¿Y la acción, para cuándo?

La civilidad es una construcción colectiva. Su puesta en práctica es asunto de todos también.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Hablar de civismo por estos días parece, por decir lo menos, demodé. La brega diaria, las insatisfacciones materiales, el pánico colectivo generado por la pandemia, la intransigencia de posiciones políticas enconadas y las frustraciones de la forzosa inmovilidad hacen que se entienda el término como una “fineza”, un tema, si no del todo innecesario, que al menos puede ser aplazado hasta que lleguen tiempos mejores.

Probablemente, quienes piensen así desconocen el carácter instrumental y complejo del término que heredamos de la Revolución Francesa, con su ideal de libertad, igualdad y fraternidad. Civismo es el corpus de costumbres, preceptos éticos, normas y leyes que contribuyen a que el ciudadano se entienda como parte armónica de la sociedad y, por tanto, vele por su buen desenvolvimiento dentro de parámetros que satisfagan al común de los seres que se agrupan bajo conceptos como país o nación.

Pero la civilidad, como condición del ser cívico, no solo trata sobre las relaciones entre vecinos, sino que lubrica, además, todos los estamentos del engranaje social. De niños, nuestros padres nos pedían que fuéramos cívicos, que dijéramos la verdad, y en las escuelas, los “viernes cívicos” se reconocía a aquellos estudiantes dignos de elogio. Se hablaba mayormente de la patria, ese ente gnoseológicamente problemático en el que, no obstante, nos reconocemos todos.

Es cívico quien protege el bien común y quien ayuda al más necesitado; el que cumple las leyes y el que las hace cumplir, incluso si quien las incumple es aquel que debiera hacerlas cumplir. Valga el retruécano.

Es una actitud cívica oponer ideas a las ideas, no dogmas o consignas. Es cívico quien dice lo que piensa y también quien lo escucha. Y si este último ocupa una posición de poder, no concuerda con el emisor y no lo estigmatiza por eso, pues es doblemente cívico.

Si la civilidad se expresa en nuestras relaciones con los otros, entonces al ser cívico le está negado el racismo y el maltrato en cualquiera de sus formas; no puede apropiarse a la fuerza de lo que no le pertenece ni emplear la violencia para situarse por encima de los otros.

Falta civilidad cuando alguien nos pone en riesgo de contagio, al no cumplir con las normas elementales de aislamiento entre personas. Adolecemos de lo mismo si, temerosos, no nos oponemos a la conducta irresponsable. Esto vale tanto para el chofer que por lucro atiborra su ómnibus como para el que se burla del ciudadano que exige la debida distancia en la cola.

Cuando los viajeros reclamaron al conductor —es un hecho real, reflejado en las redes—, este argumentó que ellos se apretaban más en la cola del pollo y no se morían… Pero lo significativo no fue la salida destemplada del infractor, paradójicamente encargado de velar porque no se cometan “infracciones”, sino que la guagua siguió, inalterable, su derrotero.

Estos son ejemplos de mi entorno inmediato.

A un ciudadano que pedía incesantemente que no se aglomeraran alrededor de él en una de las tantas colas diarias, le respondieron con burlas. “De algo hay que morirse”, “no te destaques, que nada más te van a dar dos botellas de aceite”, “este es un cuentapropista del orden público”, le decían.

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Los jóvenes que reprendo casi a diario por arrancar a su paso las ramas de los árboles me preguntan con insolencia si “las matas” son mías.

La anciana que me ve pelear con el bodeguero para que no me convierta una libra de 16 onzas en una de 14 opina que no hay que coger tanta lucha, que de nada vale protestar, que estoy demorando la cola.

La civilidad, valga recordarlo, es una construcción colectiva. Su puesta en práctica es asunto de todos también.

Recuerdo un texto de Manuel Vázquez Montalván donde cuenta cómo cambiaba la actitud de los trabajadores españoles cuando el tren los acercaba a la frontera entre Francia y Alemania. La expansividad atribuida como natural a los peninsulares del sur se iba recogiendo hasta el punto de recato al pasar de un país a otro. Lo que de un lado de la línea se “toleraba”, del otro resultaba “inadmisible”, no solo para las autoridades del ferrocarril, sino también para el resto de los viajeros.

Aplausos y pachanga

Recientemente, La Habana pasó a la fase uno de recuperación. Es una medida que a los ciudadanos nos alegra, luego de cuatro meses de confinamiento. Pero esa condición no está arraigada aún. Si los índices de infestación se disparan nuevamente, puede revertirse el estatus. Entonces, tanta inmovilidad y privaciones habrán servido de muy poco para encontrar el camino hacia la llamada nueva normalidad.

La alegría, entre nosotros, frecuentemente se entiende como exceso. Algunos de los que cada noche aplauden a los trabajadores de la salud por su sacrificado esfuerzo, al momento están en las calles con los nasobucos de collar y en reuniones distendidas donde varios beben alcohol directamente de la misma botella. Esto ocurre a la vista de todos los que nos jugamos los planes de los próximos meses, por no decir la vida.

Aunque hay números telefónicos habilitados para recibir las quejas de la población, no ponemos la denuncia. ¡Qué va! Sería una desconsideración con aquellos que, con su inconciencia, ponen en peligro nuestra cotidianidad. De igual manera, no señalamos a la farmacéutica que nos propone por debajo del mostrador las medicinas imprescindibles para los tratamientos de enfermedades crónicas, ni al funcionario que persigue los desvíos de recursos del Estado al tiempo que “resuelve” sus necesidades con estos mismos desvíos.

Bien sabemos que la falta de objetos de plomería en las tiendas —por poner solo un caso— no se debe a la malversación, y que la escasez de fármacos no va a terminarse si paramos el mercado informal. Estos y otros tantísimos nichos oscuros de nuestras necesidades de consumo responden a múltiples factores que van de lo estructural al ineficiente manejo de la economía.

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Hace falta tanto civismo para poner el pecho a las manifestaciones de una convivencia enferma como para aceptar que este es un fenómeno que recorre la sociedad en todos sus estamentos, y que demanda radicales, nada populistas y ágiles medidas.

El fenómeno se apunta en la prensa. Pero el tema no determina con toda la profundidad deseable, en distintos niveles, la praxis de gobierno. Quizás no sea momento de hablar de civismo. Ya tenemos tantísimas palabras sobre esto y aquello. Es tiempo de reparar las bases de nuestras concepciones éticas y morales dañadas y, allí donde no existan, echar entre todos los nuevos cimientos.

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