Receptadores, todos

No hay que hacer profundas pesquisas para determinar el lugar que el mercado negro tiene en nuestra economía familiar. Constituye una pieza central en el complejo rompecabezas del día a día para el habitante del archipiélago cubano.

Foto: Julio César Guanche

Medina es un hombre confundido. Y yo, sin proponérmelo, contribuyo a su confusión. Él piensa —idea más que peregrina— que tengo respuesta para sus numerosas preguntas, que abarcan campos tan vastos y distantes entre sí como la zoología, las ligas mayores de béisbol, la llamada “década prodigiosa” y, más recientemente, la jurisprudencia.

El nuevo surtido de temas ha sido puesto sobre la mesa por el tiempo de pandemia, que trajo prácticas mediáticas nuevas a la vida de todos: conferencias de prensa cada día para seguir el estado de la infección en Cuba, abundantes estadísticas y gráficas, y reportajes sobre delitos económicos cometidos a lo largo y ancho del país, algo que antes se trataba de manera muy esporádica.

Medina (jubilado de la Administración Pública, 78 años, bayamés) me espera algunas mañanas en la punta del pasillo para “echar un parrafito”; son esos intercambios que casi siempre la prisa (mía) sazona, y que con frecuencia terminan del mismo modo, para su insatisfacción: con la promesa de que voy a buscar la respuesta a su inquietud del momento.

—¿Estás viendo el noticiero de la noche? —me soltó ayer a boca de jarro—. Una ignominia. Un tipo con una fábrica clandestina de gelatina, y un millón de toletes escondido en el platanal. Antes fueron rastras de cebollas, trenes de viandas, casas particulares para cambio de divisa… ¿Es que la gente se ha vuelto loca?

Observamos la distancia prudencial, ambos embozados con nuestros tapabocas.

Le digo que puede que no sean actividades delictivas recientes, pues algunas suponen verdaderos esfuerzo de logística. Quizás lo nuevo es que haya arreciado la labor policial o que ahora se les dé mayor visibilidad en los programas informativos a la actuación de las autoridades, a modo de escarmiento. En cualquier caso, abundo, esos crímenes contra la economía son el resultado del desabastecimiento que sufrimos por décadas, del deficiente control de dirigentes y cuadros y, en no pocas ocasiones, del cohecho a distintos niveles. Y ya que estamos en eso, subrayo que lo que se muestra es el último eslabón de la cadena, que a mí me gustaría que la mira se pusiera más arriba, donde hay responsables que, por su jerarquía, están en capacidad de ocasionar mayores daños a todos: no sólo los que trasgreden las leyes a las claras, sino también aquellos que, por dolo o incapacidad, malbaratan los escasos recursos con que cuenta el Estado.

—También están “sacando” coleros, acaparadores, gente que realiza acciones económicas ilícitas.

— Y receptadores.

—¿Recepta qué?

— Receptadores, terceros que contribuyen a realizar las ganancias de delitos cometidos contra el orden patrimonial, la sociedad o la economía. Y anota ahí, que no soy eterno.

—¿Tú eres abogado?

—No, Arturo Mario, un socio, que es quien me asesora.

—Igual los receptadores son los menos.

—No, son muchos.

—No conozco a ninguno.

—Mira para acá.

—¿Tú?

—Y tú también.

—Na, compadre. Yo soy un ciudadano correcto. Jamás he tenido un brete con la policía.

—Receptar es ocultar o comprar lo adquirido de forma ilegal. Cuando le compras aguacates o huevos a la muchacha que viene de Caimito, estás receptando.

—Pero ella no se los roba.

—¿Qué tú sabes? Puede que no, pero en todo caso está ejerciendo una actividad comercial por la que no paga impuestos, y eso es ilícito.

—¿Unos aguacates? Estás de jodedera.

—También el que te vendió la cajita para el televisor, y el que te negoció la macilla para arreglar el techo, el que trae cloro desde hace más de una década, y la de las papas, y el pistero al que “le sobraron unos ‘litricos’ ahí”, con los que pudiste llevar a la vieja a la consulta de ortopedia… Todos te han convertido en receptador.

—Me estás apretando. Entonces, según tú, el receptador está que jode. Porque aquí todo el mundo compra algo por la izquierda.

—Es así. Y no lo digo yo, sino el Código Penal.

—Pero a ver, no puedo estarle preguntando a cada uno que pasa por aquí si lo que ofrece es mal habido, o si tiene licencia oficial como vendedor ambulante. Además, ¿tú crees que me iba a decir que los huevos lo sacan escondidos de la granja? Con la carne de res, está claro; un bistec es más explosivo que un cartucho de dinamita. Pero unos mameyes, un poco de quimbombó, palitos para tender… No sé, no me cabe en la cabeza. ¿Cómo me van a poner al mismo nivel del que facha en los almacenes?

—No te ponen a su nivel. Tu delito es distinto, y supone que no participaste en la contravención original. Digamos que es menor en comparación.

—Está bien. Imagínate que me echan el guante comprando dos libras de jamonada, y me llevan a juicio. ¿No puedo convencer al juez de que no actué de mala fe?

—Parece que no. La receptación es, para la defensa, un caballo muerto en la carretera.

—No te estoy hablando de sacrificio de ganado.

—Es una frase que mi amigo abogado tomó de una colega. Significa que se trata de un delito de muy improbable absolución.

—Entonces estoy jodío.

—Si no quieres enredarte, sólo compra en las tiendas oficiales.

—¿Ya ves?, lo tuyo es guasa. Corre —hace ademanes de meterse la mano en el bolsillo—, ve y tráeme una bolsa de papas, un galón de vinil verde para darle una mano a la sala, y, con lo que te quede, compra unos lagers para ver el juego de la tarde, que los teutones del Bayern vienen chapeando a rente.

—Ahora el que me está cogiendo para eso eres tú.

Medina no se siente un delincuente. Ni siquiera aplica para la categoría de “luchador”. Sus recursos —me ha contado— provienen de las escasas remesas que le envían las hijas, residentes en Roma y Madrid. Vive solo con la esposa. Intentan no hacer colas, por aquello de que, si los agarra el nuevo coronavirus, caen. Por su edad están en el grupo de mayor riesgo y, para decirlo con sus propias palabras, “se pueden echar a perder”.

No hay que hacer profundas pesquisas para determinar el lugar que el mercado negro tiene en nuestra economía familiar. Constituye una pieza central en el complejo rompecabezas del día a día para el habitante del archipiélago cubano. En ese segmento sumergido de las relaciones mercantiles se halla la precaria satisfacción de necesidades de productos y servicios que el estado todopoderoso y omnisciente por muchas décadas no ha logrado resolver. Desplazar la atención hacia la bolsa negra como origen de la mayoría de los males que nos aquejan, deviene un ejercicio de enmascaramiento. El “trapicheo” es solo el fenómeno, y expresa una esencia que, de no cambiar, lo seguirá condicionando. La pelota está en la cancha de la eficiencia económica, de la diversificación de las formas de propiedad y de la liberación —como ya comienza a operarse— de las fuerzas productivas.

No será tarea fácil reflotar una economía que siempre ha estado haciendo agua. Parece impensable que la burocracia sea, precisamente, la encargada de combatir el burocratismo. Medina, como yo, ve con buenos ojos la batida a todos los que lucran con el dolor de los otros, pero, al mismo tiempo, no puede dejar de comprar aquellos artículos que han desaparecido de los comercios estatales o que son de dificilísimo acceso. La represión no va a acabar con los vendedores furtivos, sólo contribuirá a que aumenten los precios.

—¿Te ha quedado claro?

—No mucho.

Y en eso estamos cuando pasan los vendedores habituales de ajo, ahora con “el consumao” dentro de maletines de cobradores de la luz, pregonando la mercancía sottovoce.

—Voy abajo, Medina. Acuérdate de lo que hablamos.

Doy unos pasos y me vuelvo para preguntarle:

—¿Vas a caer nuevamente en la receptación?

—¿Qué tú crees? Dale, sigue para lo tuyo, que te coge tarde.

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