa ni mis fluidos corporales, ni mis ideas. No puedo moverme por dogmas o consignas. No puedo aceptar que alguien trace por mí los límites porosos entre el bien y el mal. No puedo tolerar que me orienten pensar de uno u otro modo.

Nuestra penuria actual, no importa el nombre que se le dé, es la misma de siempre (mi siempre), y tiene que ver con el moralmente indefendible acto de guerra que constituye el bloqueo del gobierno de los Estados Unidos a la Isla, recrudecido en estos últimos meses. Pero también tiene que ver con gravísimos problemas estructurales de nuestra economía, con el empecinamiento en seguir prácticas de probada ineficacia, entre ellas el excesivo control de las fuerzas productivas.

Digo lo que me gustaría, no lo que espero. Por ejemplo, me gustaría que cesaran todas las medidas extraterritoriales que impone un país a otro; que la comunidad internacional fuera un organismo vivo y sano, subordinado solamente a la ética; que los políticos sean sometidos periódicamente a un examen de capacidad y de decencia; que no se asocien términos como “enriquecimiento” e “ilícito”; que la compasión y la solidaridad no sean temas de campañas publicitarias; que los derechos inalienables del individuo sean, justamente, inalienables; que la práctica de las leyes se despojen de “discrecionalidad”; que querer vivir bien no sea sospechoso; que las expresiones de diversidad se acepten no de dientes hacia afuera, la diversidad de preferencias sexuales, de credos religiosos y políticos; que la única aristocracia posible sea la del espíritu; que el concepto de masa, ese ente manipulable y amorfo, nunca se coloque sobre el de persona; que la Constitución, siempre perfectible, sea letra viva y sagrada mientras esté vigente; que los nacionalismos sean penados; que la gente actúe de acuerdo a sus convicciones y no a la música vertical y cambiante del momento; que el locutor del noticiero diga: “Estamos jodidos, ciudadanos”, y no intente vender un optimismo que haga creer que nos encantan las dificultades… 

Regreso a mi casa caminando bajo una llovizna tenaz y nada lírica. Cargo en la mochila el expediente que resume treinta y siete años de vínculo laboral, literalmente papel mojado ahora.

Ha pasado el tiempo desde que escribí el poema que sigue. Entonces, pleno Período Especial (eufemismo flagrante), tenía la secreta esperanza de que la inteligencia, la abnegación y la bondad de mis hermanos pronto negarían una a una esas palabras. Lamentablemente, este que ahora nada o casi nada espera, se ve obligado a suscribirlas, también, una a una.

 

Esperando un tren

Hemos pasado la vida esperando un tren

Cada mañana vamos a la estación

con banderas y flores y allí nos estamos

hasta que la noche consiente

que las palmas y las nubes

se hagan un mismo mar de oscuridad

Esperamos un tren, nos dijeron nuestros padres

Esperamos un tren, les contestamos a nuestros hijos

cuando nos miran, con estupor u odio,

saltar por años entre los rieles, disponer la música,

engalanar el andén con humildes plantas del país

Al principio recibíamos noticias de su paso

por ciudades y pueblos de enigmáticos nombres,

pero hoy sólo queda la costumbre de atisbar,

la idea lejana de que nuestra vida se reduce

a esperar un tren, el que nos llevará

hacia conocidos parajes

donde mujeres cansadas, hombres taciturnos

y niños con ojos disminuidos por el sueño

aguardan un tren para marchar hacia otra estación

en la que otros esperan por viajar

con idénticos rostros y ademanes a los nuestros

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