Redes sociales: lo viejo y lo nuevo

Se dice con frecuencia que las redes sociales sirven para difundir ideas perniciosas, como los diversos supremacismos, que estimulan la frivolidad y se prestan para la manipulación de ese ente amorfo que llamamos masa. También se puede argumentar todo lo contrario.

Foto: Sputnik

Exaltados, dados a discutir sin mayores protocolos, por estos días uno de los temas centrales entre familiares, vecinos y amigos es el largometraje The Social Dilemma, exhibido el lunes 5 de octubre con el título de El dilema de las redes, en el espacio “Solo la verdad”, de Cubavisión.

El docudrama de Jeff Orlowski, estrenado este mismo año en el Sundance Festival, tuvo su lanzamiento por Neflix el 9 de septiembre, y a las pocas semanas se encontraba dentro de El Paquete, que es como se le llama en Cuba a la plataforma ¿sumergida? de materiales audiovisuales, mayormente procedentes de Estados Unidos, que se actualiza cada semana para su comercialización en el mercado informal tolerado.

Sucintamente, TSD trata sobre la proliferación de redes sociales, y la progresiva conversión de los usuarios, por obra y gracia de la ingeniería de datos, en entes manipulables y “objeto de consumo”. En pocas palabras, los sofisticados algoritmos que rigen esas zonas de comunicación masiva pueden conformar perfiles exactos de cada uno de nosotros, y no solo en lo físico, sino también en lo sicológico, pues rastrean nuestras preferencias, nuestros horarios, nuestras relaciones, nuestros posicionamientos políticos y nuestras creencias religiosas, para imponer matrices de opinión y productos, y derivar la conducta de los individuos hacia aquellos planos que más convengan a los decisores mundiales, lo mismo de la industria alimentaria, de la moda que de la ideología. Entonces es fácil concluir que esos perfiles devienen oro molido (sic), mercancía que se vende al mejor postor.

Sin ir más lejos, el pasado año Facebook fue encontrada culpable de “mal uso” de los datos de 87 millones de usuarios, que “compartió” con la firma de consultoría política Cambridge Analytica, por lo que esa empresa se vio obligada a pagar 5 000 millones de dólares de penalidad.

Uno de los aspectos que más llamó la atención de mis contertulios es que los argumentos de mayor peso para la denuncia de estas prácticas atroces provienen de algunos personajes notables, participantes en la creación de la filosofía de redes: Tristan Harris, Aza Raskin y Justin Rosentein, entre otros. Su punto es que contribuyeron a crear un Frankestein que luego, bajo parámetros éticos, no pudieron controlar.

Del lado de acá

Los más enterados de la peña ya sabían sobre los estragos que las redes sociales pueden causar, como una adicción más, en los frecuentadores asiduos: enajenación, sociopatía, ansiedad, depresión, confusión del mundo virtual con el real… Y esto, obviamente, les preocupa a todos, empezando por los padres y abuelos.

En cambio, fue opinión unánime que Cuba, por múltiples razones, está exenta de esos peligros… por ahora. Las comunicaciones son caras, y se usan en gran medida para resolver problemas puntuales. Aun aquellos que acceden a Internet buscando exclusivamente la función lúdica, no poseen los recursos suficientes como para pasarse horas embebidos en la pantalla.

Todos afirmaron que las redes los conectan con el mundo, acercan a los seres queridos dispersos por el mapa y les proveen información, si no siempre de calidad, al menos diversa, que les sirve para contrastarla con la emitida por los medios oficiales.

Alguien dijo que en ocasiones se “filtran” mensajes perniciosos, como los provenientes de grupos cristianos fundamentalistas, opuestos al matrimonio igualitario y hasta a la teoría científica, más que probada, de la esfericidad de nuestro planeta.

K tiró a guasa el análisis. Ella opina que esos algoritmos se pueden volver locos si se aplican a Cuba, ya que el consumo no depende de predilecciones, sino del instinto de sobrevivencia. Tomamos lo que hay, lo que nos dan —dice—, no lo que quisiéramos. Y en medio de tanto desabastecimiento, agrega, en los anaqueles de las tiendas en moneda libremente convertible pueden aparecer productos como Nutella que, por su precio, no son de alta, sino de altísima gama: un pote de tamaño regular, 14 dólares. Y, sin embargo, faltan renglones de primera necesidad como la leche y el pollo, concluye.

M piensa que las redes le sirven para opinar sobre lo que le afecta. A le responde que, en efecto, se opina mucho, y no siempre de forma acertada. M cree que es mejor opinar y equivocarse que no participar en el debate social. Hay mucho “opinólogo”, sentencia A. Pero M no retrocede en sus argumentos; expresa que tonterías ha escuchado por montones provenientes de púlpitos, cátedras, órganos de comunicación de masa establecidos y tribunas. Opinar, concluye, es un derecho, y si a los personajes públicos, ya sean deportistas, artistas o políticos no les gusta que enjuicien su labor, deben dedicarse a otra cosa.

B, que es carpintero, pone un ejemplo muy a la mano: las redes sociales son una herramienta, como un martillo, digamos: lo mismo sirve para construir una mesa que para romperle la cabeza al prójimo. Nosotros, subraya, todavía estamos en la fase de emplear el martillo para cosas nobles.

Solidaridad y trueque

Lo cierto es que las redes sociales de este lado del mar tienen una importancia inmensa en el cotidiano pugilato del hombre con su circunstancia. A través de Facebook, Instagram, WhatsApp y Twitter se establecen acciones solidarias que van desde la movilización para ayudar a damnificados de catástrofes naturales hasta al rescate de animales abandonados. Se exponen casos de violencia familiar, se combate el mal proceder de las autoridades, se exaltan valores éticos allí donde los haya, se divulgan textos con enfoques novedosos sobre economía y política, y se intercambian bromas, sugerencia de filmes, poemas, canciones, y cuanto hay en la viña del Señor.

He constatado como una muchacha urgida de Amitriptilina y un anciano que no encuentra Enalapril han satisfecho sus necesidades gracias al gesto desprendido de personas que ni siquiera conocen, que tienen esos medicamentos disponibles y los dan por el mero gusto de sentir que están contribuyendo a resolver una situación crítica.

En Telegram existen grupos como “Dónde hay” y “Dónde hay trueque”, de gran utilidad. En el primero, los asociados intercambian información sobre el abastecimiento en el complejo e ineficiente entramado de tiendas en las tres monedas: CUP, CUC y USD; el segundo está diseñado para mercar productos sin que medie el dinero, ejemplo: cambio aceite vegetal, quiero pasta de tomate.

 

Me cuenta un vecino que su esposa cambió un frasco de acondicionador Head & Shoulders por un paquete de papel higiénico y una bolsa de leche “amarillita”, y que por poco hacen una fiesta para celebrar la exitosa transacción, pero que después se pusieron algo tristes.

Antes de estos meses de siniestra pandemia, ya eran muy concurridos sitios como Revolico y Por la libre —suerte de Amazon a la criolla—, para comprar y vender productos y servicios. Ahí se anuncia desde un plomero hasta una planta eléctrica. Las autoridades no ven con buenos ojos esas emanaciones del mercado informal, que sirven, además, para comerciar artículos obtenidos de manera ilícita. Bloquean el acceso y, últimamente, van allí a cazar delincuentes. Pero estas prácticas son hijas de la necesidad y, mientras subsistan las carencias de todo tipo, su existencia es inevitable.

Clasificados en Cuba: en la cuerda floja legal (I)

Pongo un caso cercano. Alguien necesitó seis metros de tubería PVC de una pulgada para resolver la tupición de su fregadero. Eso es algo que no se vende en las escasas ferreterías de la ciudad y si se vende, nunca hay. En Revolico encontró, al precio de su necesidad, lo que buscaba. La disyuntiva, me dijo, era comprarle los tubos a alguien que seguramente los roba de los almacenes estatales o vivir con la casa inundada. Su argumento es pesado y doloroso, como una piedra.

 

Lo nuevo y lo viejo

Sé que expongo un ángulo “doméstico” del asunto. Pero es que ese empleo de las redes sociales, si se quiere, primitivo, favorece lo mismo a obreros que a catedráticos, pues excepto unos pocos privilegiados, aquí nadie escapa de las carencias y los racionamientos.

Se dice con frecuencia que las redes sociales sirven para difundir ideas perniciosas, como los diversos supremacismos, que estimulan la frivolidad y que se prestan para la manipulación de ese ente amorfo que llamamos masa. También se puede argumentar todo lo contrario.

Los medios no generan ideología, que es cosa de las clases sociales, sino la divulgan. La manipulación, el exhibicionismo, el bullying, el linchamiento de adversarios y la frivolidad no son manifestaciones nuevas, y no se les puede cargar la “culpa” a Internet y sus distintas ramificaciones.

Las redes democratizan el acceso a la información y, si bien se publica mucho bagazo, tampoco inventaron las fake news, que es práctica antiquísima.

Dilema significa disyuntiva. ¿Entre cuáles términos de la ecuación deberíamos escoger los cubanos: utilizar o no utilizar las redes sociales? Pienso que el dilema se establece entre usarlas mal o bien. Y esto vale, también, para el resto de los habitantes del planeta.

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