Una historia cubana de cronopios, famas y esperanzas

Como cada uno tenía sus propias ocupaciones, sus personales ideas –divergentes, claro– sobre lo divino y lo humano...

Foto: wikimedia.org.

Un cronopio, un fama y una esperanza que se conocían del bar, decidieron formar un club de alpinismo. Buscaron un mapa del país, y convinieron que la mayor elevación, la que más dificultades ameritaba el ascenso, era el Monte Cuba, al oriente de la isla, jamás hollado por ser humano alguno.

Como cada uno tenía sus propias ocupaciones, sus personales ideas –divergentes, claro– sobre lo divino y lo humano,  y su cerrado círculo de amigos, decidieron que no era sano que los vieran juntos hasta que no apareciera en los diarios la foto de los tres coronando la montaña, por aquello de que es mejor precaver.

Acordaron encontrarse seis meses después a los pies de la montaña, a una hora fijada con pasmosa precisión por… el fama.

El cronopio emprendió ese mismo día el viaje por medios informales. Es decir, caminó la mayor parte del tiempo, pernoctó en casas de conocidos casuales y tuvo dos o tres amores de pasada que, en el instante de la consumación, le parecieron para toda la vida.

El fama, un día antes de la fecha escogida, gestionó un pasaje por avión, aduciendo en su trabajo que debía asistir a una reunión de la que no podía, por discreción, dar mayores detalles.

La esperanza acudió con tiempo a la estación de trenes, pero jamás salió de allí, congestionada a tope por ser mes de vacaciones; se anotó en una lista de espera que, prodigiosamente, se hacía y se deshacía sin que nunca llegaran a cantar su número. Mientras tanto, mataba el tiempo leyendo informes alentadores sobre la proyección de desarrollo del transporte público para el próximo decenio, lo que le producía una persistente sonrisa de beatífica estupidez.

Cuando el fama llegó al punto convenido, encontró al cronopio instalado en una precaria casa de palma junto al río, con todo lo necesario –que en su caso era muy poco– para una larga estancia. Esperaron inútilmente a la esperanza por dos horas, hasta que decidieron comenzar el ascenso. El fama, competitivo, tomó la punta, y escaló por dos días, con más empeño que técnica, hasta coronar la cumbre, los pies y las manos en carne viva. El cronopio desistió por el camino y  regresó enseguida a la base, al caer en la cuenta de que escalar el Monte Cuba era un excelente propósito de vida, y que una vez que lo cumpliera se iba a sentir vacío para siempre.

La esperanza envejeció en la terminal de trenes; cada mañana compraba los diarios para ver en qué había parado el asunto del innominado club de escaladores. Pero ya se sabe, la prensa del país sospecha de cualquier impulso espontáneo, y aunque la proeza del fama habría sido noticia, la escalada independiente nunca estuvo en los planes temáticos.

El cronopio fundó una familia con una cronopia que andaba de peregrina por ahí, empeñada en ver a Dios por la boca de un güiro: niños verdes, extravagantes, dispersos y líricos.

El fama, en su momento, llamó por celular a tres diarios nacionales para dar parte de la hazaña; en todos lo dieron por chiflado. Nunca relató la aventura, que al final le pareció muy transgresora. Cuando su esposa o algún amigo le preguntaban dónde había pasado aquellos días nebulosos, respondía con mirada enigmática: “Es mejor no saber ciertas cosas”.

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