Rita del Prado: de La Habana, con sus encantos y heridas

“La Habana, con sus encantos y sus heridas, es la ciudad donde está la fragua de la persona que soy”.

En Buenos Aires, 2015. Foto: Kaloian

“Me encanta esa parte de los habaneros que demuestran civismo, solidaridad, sentido de pertenencia. No me gustan las tendencias a la vulgaridad, al primitivismo, a la estridencia, al irrespeto, al maltrato, al egoísmo, al fanatismo intolerante (de cualquier índole)”.

Rita del Prado es, ante todo, una persona sonriente. Tiene esa cualidad de hacerte sentir bien, arropado, aunque tu destino y el de ella pocas veces hayan cruzado una mirada. Irradia una luz muy peculiar que se extiende a su música. O no; quizás es su música la que pone ese halo cordial a su persona. Rita hace música, interpreta música, escucha música, comparte música: es de (y está en) la música.

Rita del Prado. Foto: Xuan Linh

Ha compuesto para espectáculos teatrales y programas dramatizados, dirigió emisiones radiales dedicadas al público infantil, organizó peñas, recorrió la Isla de Cuba de punta a punta con el proyecto La Guarandinga, y cantó, sin distingo de edades, para públicos de Colombia, México, Guatemala, Brasil, Uruguay, España y Argentina.

Sus registros fonográficos, entre casetes y discos, suman más de una docena. Aquí nombro unos pocos: Reunión de Magos (1999), El jardín de la prima Florita (1ra Edición, 2005), Hebra de mar (2006), En guarandinga por toda Cuba (Con el dúo Karma, 1ra Edición, 2008) y Caramelos de luz (2016).

Para la fundación Integrar de Medellín, escribió libretos dramáticos, musicalizó y estrenó las obras El mar y nosotros (2014), El bosque de las preguntas (2015), Cofre de mimbre (2016), La ciudad merecida (2017), La galería de la vuelta (2018) y Señales cotidianas (2019).

Hay muchísimo más para citar. Premios, giras, reconocimientos por su trabajo. Cabría esperar un fonograma antológico que acopie lo más sobresaliente de su nutrida producción. ¿Alguna disquera nacional se anima?

¿Desde cuándo la música?

Desde siempre: padre médico y trovadicto, rodeado de amigos cantores; madre pedagoga que acompañaba quehaceres de la casa cantando. Otros familiares cercanos aficionados a la música. Discos de música clásica en casa. Idas frecuentes al ballet, al teatro. Hábito temprano de oír programas de radio… Así me fui entrenando naturalmente en la expresión musical como lenguaje.

¿Qué es la música?

Una suerte de cofre donde se ponen a buen recaudo las vivencias y que, apenas se abre, devuelve la nitidez emocional de lo vivido.

En la comunidad rural montañosa Santa Catalina. Provincia Guantánamo. año 2000.

¿Qué música preferías de niña?

Suelo decir que la música infantil es apenas una pequeña parte de lo que oyen los niños. Desde que nacemos, tenemos un repertorio involuntario, consistente en todo lo que suena en nuestro entorno inmediato. Cuando estamos creciendo, oímos libremente y registramos todo lo escuchado con idéntica avidez y curiosidad, esté o no dirigido a esas primeras edades.

Incluso lo que no entendemos, si nos atrae musicalmente, capta nuestra atención. Por eso, durante mi niñez, a la par de canciones de Teresita Fernández, María Elena Walsh y Gabilondo Soler, que ponían en un programa de radio matutino dirigido al público infantil,  me llegó la trova en vivo de los amigos de mi padre; la voz y el piano de Bola de Nieve en los medios de difusión; las canciones de Los Beatles, que oían mis primos; la música clásica de los dibujos animados, de los discos y del ballet; las canciones de Agustín Lara, María Grever o Chabuca Granda, que tarareaban mis mayores, como también coplas españolas y tangos. Ya en la preadolescencia descubrí la nueva trova de Silvio, Pablo, Noel, Pedro Luis Ferrer, los cantautores españoles: Serrat, Aute…

¿Por qué la guitarra?

Inicialmente fue exploración; luego, imitación, y con los años se convirtió en mi lenguaje predilecto para hacer música. La primera (y terrible) guitarra que tuve fue un instrumento que mi padre compró en una feria de artesanías por cinco pesos, para colgarla en la pared del comedor como decoración. Te podrás imaginar cómo sonaba.

Aun así, en la temprana adolescencia me aventuré a descolgarla y a intentar de manera empírica acompañarme cantando alguna de las canciones de Silvio de los setenta, pues él era uno de mis modelos artísticos más fuertes. Después se añadieron otros referentes importantes, aunque Silvio siga siendo para mí el cuarto Rey Mago, que me regaló la vocación trovadoresca. Por fortuna, también llegaron otras guitarras de mejor fabricación. Siempre compongo desde la guitarra. Más que un instrumento acompañante, siento que tengo un diálogo con ella. Suelo arpegiar mucho y comentar melódicamente lo que estoy cantando. Creo que es un instrumento de infinitas posibilidades, generoso en sus matices.   

Con Silvio Rodríguez en el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau 2009. Foto Fito Hernández

Eres Licenciada en Psicología. ¿Ejerciste como psicóloga alguna vez? Si la música fue en ti una vocación temprana, ¿por qué no seguiste ese camino en tu formación profesional?

Ejercí profesionalmente la psicología por poco tiempo, durante la etapa del servicio social, en la papelera de Puentes Grandes. Recuerdo que, aunque la plaza que ocupaba tenía un nombre rimbombante (“Especialista en investigaciones sociales”), mi contenido de trabajo concreto era bastante burocrático. Pero de todos modos, pude aplicar ciertos conocimientos, diseñar alguna que otra investigación, y fue un aprendizaje humano en un entorno muy diferente a lo que había vivido hasta entonces.

De cualquier manera, me halaba demasiado el mundo de la creatividad artística, particularmente el de la música. Desde la etapa universitaria, había comenzado a componer para las puestas en escena del grupo de teatro de la Facultad de Psicología.

La tardanza en definir que el arte fuera el camino profesional se debió, en gran medida, a una lectura distorsionada de las señales de la vida.

Cuando yo tenía nueve años, mi madre, consciente de mi interés por la música, me acompañó a las pruebas vocacionales del conservatorio Amadeo Roldán. Me presenté por la especialidad de piano, pues había recibido algunas clases particulares del instrumento, muy básicas. En realidad, tenía mayor afinidad con la guitarra, y me sentía más a gusto explorando seis cuerdas que un teclado; pero así fueron las cosas.

Pasé exitosamente la primera eliminatoria, que evaluaba aptitudes musicales generales, pero la segunda eliminatoria ya implicaba pruebas frente al instrumento, y como aspirante a pianista no pasé el examen.

Ese veredicto fue asumido en la familia, y por mí misma, de manera radical. Algo así como: “Lo intentamos, pero los que saben de eso opinan que la música no es tu camino; en cambio, pudiera ser un hobby”. Por suerte, la vida nos enseña que, cuando hay una motivación profunda, uno mismo es quien debe redactar las señales y mandárselas al mundo. También se aprende que la música tiene diversas posibilidades, de manera que, pasados los años, retomé mi camino natural, estudié música siendo adulta, aprendí de otros, hasta que la convertí en mi profesión, en la que sigo aprendiendo.

Durante la década de los 80, participaste en talleres de creación con Vicente Revuelta. ¿Algún recuerdo particular de esa experiencia? Vicente (su genialidad, su personalidad difícil) ¿dejó alguna huella en ti?

Conocí a Vicente Revuelta finalizando mis estudios en la universidad. Pasados unos años, de algún modo, él, sin proponérselo, influyó en mi decisión de saltar de un camino profesional a otro.

Ocurrió un domingo, cuando todavía yo andaba lidiando con la inconformidad de aquel trabajo oficinesco de nombre grandilocuente, donde me sentía con las alas atadas. Fui a ver una puesta en escena, nada menos que de Galileo Galilei, magistralmente dirigida e interpretada por él en el personaje de Galileo. Esa vez sí leí correctamente la señal de la vida. ¿Qué hacía yo tan lejos del mundo del arte? Cuando saludé a Vicente, tras la presentación, me dijo que andaba armando unos talleres de creación, que había varios actores y creadores jóvenes rondando alrededor de ese proyecto y que, si en mis ratos libres quería acercarme, sería bienvenida. Y yo, reconociendo objetivamente que eran estilos de vida incompatibles, tomé aquella invitación como detonante para la decisión dejar la papelera y sumarme a la aventura, así fuera incierta laboralmente. Nunca me arrepentí.

Fueron unos meses de vorágine creativa; los talleres desbordaban el espacio de la Casona de Línea, y se extendían al apartamento de Vicente. Hasta diría que a las calles del Vedado, porque casi nada que se dijera o se hiciera en cualquier circunstancia de aquel grupo, en aquellos meses, estaba desligado del teatro o de la creación.

Vicente, además de un artista genial, fue un maestro peculiar. Una conversación con él o un relato de sus vivencias eran siempre un aprendizaje. Dejó huellas muy importantes en mí, ligadas a la búsqueda incesante de la autenticidad y lo sagrado en el arte. Al menos en las épocas que estuve cerca de él, lo recuerdo como un ser obsesionado con arrancar máscaras, señalar falsedades, poses y todo lo que contaminara la creación. Evoco su mirada cuestionadora, la resonancia de su voz, la elocuencia de su gestualidad dentro y fuera del escenario. Hacía análisis de la realidad a veces duros; a veces, en tono de la mejor comedia. 

Relata brevemente tu relación con el dúo Karma.

El Centro Pablo fue la estación de encuentro para cruzarnos y comenzar a trabajar juntos.

Los Karmas, como les digo cariñosamente, fueron un hallazgo luminoso en mi camino.

La alianza artística que nos une ha sido siempre muy fecunda y divertida, inseparable de la sólida amistad que tenemos.

El proyecto La guarandinga, creado a seis manos, a 15 años de su nacimiento, y por encima de las distancias geográficas, sigue siendo un punto de giro importante para nuestras carreras, y continúa conectándonos amorosamente con muchas personas en el mundo.

Con el Dúo Karma en Buenos Aires, 2015. Foto: Gabriela Fernández Gavilán.

Señala las cinco canciones que consideres más significativas dentro de tu catálogo.                                       

 “Canción de las pecas” (1992); “Canción del casi lo digo” (1993); “Mentor de la prisa” (2000); “El mar y nosotros” (2014) y “Ceiba ritual” (2018).                                    

Voy a mencionarte a algunas mujeres destacadas dentro de la canción cubana, ya como intérpretes, ya como compositoras o que ejercieron (ejercen) ambas condiciones. Caracterízalas con una frase a cada una.

María Teresa Vera: coraje; árbol al principio del sendero. Paulina Álvarez: tradición entrañable; evocación. Esther Borja: cajita de música perpetua. Marta Valdés: lucidez, audacia armónica, maestra de la síntesis. Teresita Fernández: reina de la Palangana Vieja. Isolina Carrillo: pasión mesurada. Miriam Ramos: canto vitral; cubanía en clave de refinamiento. Sara González: siempre cascada; girasol cantando desde el mar. Heidi Igualada: lirismo de brisa fresca, en la canción; surtidor de carcajadas, en la vida. Liuba María Hevia: colorista de la ausencia; heredera del buen oficio de vender asombros. Marta Campos: alegría desbordándose de una guitarra clara.  

Cantoras, de izquierda a derecha: Marta Campos, Liuba M. Hevia, Marta Gómez, Rita del Prado, Enid Rosales. La Habana, Enero 2020

¿Cómo te asumes en el plano musical? ¿Trovadora? ¿Juglar? ¿Hay alguna diferencia entre una y otra condición?

Me reconozco en ambos conceptos, en sus acepciones actuales. El término trovar ha transitado por la historia, cambiando de matices desde su origen en el sur de Francia, en la Edad Media. También hay diferencias regionales en Hispanoamérica, para el uso del término y para nombrar el oficio.

La diferencia básica entre trovadores y juglares en aquella época medieval era que los primeros componían y los segundos actuaban en variedades escénicas, desplazándose de pueblo en pueblo. Los trovadores lo mismo contaban largas historias en versos, que se ponían al servicio de las cortes para enaltecer a los reyes, o creaban por encargo canciones para enamorar a una dama, o podían hacer canciones irreverentes, burlándose de la moral de la época. Según entiendo, los distinguía la creatividad y el formato instrumental de voz acompañada de algún instrumento de cuerdas pulsadas.

Los juglares estaban más enfocados en la interpretación escénica, en complacer el gusto popular, en entretener y divertir a personas sencillas.  

La juglaresca abarca el desempeño de músicos, comediantes, bailarines, acróbatas. Y se identifica con la movilidad del artista hacia lugares recónditos, fuera de los escenarios convencionales.

Cuba asimiló esas herencias europeas al crear un modo propio de “trovar”, que se consolidó en el siglo XIX y ha generado todo este río incesante de canciones trovadorescas que se mantiene vital, en sus diferentes etapas. En sentido general, los cultores de la trova no estamos subordinados a ninguna regla estética cerrada, y vamos bebiendo de distintos géneros musicales. La trova, en mi opinión, no es un género en sí mismo. Es un mundo expresivo donde caben infinitos géneros. Nuestras canciones reflejan determinados acontecimientos y sentimientos colectivos, épicos, o sucesos íntimos, inconformidades, plenitudes, y las letras pueden tener un lenguaje directo, cercano a la crónica, o un vuelo lleno de metáforas.

También en esta tierra hay un movimiento fuerte de juglares, sobre todo relacionados con el universo del arte para público infantil. Guardo lindas memorias de los caminos, pueblos, comunidades rurales de esta isla y de algunos países latinoamericanos, compartiendo con narradores orales, actores, magos, titiriteros, o con otros trovadores, cantando para los niños y sus familias. Son vivencias enriquecedoras, inolvidables.

Dicho todo esto, creo que tengo tanto de trovadora como de juglar, contando con la frontera imprecisa de ambas condiciones.  

Rita del Prado. CANCIÓN DEL CASI LO DIGO

Vives entre Medellín y La Habana. ¿Cuando viajas de una a otra ciudad, necesitas “reajustarte”? ¿Qué te gusta más de cada urbe? ¿Qué te gusta menos?

Cambiar de ciudad y de país implica un reajuste.

En Medellín, la cotidianidad y la vida práctica en general fluyen bien, y eso deja más tiempo disponible para dedicarle horas a la profesión, desarrollar varias ideas y proyectos distintos.

En La Habana, la supervivencia demanda mucho tiempo, y la creación debe ceder algunas horas, a veces demasiadas, a gestiones terrenales para subsistir. Eso ya es un reajuste.

De Medellín, ciudad enclavada en el Valle de Aburrá, en Antioquia, me encanta su paisaje montañoso, que da la sensación de abrazo, de cobijamiento. Me gusta la manera en que sus habitantes construyen y emprenden proyectos. Me gusta la calidez y hospitalidad de su gente. El modo de hablar, que por un lado conserva formas antiguas de nuestra lengua castellana, y por otro está lleno de ocurrentes giros locales y simpáticos juegos de palabras.

Lo que menos me gusta de Medellín es esa parte de la sociedad que mantiene valores decadentes, como el machismo, los prejuicios de género, la violencia latente, cosas que, si por fortuna no son parte de mi entorno inmediato, existen en la vida de la ciudad, y dificultan la labor de los otros ciudadanos que piensan y actúan en función de los nuevos tiempos.

De la Habana me fascina su historia, toda la cultura que se acumula en ella, los personajes inspiradores que la han habitado, la compañía del mar, su arquitectura y urbanismo integrados a sus relieves naturales. Y, sobre todo, me gusta su espíritu sensual, artístico, alegre, familiar, su celebración permanente de la vida, con independencia de los momentos difíciles que atraviese.

Me encanta esa parte de los habaneros que demuestra civismo, solidaridad, sentido de pertenencia. No me gustan las tendencias a la vulgaridad, al primitivismo, a la estridencia, al irrespeto, al maltrato, al egoísmo, al fanatismo intolerante (de cualquier índole), actitudes que tanto intoxican la vida de la ciudad.

De cualquier manera, aunque Medellín sea para mí una ciudad de grandes afectos y realizaciones profesionales significativas, La Habana, con sus encantos y sus heridas, es la ciudad donde está la fragua de la persona que soy. Aquí tengo lazos importantes, búsquedas, raíces y sueños que no están en ninguna otra parte del mundo.

Festival Internacional Cantoalegre. Medellín 2008. Foto: Robinson Henao

Háblame del proyecto Habaneros del Prado.

La Habana es el sitio que llevo conmigo a cualquier parte. Cuando estoy en ella, me gusta recorrerla y descubrir cosas nuevas o evidencias de tiempos pasados que no conocía.

Le debía —desde el mandato de los sentimientos— varias canciones. La celebración del medio milenio de la fundación de la ciudad fue el pretexto para “conspirar” con mi hermano, el arquitecto Aníbal del Prado, y montar esta conferencia-concierto titulada Habaneros del prado, que recorre los hitos fundamentales de la historia de la arquitectura de la ciudad, desde su fundación hasta el presente, con miradas al futuro. Este proyecto me llevó a la investigación de historias de personajes y sucesos relacionados con las construcciones y espacios de la ciudad en distintos momentos de su evolución, y así fueron naciendo las canciones. Fue un proyecto elegido por la Fundación SGAE en su convocatoria para ayudas a la creación de músicas populares, en 2019.                                                                                               

Recuerdo el disco Soñar despierto (2008), donde trabajas con textos de Eliseo Diego. ¿Qué relación tienes con la poesía en general y con la de Eliseo en particular?

Cuando leo poesía, siento que existe un misterio inabarcable tras las palabras, y que un poema nos ofrenda diversos modos de asomarnos a ese misterio, sin llegar a poseerlo.

Creo que el poeta mayor es el tiempo mismo. El tiempo va podando lo superfluo y salvando lo esencial, sea hermoso o sea desgarrador. No define las grandes verdades de una sola vez, sino que las va dejando delicadamente a su paso, como la buena poesía. Sus mejores metáforas son las cosechas de todo tipo, los mensajes que van llegando tras los años, y ya queda entonces, por parte de nosotros, los seres humanos, aprender a leerlas con profundidad.

Justamente con Eliseo Diego, poeta que tanto sabía sobre los arcanos del tiempo, siempre sentí un lazo íntimo, aunque no lo haya conocido en persona. Me fascinó su detenimiento en episodios cotidianos, en los pliegues de la realidad, en lugares amados. También, su serenidad para nombrar lo trascendental presente en todo eso. Me impresiona particularmente la luz y las atmósferas que sugieren sus poemas.

Centenario de Eliseo Diego: “Y sin embargo, es necesario hacerlo todo bien”

Próximamente arribarás a lo que antes se consideraba una “edad provecta”. ¿Podemos decir cuántos años cumples? ¿Te preocupa envejecer?
Podemos decir, con todo orgullo, que cumplo 60 el próximo 4 de marzo.

También podemos decir, con toda honestidad, que siento nostalgia de la persona que fui a los 20, a los 30, incluso a los 40 y tantos…

Y digamos, con toda justicia, que la vida me ha permitido conocer diferentes colores del amor, conservar lazos sólidos, crear una obra que testimonia lo que habito. Podemos decir que las musas han sido fieles compañías; que, en sentido general, he sido una persona libre; que si bien —como casi todo el mundo— he tenido batallas para materializar deseos, a la larga he volado a mi aire y he logrado revertir esas múltiples expectativas del prójimo que se alejan de nuestros sueños esenciales, construyendo mucho de lo auténticamente soñado.

Digamos, también, que he sido, y creo que sigo siendo, útil a los demás.

No me preocupa envejecer, pues el tiempo bien vivido siempre está a favor nuestro, y no en contra. Pero eso no impide imaginar que si la ciencia, por esos azares de los laboratorios, termina descubriendo la vacuna del regreso a la juventud, ten la certeza de que seré una de las primeras voluntarias que acuda. Aquí nos veremos entonces, en unos cuantos años, para la segunda entrevista-recuento, en ocasión de cumplir una “edad provecta”.

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